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Nosotros, los elefantes

Fuentes: Rebelión

La pretendida confianza en España que Mariano Rajoy iba a inyectar en los esotéricos mercados que guían nuestros destinos por los desagües de la economía, comienza a dar sus frutos. Poco más de cien días de contrarreforma del PP han bastado para que el país encuentre su lugar en este mundo a la deriva: «España […]

La pretendida confianza en España que Mariano Rajoy iba a inyectar en los esotéricos mercados que guían nuestros destinos por los desagües de la economía, comienza a dar sus frutos. Poco más de cien días de contrarreforma del PP han bastado para que el país encuentre su lugar en este mundo a la deriva: «España solo vale para flamenco y vino». Así de rotundo lo subrayó la pasada semana el norteamericano Richard A. Boucher, secretario adjunto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), no sabemos si influido por las campañas castizas promovidas por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, o llevado tal vez por la misma pasión española que conquistó el espíritu de Washington Irving o Ernest Hemingway.

Las palabras del enviado de Obama han desatado un aluvión de críticas en los medios españoles. Y no les falta algo de razón a estos reproches. Porque la España actual, hay que reconocerlo, no solo es flamenco y vino. También es sainete. Su Majestad Juan Carlos I se apresuró a demostrarlo con su magistral representación de este género bufo y costumbrista con su rocambolesca cacería africana. Como si fuera el protagonista de una película fallida de John Huston, el rey jugó a ser el gran cazador blanco para terminar convertido en el cazador cazado. Pese a los intentos de su nieto Felipe Juan Froilán por convertir en tragedia del destino la desventura que parece acompañar a los Borbones en su relación con las armas de fuego, o los esfuerzos de la reina por transformar las aventuras africanas de su esposo en un melodrama de celos, Su Alteza parece empeñado en aferrarse a los límites amables de la comedia ligera donde se halla tan cómodo, como ya demostró años atrás con su batida al borracho oso Mitrofán en las frías tierras rusas.

Porque lo patético de sus andanzas por Botsuana es que el rey no se lesionó luchando a brazo partido contra las fieras, o rescatando de algún peligro a su íntima colaboradora en estas aventuras, la princesa de título comprado Corina Sayn-Wittgenstein. No, Juan Carlos I dio con su regia cadera en el suelo tras tropezar con un escalón cuando se dirigía al baño, permitiendo así que un nocturno apretón de vejiga o esfínter pusiera de manifiesto la fase de fragilidad artrósica en la que parece haber entrado irremediablemente la Corona. En realidad, las tentaciones de su emprendedor yerno Iñaki Urdangarín ya habían dejado constancia hacía tiempo de que los problemas de la monarquía española se acumulan en los retretes.

En cualquier caso, hace ya mucho tiempo que Shakespeare, al señalarnos el olor a podredumbre que emanaba de Dinamarca, nos advirtió que ni los palacios más exquisitos están exentos de fetidez. Un hedor que a estas alturas parece envolverlo todo. Algunos incluso creen encontrar en esta insoportable peste el mejor antídoto contra la revuelta, como el Ministerio del Interior británico que estos días estudia sustituir las pelotas de goma de sus antidisturbios por pestilentes proyectiles que inmovilicen entre nauseas a los resistentes. Y mientras prosiguen estas investigaciones, durante nuestro día a día seguimos recibiendo el impacto de los mercados, sus disparos certeros e inmisericordes lanzados contra nuestra nuestra inocente cotidianidad de elefantes africanos desorientados.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.