con pocos, pero doctos libros juntos Quevedo Arranca la Feria del Libro de Madrid. Cada año, por estas fechas, con las escandalosas luces de primavera, la industria editorial sale a la calle, muestra sus nuevos productos, exhibe -carnaval de horrores- la mercancía. Resulta complejo -por absurdo y multitudinario- describir el ambiente. Suele hacer calor y […]
Arranca la Feria del Libro de Madrid. Cada año, por estas fechas, con las escandalosas luces de primavera, la industria editorial sale a la calle, muestra sus nuevos productos, exhibe -carnaval de horrores- la mercancía. Resulta complejo -por absurdo y multitudinario- describir el ambiente. Suele hacer calor y a eso de las siete, cuando resuena por el albero de Las Ventas Marcial eres el más grande, cae una tormenta. Será por refrescar tanta cantidad de ocurrencias inútiles, tanta vanidad. La Feria del libro, santificada por los poderes locales como «gran acontecimiento cultural» (sic) es una muestra más del consumo desenfrenado y de la creación imperiosa de necesidades. Una visita obligada, con los niños y el perro, para sentirse parte de una experiencia mística colectiva: la adquisición compulsiva de libros -a la caza también del autógrafo del famoso- para adornar nuestras vidas de neón, las estanterías de nuestro salón-comedor. Donde esté una buena novela histórica, con su intriga, sus templarios o rosacruces, su chispa de humor/amor, un par de persecuciones y alguna referencia a la cultura académica burguesa convertida en mass-market, que se quite cualquier conversación. Durante las tres semanas largas de la Feria del Libro de Madrid -en otros lugares tienen la decencia de reducir el evento a un fin de semana- los libros circulan de mano en mano, con su descuento correspondiente, mientras los niños piden pegatinas, folletos, globos, marcapáginas, lo que sea. El caso es pedir cualquier cosa, tras el helado, el refresco y las patatas fritas (estómagos de hierro), que para eso vivimos en la sociedad de consumo y ellos son conscientes, saben, que les corresponde su -el parlamento de los niños lo refrenda- cuota de gasto fijo.
Inmersos en la mercancía como fetiche, es decir, en la concepción del libro como objeto dotado de los valores clásicos de uso y cambio, la industria afila sus garras ante estos acontecimientos luciendo sus mejores galas, desplegando el poder y la potencia de su maquinaria comercial. Llegan las nuevas tecnologías, se destruye el mercado del disco debido a la posibilidad de reproducción doméstica, y el libro, tal cual lo conocemos, subsiste todas las acometidas. Su valor, hoy por hoy, persiste. Las desnudas paredes del chalet adosado lo agradecen. Los libros son cálidos, el papel aguanta (cada vez menos, debido a la violenta irrupción de la pasta química y la reducción de costes) y los lomos funcionan como soportes publicitarios reflejando quiénes somos: nuestra identidad de lector. En este contexto de impresionante aceleración capitalista, la industria editorial apuesta por volúmenes cada vez más perecederos, libros de usar y tirar, cuyo fin es aportar satisfacción instantánea. Rápida producción, venta inmediata. En realidad, el negocio, entendido como la compleja cadena compuesta por la fabricación, distribución y venta, sigue las directrices de cualquier otra actividad empresarial dentro, eso sí, de la sociedad del espectáculo. Mundo editorial líquido por decir con Baumann: flexible, ágil e inconsistente. De hecho, los términos empleados dentro de la jerga de esta industria, su campo semántico básico, reflejan esta idea: lineal, visibilidad, canales, coste unitario, metros cuadrados de exposición, faldones publicitarios, soportes para pilas, más una lista impronunciable de palabras en inglés provenientes del universo del marketing. El producto (el libro no deja de ser un producto más dentro de la amplia la cadena de mercancías del ocio, segmento de consumo urbano que incluye desde la visita a un parque temático a la televisión por satélite) tiene que poseer una serie de características básicas reconocibles: atractivo a la vista e incitar, per se, a la compra. En este sentido destaca el uso y abuso de llamativas cubiertas con colores cálidos o elegantes negros (se concibe todavía el color negro como símbolo sofisticado de elegancia en un país donde el negro refleja dolor), cuidados acabados brillantes y títulos cortos de fuerte resonancia. El contenido, en este caso, debería seguir -y sigue, de hecho- como la intendencia a la vanguardia, que comentaba el general De Gaulle.
En los límites del consumo emocional, compulsivo, las ferias del libro, cual pasarela de actividades varias, cumplen la misma función social que las antiguas ferias de muestras (tractores y cosechadoras) y ganado (ternerillas, lechones y algún semental) o las modernas actividades relacionadas con la tecnología: mostrar el producto, su innovación, desplegar el florido encanto como hace el pavo real. El público se acerca a las casetas, mira, pregunta por preguntar y retoma su actividad cotidiana -otro tipo de consumo- tras haber dejado una media de 20 euros en la última apuesta editorial, ese libro que es imprescindible comprar de cara al verano (toalla y sombrilla), un imprescindible instrumento de sociabilidad para conversar con las amistades y vecinos de adosada urbanización. Como es natural, dependiendo del nivel socio-económico de los consumidores el título elegido es diferente. El mercado es omnipotente y plural (con un recuerdo cínico para la mano invisible de Adam Smith) y satisface cualquier demanda, por exquisita que sea. Del mismo modo que las clases medias y medias-altas urbanas, ciudadanos de grandes capitales, parejas jóvenes de alto nivel adquisitivo, adquieren productos bio o light, sus libros suelen ser novelas de sentimientos, literatura de aparente reflexión, autores respetados por los suplementos culturales, ensayos ligeros de actualidad o alguna recuperación literaria de autor de entreguerras –best seller en su época- vestido de domingo y sobriedad, el consumidor popular, el motor del negocio y de la historia, prefiere largas novelas llenas de personajes esquemáticos, argumentos comprensibles, narraciones claras y emociones a flor de piel. La televisión en papel o la gran tradición de Hugo, Dumas o Zola pasada por la atroz vulgarización del capitalismo. Cada cual vota como lee, es decir, todos lo mismo, aunque el contenido sea presentado, envuelto, con formas y aspectos diferentes.
Bajo el viejo influjo del libro como vehículo de transmisión de ideas y objeto apreciado por el capital cultural y simbólico, todavía quedan en el mercado editoriales que pretenden acercar a los lectores propuestas narrativas o ensayísticas diferentes. Es ahí, en ese sombrío territorio, donde el lector, si todavía queda y no ha sucumbido a la tentación de la gran distribución y el pensamiento dominante, debe sumergirse, perderse, hasta encontrar ese libro que, fuera de los circuitos convencionales, consiga aportar una reflexión razonable sobre el mundo, sobre las relaciones humanas. Pese a la apariencia, pese a la voracidad del mercado, esos libros todavía existen, se leen (poco) y se pueden adquirir. En los confines del universo del libro, en las tinieblas exteriores, habitan autores nacionales y extranjeros con puntos de vista diferentes. En esa periferia, locus ille silentiis, todavía se puede leer. O casi.