Resulta imperativo recuperar y desarrollar nuestra tradición republicana, repensar nuestras instituciones y prácticas políticas bajo su luz.
Recordar desde Cuba la milenaria tradición republicana es, más que un ejercicio de memoria, un imperativo ético y político, clave para la comprensión de una zona central, más aún, capital, del discurso y la práctica política cubanos. Evocar su relevancia como hilo conductor e inspirador de la idea misma de una Cuba libre es necesario. Invocar su pertinencia teórica y práctica para la urgente ampliación y profundización de los consensos (con espacio también para los disensos) políticos, económicos y sociales en la Cuba de hoy y, sobre todo, del futuro, me parece tan válido como impostergable. Aquí van algunas notas y reflexiones sobre el tema.
La tradición republicana
La tradición política del republicanismo democrático cuenta con más de 2500 años de historia, desde el siglo VI a.n.e, con las luchas del demos ateniense —y de otras polis del Mediterráneo oriental— contra la oligarquía, y posteriormente la lucha secular de la plebe romana por sus derechos en una república dominada por un Senado oligárquico. En la demokratía de los atenienses, las reformas legales de Solón, Clístenes, Efialtes y Pericles aseguraron el poder de los pobres libres (aporoi), de los que trabajaban por sus manos, que Aristóteles describió para la historia como las cuatro clases del demos (campesinos, pequeños comerciantes y artesanos, y los asalariados). Mediante el sorteo de los cargos públicos y su rotación obligatoria, la remuneración (misthón) de la asistencia a la Asamblea (lo que permitió a los miembros del demos participar activamente en la política), y la isegoría, la libertad de palabra en la Ekklesia, para todos —incluso mujeres y esclavos—, el demos ateniense ejerció directamente el poder durante 140 años.
Eclipsada durante el Imperio, la tradición republicana resurge poderosamente con las revueltas populares de la Edad Media. Durante los largos siglos del Medioevo, son numerosísimos los movimientos populares de toda clase, incluyendo motines, insurrecciones y revoluciones, para reclamar los derechos del pueblo “llano”, de la “plebe”, de los “comunes”.
Poco más tarde, el desarrollo de las repúblicas comerciales italianas, y de las ciudades libres de los Países Bajos impulsó un conjunto de prácticas políticas declaradamente inspiradas en los modelos de la Antigüedad, y el pensamiento político que las teorizó y legitimó (el humanismo cívico de Maquiavelo y Erasmo), se vio a sí mismo como continuador de una tradición de pensamiento republicano que hundía sus raíces en Atenas y la Roma de la res publica.
Ya en la llamada Modernidad, hay que recordar las luchas de los comuneros de Castilla, la guerra campesina en Alemania y el impacto de la conquista de América en el pensamiento europeo (la Escuela de Salamanca y su legado). Frente a la violencia desatada sobre los pueblos americanos y la rapacidad de la conquista, la Escuela de Salamanca formuló propuestas políticas radicalmente antifeudales, impulsadas por el “descubrimiento” de una humanidad no cristiana en los territorios americanos colonizados. De hecho, el planteamiento filosófico de los derechos naturales nace como reacción crítica ante el escándalo y la indignación que produjo la crueldad de la conquista contra las poblaciones indígenas colonizadas. Ante la barbarie, las reacciones intelectuales fueron dispares. Hubo quienes trataron de legitimarla, basándose en la ausencia de humanidad en los “salvajes”, o en su condición de “bárbaros” y “paganos”; la tarea intelectual de la Escuela de Salamanca, por el contrario, tuvo como objetivo proclamar la incondicional ilegitimidad de la esclavitud, tanto de los individuos como de los pueblos[1].
El fundamento filosófico de la crítica de los salmantinos, formulado por Vitoria, fundador de la Escuela, es que todos los seres humanos, con independencia del lugar que habiten en la tierra, pertenecen al género humano, lo que les convierte en sujetos que nacen libres. Esto significaba que la esclavitud dejaba de ser considerada una institución perteneciente al derecho natural, para pasar a ser contra natura y, por tanto, ilegítima. Pero, la libertad tiene que ser garantizada y protegida por los poderes públicos, dependiendo por tanto de la existencia de un poder civil, que es principio constitutivo de la República. La libertad debe ser instituida a partir de la ley, que no se reduce a un instrumento de coacción, y debe mirar siempre por el bien común. El imperio de la ley es universal, y por tanto obliga a todos los ciudadanos por igual, incluido el rey, que no deja de ser un magistrado, y por tanto un servidor público que no sólo carece de privilegios especiales, sino que su deber es actuar al servicio de sus conciudadanos. Definir el fin de la República en términos de bien común, tal y como lo hizo Francisco de Vitoria, supone deslegitimar cualquier uso del poder que favorezca intereses privados, pues entonces se trataría de puro despotismo: ningún ciudadano o grupo de ciudadanos tiene la legitimidad de usar el poder en beneficio propio, pues en caso de hacerlo está convirtiendo a los ciudadanos en sus esclavos, despojándoles de su libertad civil que es el rasgo indispensable para disfrutar de la condición de ciudadanía. El uso del poder para el interés privado constituye, por tanto, una transgresión de los derechos naturales a través de lo que Vitoria denomina “leyes tiránicas” a las que es legítimo desobedecer, puesto que no se rigen por el bien público.[2]
Esta filosofía del derecho natural moderno se acompañó (y también se vio influida) entre los siglos XVI y XVIII, por las experiencias de diversas revoluciones que intentaron hacer reconocer estos derechos naturales del hombre. Precisamente es en las ciudades libres de lo que hoy llamamos Holanda y Bélgica, impulsadas por el pensamiento y la práctica de la participación política del pueblo, donde estalla la primera revolución moderna, la revolución de los Países Bajos contra el despotismo del Imperio español. Revolución que enarbola el gorro frigio como símbolo de libertad y que inicia el camino de las grandes revoluciones populares de los siglos XVII y XVIII, mal llamadas burguesas. Se trata de un ciclo histórico que culmina con la terrible derrota del proyecto republicano democrático del ala radical de la Revolución Francesa, el 9 de Termidor, y que significó el eclipse, por más de un siglo, del Derecho Natural de los pueblos y de los derechos del hombre, para ser reemplazados por los derechos del propietario burgués, el sufragio censitario, restringido a los hombres con mayor nivel de rentas y el culto al derecho positivo, sin vinculación con la justicia o los derechos naturales.[3]
Por otra parte, y es algo que no se suele recordar hoy día, los diversos movimientos socialistas del siglo XIX representan la continuidad de las viejas luchas del demos, de los pobres libres, frente a las terribles consecuencias de la Gran Transformación, como la llamó Karl Polanyi en su clásico libro. Marx y los socialistas decimonónicos se vieron a sí mismos como herederos y continuadores de las luchas populares precedentes, en las nuevas condiciones históricas generadas por la expansión triunfal del modo de producción capitalista. El Manifiesto Comunista y el famoso Capítulo XXIV (sobre la acumulación originaria) de El Capital son evidencia suficiente de ello, para no hablar de la abundantísima iconografía de la época, que muestra siempre al movimiento obrero y socialista como heredero de los movimientos populares (levellers, jacobinos y republicanos) anteriores.[4]
En el siglo XX, especialmente a partir de los años ‘20, el grueso del movimiento socialista perdió, por distintas razones, su autoconsciencia republicana y abandonó la defensa de la democracia republicana y los derechos humanos, tachándolos de burgueses.[5] El trágico resultado fue el socialismo de cuartel que tanto temió y fustigó Marx (y también Rosa Luxemburgo), y cuya influencia ha sido tan nefasta como difícil de erradicar en la izquierda, aún después del fracaso colosal del “socialismo real”, como dejó dicho, en memorable reflexión, el filósofo marxista hispanomexicano Adolfo Sánchez Vazquez.[6]
Cuba: la tradición republicana y la actualidad
En Cuba, el pensamiento republicano es inseparable del proceso histórico de surgimiento y consolidación de la idea misma de Patria libre. Desde José María Heredia, el primer poeta nacional, Félix Varela, José de la Luz y Caballero, y la pléyade de patriotas de la manigua y el exilio, el ideal que los convocaba —y que nos convoca— fue el de la República, la vieja idea de una comunidad de hombres y mujeres libres, fundada en la soberanía popular y los derechos inalienables de sus ciudadanos. Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, la llamó “la más bella y grandiosa de las instituciones humanas: un gobierno republicano”.[7] Ignacio Agramonte y Salvador Cisneros Betancourt lo expresaron así: “es nuestro deseo y nuestra legítima esperanza ver establecido en nuestro país el juicio por jurado, tanto en lo civil como en lo criminal, la separación completa de estos dos ramos —la elección popular y amovilidad de los jueces—, una línea profunda entre los diversos poderes del Estado, para impedir lamentables abusos, y un sistema de procedimientos que contribuya a evitar los litigios y presente amplias garantías para el pueblo.”[8]
Además, la Constitución de Guáimaro, primera Constitución republicana en la historia de Cuba, lo declara de manera lapidaria con tres artículos excelsos, el 24: “Todos los habitantes de la República son enteramente libres”, que abolió la esclavitud con esas palabras magníficas; el 26: “La República no reconoce dignidades, honores especiales, ni privilegio alguno”, es decir, no sólo son los ciudadanos de la República enteramente libres, sino también enteramente iguales; y por último, el art. 28: “La Cámara no podrá atacar las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del pueblo.” No hay duda de que esos preceptos consagran de modo insuperable los derechos que conforman desde entonces el núcleo esencial, la columna vertebral de nuestra tradición republicana y constitucionalista.[9]
Por consiguiente, la Revolución no fue (y no es) en modo alguno un fin en sí mismo, sino el medio para conquistar la República independiente y democrática[10], y establecerla mediante una Constitución que proclamara y garantizara los derechos universales e inalienables de todos los ciudadanos.
Además, no debe olvidarse que esa importancia crucial de las ideas republicanas en la historia de Cuba, aparece magníficamente representada en sus símbolos y monumentos, señas de identidad de la libertad y la soberanía del pueblo cubano: La bandera tricolor (con los colores republicanos, rojo, azul y blanco, traducidos por Robespierre en su célebre tríada de Libertad, Igualdad y Fraternidad), presidida además por la estrella de cinco puntas, otro símbolo caro al republicanismo; el escudo de la República, coronado por un gorro frigio (el pileus), símbolo de la libertad republicana desde los tiempos de la República romana; el himno nacional, llamado originalmente la Bayamesa (por la Marsellesa) y cuyo primer verso recuerda tanto el del himno revolucionario francés: a las armas, ciudadanos; la Plaza de la Libertad (más conocida por el nombre de la época colonial), en Santiago de Cuba, donde se levanta un obelisco (con un gorro frigio en su cúspide), erigido en mayo de 1902, que en su base reza: Los veteranos de Oriente a la República de Cuba; la estatua de la República (con su gorro frigio) en el Capitolio de la Habana; y para concluir, merece recordarse la innumerable iconografía, la abundantísima literatura escrita y oral, y el casi incontable número de textos y documentos políticos que proclamaron el ideario republicano, que ha sido raíz y emblema de la libertad de los cubanos durante los dos últimos siglos.[11]
No se debe olvidar que, desde Guáimaro, todas las Constituciones cubanas, antes y después de la independencia, así como la Ley Fundamental de 1959 y las dos Constituciones socialistas (1976 y 2019)[12] han reiterado, con distintas formulaciones, que Cuba es una República de ciudadanos libres e iguales, con soberanía popular y derechos inalienables, con sufragio universal (masculino y, desde 1934, también femenino). La milenaria tradición republicana (muchas veces reducida a la distorsionada versión liberal), ha sido piedra sillar y clave de bóveda del pensamiento y las prácticas políticas y jurídicas en Cuba. El olvido o menosprecio de esa tradición, por razones confusas o espurias, ha sido quizás la mayor carencia, teórica y práctica, del Derecho y la política cubanas después de la Revolución. Corregir esa carencia, desde la investigación y también desde la praxis política cotidiana, convertir la política en res publica, en asunto de todos, rescatar la noción de ciudadano como identidad política de cada cubano y el Derecho como marco del ejercicio igual de la libertad y de la política, resulta hoy no sólo necesario, sino absolutamente impostergable para el presente y el futuro de Cuba como comunidad política organizada como república democrática y Estado de Derecho socialista, (artículo 1 de la Constitución).
Una de las consecuencias más graves de este olvido, como reconoció el propio Fidel ya en 1984, en un discurso ante la Asamblea Nacional, es la ausencia de una cultura de respeto a la Ley y a la Constitución.[13] Si se piensa en ello, quizás sea éste un problema mayor de la sociedad cubana. No es ocioso recordar que, para Martí, la pasión por el Derecho constituía una de las dos garantías de la libertad en una Cuba independiente, como afirmó en su célebre discurso Con todos y para el bien de todos, y contrariamente, los vicios heredados de la colonia (autoritarismo, servilismo, hábitos y métodos burocráticos, falta de interés por el bien público), constituían el mayor peligro para la República. No hay dudas de la completa actualidad de esta previsión martiana. En Cuba, lamentablemente, el Derecho es visto como un problema de abogados y jueces, no como la garantía y marco de la libertad y la igualdad republicana, y la misma República es sólo el nombre del Estado. Un refrán popular reza que “el que hizo la ley hizo la trampa”, lo cual no es más que una manera de expresar un lugar común en la historia que la aplicación de las leyes resulta, la mayoría de las veces, a favor de los poderosos y en detrimento de los más débiles. Sin embargo, vale recordar que la responsabilidad no es de la ley, sino de los hombres que la interpretan y aplican. En rigor, la ley y, en general, el propio Derecho, son, como ha sostenido sin descanso Luigi Ferrajoli, “el arma de los débiles”. Sólo a título de ejemplo, recordemos que todos los avances y progresos de la humanidad en los últimos dos siglos, han sido reclamados, conquistados y defendidos mediante Constituciones y leyes, desde la abolición de la esclavitud, la prohibición de la tortura y de su uso como prueba en juicios, el sufragio universal masculino y femenino, los derechos de los trabajadores, la seguridad social, los derechos de los niños, de los afrodescendientes, de las mujeres y de los pueblos indígenas, hasta el matrimonio igualitario, los derechos de la comunidad LGBTIQ, la protección de la naturaleza y la biodiversidad, el combate contra el cambio climático y los derechos de los animales. Construir, en el discurso y en la práctica, una cultura cívica y democrática, capaz de superar la pesada herencia autoritaria y burocrática de siglos, es, sin dudarlo, una tarea crucial en la Cuba de hoy.
Por consiguiente, resulta imperativo recuperar y desarrollar nuestra tradición republicana, repensar nuestras instituciones y prácticas políticas bajo su luz, y construir, sobre la base del diálogo, el debate y el consenso, sin exclusiones sectarias ni maniqueísmos dogmáticos, un proyecto político republicano, democrático y socialista capaz de superar, por un lado, la seducción de los dogmas liberales y neoliberales, disfrazados con el ropaje del sentido común y, por el otro, la tentación de mantener inalteradas los dogmas del socialismo real (estatismo, unidad entendida como unanimidad, desconfianza hacia el Derecho y los mecanismos de control del poder). De lo contrario, la República con todos y para el bien de todos, con igualdad y libertad plenas, y con exclusión absoluta de honores, dignidades especiales ni privilegio alguno, seguirá siendo, lamentable y tristemente, una utopía.
Notas:
[1] Fue ésta la razón del célebre debate en la Junta de Valladolid, donde Juan Ginés de Sepúlveda defendió la legitimidad de la conquista y la dominación sobre los pueblos americanos, y Bartolomé de las Casas lo negó de plano, puesto que los nativos americanos eran libres por naturaleza y dueños legítimos de sus propiedades, lo que le valió, como sabemos, el título de Defensor de los Indios y llevó a la adopción de diversas leyes que intentaron remediar los peores abusos de la conquista.
[2] Cfr. GAUTHIER, Florence: De Juan de Mariana a la Marianne de la República francesa o el escándalo del derecho de resistir a la opresión, Sin Permiso, No. 2, 2007, pp. 127-150.
[3] Cfr. DOMÈNECH, Antoni: La democracia republicana fraternal o el socialismo con gorro frigio, Ciencias Sociales, La Habana, 2018.
[4] Sin ir más lejos, el sufragio universal (primero masculino y luego también para las mujeres) fue, en toda Europa (salvo Francia), una conquista del movimiento obrero y socialista a partir del fin de la Primera Guerra Mundial y la desaparición de los Imperios alemán, austriaco, ruso y turco. El siglo XIX, bien llamado siglo del liberalismo, se caracterizó por el sufragio censitario y la feroz oposición a extender el sufragio a todos los hombres adultos y también a las mujeres. Tuvieron que llegar los diversos partidos socialistas al gobierno en distintos países para que se reconocieran los derechos políticos sin restricciones de clase ni género a todos los ciudadanos. Cfr. DOMÈNECH, Antoni: La democracia republicana fraternal y el socialismo con gorro frigio, Ciencias Sociales, La Habana, 2018.
[5] Recuérdese, por citar un ejemplo, que la URSS y otros cinco países socialistas se abstuvieron, junto a la Sudáfrica del apartheid y la teocrática Arabia Saudita, en la famosa sesión del 10 de diciembre de 1948 de la Asamblea General de la ONU que aprobó, por 48 votos a favor y ninguno en contra, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
[6] Cfr. SÁNCHEZ VÁZQUEZ, Adolfo: Después del derrumbe, estar o no a la izquierda, Casa de las Américas, No. 200, 1994.
[7] Cfr. PORTUONDO DEL PRADO, Fernando y PICHARDO VALLS, Hortensia: Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, T. I, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 174.
[8] Cfr. JIMÉNEZ PASTRANA, Juan: Ignacio Agramonte. Su pensamiento político y social, pp. 119-120.
[9] Reafirmada en cada Constitución cubana, las de la Guerra de Independencia y las posteriores, hasta nuestros días. A título de ejemplo, la igualdad republicana, consagrada en el art. 26 de la Constitución de Guáimaro, fue sucesivamente proclamada en el art. 11 de la Constitución de 1901 y en el art. 20 de la Constitución de 1940, con las palabras siguientes: “Todos los cubanos son iguales ante la ley. La República no reconoce fueros ni privilegios”. De igual modo, la prohibición de disminuir o restringir los derechos mediante leyes y el carácter no exhaustivo del catálogo de derechos reconocidos (art. 28 de la Constitución de Guáimaro), fue sucesivamente ratificado por las Constituciones de 1901 (arts. 36 y 37) y de 1940 (art. 40).
[10] Nadie lo ha expresado mejor que el Apóstol de la libertad de Cuba, José Martí, en su más famoso discurso, “Con todos y para el bien de todos”, pronunciado en el Liceo Cubano de Tampa, el 26 de noviembre de 1891, donde formuló la tremenda disyuntiva de los patriotas cubanos, que como dijo Cintio Vitier, debe siempre sopesarse palabra por palabra: “O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio integro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos”. Cfr. Martí, José: Obras Completas (27 t), T. 4, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963-65, pp. 268-269.
[11] Cfr. CAIRO BALLESTER, Ana: 20 de mayo ¿fecha gloriosa?, Ciencias Sociales, La Habana, 2019.
[12] En rigor, fue a partir de la reforma de 1992 que el artículo 1 de la Constitución cubana incorporó plenamente los contenidos republicanos, y lo hizo tomándolos casi íntegramente de la Constitución de 1940. La redacción original, vigente entre 1976 y 1992, sólo proclamaba que la República de Cuba era un Estado socialista de obreros y campesinos y demás trabajadores manuales e intelectuales. A partir de 1992, en cambio, el art. 1 definió a Cuba como un Estado socialista de trabajadores, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana, de manera muy semejante a lo dispuesto en el art. 1 de la Carta Magna de 1940.
[13] Como demostró el poco conocido “Estudio sobre los factores que más afectan el desarrollo de una cultura de respeto a la ley” de la Asamblea Nacional, de 1987, única investigación de alcance nacional sobre el tema realizada hasta hoy en el país. Cfr. AZCUY, Hugo: Revolución y derechos, Cuadernos de Nuestra América, Vol. XII, No. 23, enero-junio 1995, pp. 145-155. Una investigación similar, de alcance regional, desarrollada por la facultad de Derecho de la Universidad de Oriente, con el título “Sobre la conciencia jurídica de la juventud”, entre 1989 y 1992, arrojó resultados similares.
Walter Mondelo es jurista y profesor universitario cubano