El centenario de la Comuna de París, en mayo de 1971 en París, estuvo marcado por una gran marcha en la que la muy reciente energía de Mayo del 68 flotaba en el ambiente de la primavera parisina delante del cementerio del Père-Lachaise y el Muro de los Federados. Era la celebración de un evento […]
El centenario de la Comuna de París, en mayo de 1971 en París, estuvo marcado por una gran marcha en la que la muy reciente energía de Mayo del 68 flotaba en el ambiente de la primavera parisina delante del cementerio del Père-Lachaise y el Muro de los Federados. Era la celebración de un evento fundador pero que terminó en derrota. Si bien el recuerdo de la masacre de los Comuneros por los Versallescos y la burguesía parisina otorgaba a ese centenario toda su gravedad, estaba impregnado por la feliz esperanza de la juventud que salió a la calle aquel día.
El centenario de la Revolución Rusa se presenta de manera muy diferente. Sin embargo, Octubre de 1917, a diferencia de la Comuna de Paris, concluyó con una victoria; una victoria prolongada, de forma brillante, por la que se ganó contra el cerco contrarrevolucionario de todas las grandes potencias de la época. Pero, tras los destrozos del estalinismo, la implosión de la Unión Soviética se dio sin que este brutal colapso reavivara la memoria de Octubre. No está previsto ninguna movilización [conmemorativa], y actualmente, tras una década de crisis en la que se siente cada vez más la violencia de un capitalismo sin fronteras, empieza a pesar el espíritu de los tiempos. Se aprovecha el centenario para hacer propaganda sobre lo nocivo o inútil de esa revolución que terminó en dictadura, o dando a entender que desde su nacimiento fue el instrumento de esta última gracias al golpe de Estado.
En este escrito tomamos partido en defensa de la Revolución Rusa como un gran acontecimiento en la historia de la emancipación de los pueblos, un momento fuera de lo común en el que las clases dominantes perdieron el control que esperaban tener para los siglos futuros, y en el que las masas populares arrasaron con todo para tomar las riendas de su destino. Estamos convencidos de que la respuesta a la decisiva pregunta histórica y teórica sobre si había que tomar el poder en las condiciones precisas de Octubre de 1917 sigue siendo que sí. El impulso de la movilización antes, durante y después de Octubre de 1917, el entusiasmo que suscitó y la sacudida que provocó en el mundo entero muestran el alcance de esta revolución. «Concretamente, lo que podrá sacar a la luz los tesoros de las experiencias y las enseñanzas no será la apología ciega, sino la crítica penetrante y reflexiva». «Pues una revolución proletaria modelo en un país aislado, agotado por la guerra mundial, estrangulado por el imperialismo, traicionado por el proletariado internacional, sería un milagro. Lo que importa es distinguir, en la política de los bolcheviques, lo esencial de lo accesorio, lo substancial de lo fortuito», escribía Rosa Luxemburg en sus notas de prisión sobre la Revolución Rusa.
Frente a una burguesía rusa que, zigzagueante durante los diferentes estadios de la movilización revolucionaria, se batía para que continuara la guerra, para que el campesinado siguiera sin tierra y para que las duras condiciones de vida de los obreros no cambiaran en nada, los bolcheviques optaron por la organización independiente del movimiento en sóviets y acompañaron la profundización del movimiento señalando los objetivos que lo alejaban de toda conciliación hasta lograr derrocar al gobierno a través de la insurrección que daría «todo el poder a los sóviets». Pero lo que en el corto período que siguió a la revolución era (o podía parecer) accesorio se mostró después como algo fundamental; en cualquier caso, así lo presentaron no solo los adversarios de la revolución sino también sus principales actores, en los años 20.
El contexto explica algunos de los errores o desviaciones: una revolución proletaria en un océano campesino, una guerra civil de una crueldad descabellada, el agotamiento de las fuerzas productivas y de toda la sociedad, el aislamiento internacional, la historia del país y su carencia de tradiciones democráticas. Pero estas circunstancias no explican todo. Los bolcheviques -y, en su dirección, los más eminentes de entre ellos, Lenin y Trotsky- hicieron de tripas corazón y transformaron las medidas de excepción de la guerra en leyes y reglas de funcionamiento del Estado y de la sociedad. Se sofocó a la oposición y la vida democrática del país de forma progresiva y rápidamente (en apenas unos años). Por tanto, es necesario reevaluar la política impulsada en los primeros años de la Revolución por Lenin y Trotsky en este ámbito. Ya que este fue el caldo de cultivo en el que la contrarrevolución estalinista, una vez «congelada» la revolución (como decía Saint-Just de la francesa), pudo acabar con lo que aún quedaba de la herencia viva de Octubre.
A nuestro entender, este enfoque se inscribe de manera deliberada en la continuidad de las reflexiones críticas de Rosa Luxemburg desde los primeros meses que siguieron a la toma del poder (véanse sus Notas sobre la Revolución Rusa), de la defensa de Ernest Mandel de la «legitimidad de la Revolución Rusa» (Octubre de 1917: golpe de Estado o revolución social, http://www.vientosur.info/
Hoy en día nos parece importante sistematizar y dar forma a este balance crítico, más de lo que ya lo hicieron Mandel y Bensaïd. Aun así, el telón de fondo de esta reflexión sigue siendo el mismo: la Revolución Rusa es la primera revolución proletaria victoriosa de la historia. Lo que consiguió continúa siendo una inspiración viva; en este marco, la acción de las mujeres y los hombres que tuvieron esa audacia merece un examen crítico, por respeto a sus logros y por la voluntad de extraer las mejores lecciones posibles de ellas. Toda revolución tendrá que cargar con estas cuestiones, como ya perfila la fuerte sensibilidad democrática en todas las movilizaciones de cierto alcance.
Revolución e insurrección
¿Golpe de Estado? La insurrección fue a la vez la culminación de la revolución iniciada en febrero y el punto de partida de una nueva situación revolucionaria. ¡En cualquier caso, no fue un golpe de Estado! Preparada y debatida abiertamente, la insurrección fue el punto culminante de un proceso de radicalización de masas y de su representación en los sóviets que -a trompicones en función de los acontecimientos que sacudían Rusia- dio la mayoría a quienes defendían la toma del poder por los sóviets. La insurrección de Octubre no fue una operación tramada por círculos político-militares sin la intervención o a espaldas de las masas. Desde este punto de vista, la referencia a Blanqui no es más justa que la caracterización de «golpe de Estado».
Tuvo lugar con dificultades y sobresaltos, incluso en el seno del partido bolchevique. Pero cuando se reunieron las condiciones, a finales de septiembre, surgió un debate más avanzado.
Lenin, que ya había tenido que pelear duro para obtener un acuerdo sobre la perspectiva de la toma del poder, desconfiaba de las tergiversaciones que, a su parecer, no tenían otra función que la de retrasar los plazos. Así pues, preconiza ir rápido, y exige que se lancen los regimientos y batallones de la flota y las tropas de Finlandia, fieles a los bolcheviques, al asalto del Palacio de Invierno, para derrocar al gobierno provisional de Kerenski. Se dirige a la dirección del partido sin ambigüedad: «Los bolcheviques han de tomar el poder». Trotsky, que resistía a sus conminaciones cada vez más apremiantes, hace hincapié en la necesidad de que la insurrección, o sea la toma del poder, emane de la legalidad soviética. Vela porque el sóviet de Petrogrado -del que fue nombrado presidente- se dote de un Comité Militar Revolucionario (CMR) al que respondan los sóviets de soldados, los cuales representan un ejército en plena efervescencia revolucionaria. Y es el CMR el que organiza la insurrección en la noche del 25 al 26 de octubre (en nuestro calendario, es la que va del 6 al 7 de noviembre).
La divergencia entre Lenin y Trotsky remite a una cuestión más sustancial que el simple carácter «técnico» de la insurrección, sobre cuya necesidad estaban de acuerdo. Evidentemente, toda organización insurreccional exige preparativos militares específicos y secretos de orden conspirativo. Todo ello fue llevado a cabo con un perfecto dominio por el CMR dirigido por los bolcheviques, con Trotsky a la cabeza. Los centros neurálgicos del poder (correos, comunicaciones, cuarteles) fueron ocupados rápidamente por los batallones revolucionarios. Como sabemos, la toma del Palacio de Invierno, donde residía el gobierno provisional, fue un poco más lenta por una menor organización.
Este episodio, que es en cierto sentido el primero del nuevo poder, es bastante revelador de ciertos problemas que se agravarán más tarde con las terribles dificultades de la guerra civil.
Lenin ve los sóviets como una máquina de destrucción del zarismo, de su Estado, de todas sus instituciones, y como el instrumento de la movilización de las masas contra el zarismo y contra el gobierno provisional. Desde este punto de vista, los sóviets eran también un organismo de frente único para derrocar al poder establecido. De ahí las consignas de Lenin a favor de «todo el poder a los sóviets» y la presión para que mencheviques y socialrevolucionarios constituyesen un gobierno de ruptura con la burguesía, apoyado por los sóviets. En esta situación revolucionaria, anterior a la conquista del poder, con un partido bolchevique minoritario, la democracia soviética ocupaba un lugar importante, con sus distintos componentes (corrientes, partidos, sindicatos). Pero confrontado a los problemas tácticos y estratégicos de la toma del poder (¿quién toma el poder?), Lenin relega la auto-organización a un segundo plano, y no confía más que en la dirección militar bolchevique. No se concibe ya a los sóviets como el verdadero lugar del poder sino como el instrumento, o incluso como la «tapadera» del poder bolchevique.
Trotsky tiene otra manera de proceder. Su papel en la revolución de 1905, a la cabeza del sóviet de San Petersburgo, su imagen de defensor de la unidad en el movimiento revolucionario ruso, lo conducen a otorgar un lugar más central a la auto-organización popular; de ahí su insistencia en lo relativo a la toma del poder por el CMR. La fuerza de la dinámica soviética, pero sobre todo Trotsky y los principales dirigentes bolcheviques, obligaron a Lenin a pasar por el CMR y el sóviet para dirigir la insurrección. En el corazón mismo de la insurrección se expresa este crucial problema: ¿quién toma y quién tiene el poder? ¿Los sóviets o el partido? Es así como se plantea de entrada la cuestión de un cierto sustitucionismo (del Partido respecto a los órganos revolucionarios).
La paradoja de El Estado y la revolución
Unos meses antes de estas jornadas de Octubre, Lenin se ve empujado a la clandestinidad por la represión que sigue a las jornadas de julio. En su exilio forzado, vuelve a los textos de Marx y Engels, especialmente sobre la Comuna de París. En agosto de 1917 acaba El Estado y la revolución. Este texto capital es una carga contra el líder alemán de la social-democracia (Karl Kautsky) y sus seguidores en Alemania y en Rusia. Volviendo a los fundamentos, da con una fórmula a menudo sorprendente de la necesidad de destruir la vieja máquina burocrática y militar del Estado para construir un nuevo gobierno, una nueva administración y un nuevo ejército -cuyo objetivo es transformar de arriba abajo la sociedad y cuya función es perecer nada más creados-. Siguiendo y citando a Marx, Lenin ve en la Comuna «la forma política al fin encontrada» de esta empresa revolucionaria.
«La Comuna es la forma al fin encontrada, por la revolución proletaria, bajo la cual puede lograrse la emancipación económica del trabajo». (Lenin, O.E. pp. 169).
«La Comuna es el primer intento de la revolución proletaria de destruir la máquina estatal burguesa y la forma política, descubierta al fin, que puede y debe sustituir a lo destruido». (ibid).
Y Lenin concluye que «las revoluciones rusas de 1905 y de 1917 prosiguen, en otras circunstancias, bajo condiciones diferentes, la obra de la Comuna y confirman el genial análisis histórico de Marx». (ibid. pp 171).
La paradoja es que este texto, escrito tres meses antes de la toma del poder, si bien es muy eficaz para echar por tierra las pseudo-teorías marxistas ortodoxas de la época -que justificaban para los socialdemócratas alemanes o los mencheviques rusos la perspectiva de amoldarse al Estado burgués-, no dice nada sobre las cuestiones específicas de la democracia y de la representación política para un régimen de transición entre el capitalismo y el socialismo. Haciendo suya la profesión de fe de Engels en el Anti-Dühring («el gobierno de las personas deja lugar a la administración de las cosas y a la dirección de las operaciones de producción»), El Estado y la revolución arrasa con fuerza las antiguallas reformistas de adaptación a la sociedad burguesa y a su Estado represivo; sin embargo, no dice nada sobre el debate político propiamente dicho, o sobre el pluralismo de opiniones y de corrientes organizadas para defenderlas. En fin, no se aborda la política como tal, como si ella también tuviera que perecer después de la revolución.
Así pues, lo paradójico es que el aliento revolucionario auténtico que recorre este folleto parece al mismo tiempo desfasado respecto a la realidad de las intensas luchas políticas que tienen lugar entonces en Rusia (y en los partidos obreros mismos), y respecto a aquella que va a aparecer tras la toma del poder.
Pero lo que Lenin deja sin abordar relativo a la democracia socialista que ha de poner en la agenda la revolución, bajo circunstancias y decisiones extrañas. a la argumentación central de El Estado y la revolución, se va a ver cargado con otro contenido, realmente diferente.
Este callejón sin salida tiene un doble origen: la ausencia de tradiciones políticas democráticas, siquiera parlamentarias, en la vieja Rusia, combinada a la concepción dominante en la Segunda Internacional según la cual la socialdemocracia era la expresión orgánica de la clase obrera y del movimiento obrero, y en la que al movimiento sindical se le considera subordinado al partido. Las tendencias existían, pero en el seno de un solo y mismo partido: la socialdemocracia. En el movimiento obrero, el multipartidismo no formaba parte de la cultura de la época: una sola clase, un solo sindicato, un solo partido. Sin embargo, la lucha entre tendencias y fracciones eran extremadamente agudas, especialmente en Rusia, incluso en el partido bolchevique de marzo a octubre de 1917. Las cosas cambiarían progresivamente tras la conquista del poder.
El giro de los años 20 y la asfixia democrática
Tanto en la ciudad como en el campo, la economía estaba muy desorganizada, y la clase obrera terriblemente debilitada. El ejército se encontraba en gran parte descompuesto debido a la movilización de los soldados. La Administración, más que reticente hacia el poder de los sóviets, hacía todo lo que podía para no hacer nada. Rápidamente, la situación tomó un rumbo dramático.
La primera cuestión espinosa fue poner fin a la guerra sin entorpecer el desarrollo de la revolución, tan esperada en Alemania y en Europa. Al respecto, el partido bolchevique se vio desgarrado por fuertes discusiones, al igual que las demás corrientes presentes en los sóviets como los mencheviques, los socialrevolucionarios, los anarquistas. Este debate impidió terminar pronto [la guerra], como lo deseaba Lenin, que preconizaba con realismo aceptar las exigencias alemanas. Unos meses más tarde, el ejército alemán penetraba profundamente en territorio ruso. Y el tratado de Brest-Litovsk, firmado en marzo de 1918, ratificaba la amputación de un cuarto del territorio ruso y de su población, así como la pérdida del 70 % de los recursos agrícolas y de acero. Una verdadera sangría que, sin duda, la hubiera podido evitar o reducir una decisión más rápida. Pero tan pronto como fue firmado, el tratado provocó la salida de los mencheviques internacionalistas y de los SR de izquierda de los organismos soviéticos, para denunciarlo. Algunos sectores de los SR añadieron también la vuelta al terrorismo contra dirigentes bolcheviques (Volodarski fue asesinado en Petrogrado en junio de 1918).
Desde finales de 1917, una mayoría de la dirección había impuesto a Lenin (que no quería) la entrada de los llamados mencheviques internacionalistas y de los SR de izquierda (ambos en disidencia con la orientación conciliadora de su dirección) en las instancias del nuevo gobierno. Así pues, su presencia duró poco. Pero este clima que tanto nos cuesta imaginar ahora mismo, tiene bastante que ver con las propensiones monolíticas que se agudizarían más adelante. Las tergiversaciones y la inmadurez puestas de manifiesto en el debate en relación a la paz costarían muy caras al final. Y la inconstancia política de los mencheviques y de los SR de izquierda (los de derecha se fueron rápidamente a unirse a la contrarrevolución) tampoco ayudó a reducir la tentación de gobernar solos. Sobre todo teniendo en cuenta que la guerra civil y la intervención extranjera franco-británica comenzaron bastante rápido, en el otoño de 1918.
Las circunstancias jugaron su papel pero, durante todo este período, los bolcheviques no tuvieron una política orientada a la construcción de coaliciones que tradujeran las correlaciones de fuerzas políticas del país. Los bolcheviques eran mayoritarios en los sóviets de las principales ciudades. Lo que no era el caso en el campo, donde la tradición populista (narodniki) y los socialrevolucionarios eran ampliamente mayoritarios. Además, subsistían corrientes y sensibilidades de los partidos de la democracia revolucionaria, mencheviques, SR y anarquistas. La cuestión de las alianzas o de las coaliciones gubernamentales se planteó desde la toma del poder, a pesar de la desconfianza o la oposición de Lenin. Lenin y Trotsky nunca teorizaron el poder de un partido único… pero, una vez conquistado el poder, no tuvieron un enfoque unitario, como diríamos ahora. Al contrario, Lenin llegó a declarar en mayo de 1918: «Ahora que el poder ha sido conquistado, conservado, consolidado entre las manos de un solo partido, no toca compartirlo».
Por supuesto, había que combatir, reprimir y condenar a quienes tomaban las armas contra la revolución. ¿Pero al resto? Había que encontrar los medios y las mediaciones para que pudieran encontrar su lugar en el seno del poder soviético, en la medida en que se inscribían en el proyecto revolucionario. Este rechazo de una representación política pluralista no solamente aislará a los bolcheviques, sino que les conducirá a servirse cada vez más de métodos administrativos, represivos y, por último, del terror hacia otros partidos y corrientes políticas.
La guerra civil y la lucha encarnizada contra el ejército blanco y sus aliados extranjeros pusieron al país de rodillas. Durante el año 1920 se gana la prueba porque las fuerzas sociales que se enfrentan en este cruel combate disciernen perfectamente sus vínculos y sus intereses. Los campesinos no querían dar sus tierras a los grandes propietarios y los obreros se negaban a perder el control de su producción, a pesar de que tanto las tierras como la producción industrial estaban asfixiadas. En esta tormenta, los bolcheviques teorizarán una transición al socialismo identificada con el comunismo de guerra. La política, la economía y la sociedad debían estar centralizadas al máximo. Trotsky no dejó de preconizar por entonces la militarización del trabajo y de los sindicatos. Por fortuna, Lenin se negó a seguirle por ese camino.
Una vez ganada la guerra, se planteó la cuestión de la salida del comunismo de guerra (con las expropiaciones en el campo y las milicias en las fábricas para forzar la producción). Un año antes de la adopción de la Nueva Política Económica (NEP), Trotsky, de vuelta de sus concepciones ultra-centralistas, propuso realizar este giro. Confrontado a la resistencia de Lenin y de la mayoría de la dirección, tuvo que esperar hasta marzo de 1921 para que los problemas se agravaran, planteándose todos al mismo tiempo. Las revueltas en el campo eran numerosas (dirigidas a veces por anarquistas como Makhno en Ucrania), y la atmósfera apenas era mejor en las fábricas, donde los sóviets sobrevivían en el papel. La revuelta de los marinos de Cronstadt vino a completar un cuadro catastrófico. «El relámpago ha iluminado la realidad más vivazmente que todo lo demás», dice Lenin en el X Congreso bolchevique que tiene lugar en ese mismo momento.
La conclusión que se sacará de ello no deja de plantear serias interrogaciones.
La NEP estaba absolutamente justificada por la necesidad de relanzar la industria -incluso con inversiones extranjeras-, así como la producción agrícola dando el control de ella a un campesinado que pagase impuestos. Pero la mejor protección contra las posteriores derivas de la NEP (el enriquecimiento rápido de ciertos koulaks, campesinos medios y comerciantes) residía sin duda en un régimen reactivado de apertura política, paralela a la apertura económica. Una NEP política para todos los partidarios de la revolución, tras la victoria sobre la contrarrevolución interna y externa. Ello habría estimulado el renacimiento de la vida política, soviética, sindical y asociativa, que habría visto en el resurgimiento de sus derechos una motivación para acompañar la reactivación de la economía y del país.
Pero lo que se puso en marcha fue todo lo contrario. En primer lugar, por la terrible represión contra los marineros y los obreros de Cronstadt. Fuesen los que fuesen los peligros que estos últimos hacían correr a la revolución al sublevarse, la violencia de esta represión no tiene justificación. En segundo lugar, por un proceso de represión molecular que se extiendieron por todo el país, como señala Boris Souvarine. Y por último, por las decisiones del X Congreso bolchevique, que asfixiarían el debate político en el partido y en el país. La prohibición de tendencias y fracciones en el seno del partido, ya transformado en comunista, respondía sin lugar a dudas al temor de un desgarro o de una explosión tras las crisis que lo habían atravesado. El remedio fue, evidentemente, peor que la enfermedad. Además, ratificó -fuera del partido y para toda la sociedad- el monolitismo de un partido único que conllevaban tales medidas disciplinarias.
A finales de la década de los 20, cuando Stalin y la burocracia germinada a partir de estas reglas sangraron al partido, no les será difícil encontrar justificaciones leninistas, que Lenin puso en tela de juicio al final de su vida y que Trotsky comenzó a denunciar demasiado tarde.
Este balance crítico en el terreno de las libertades políticas no estaría completo sin considerar la cuestión del terror y de su instrumento, la Checa. Todas las revoluciones han tenido que hacer frente a proyectos contrarrevolucionarios que utilizan todos los medios violentos a su alcance. A los que hay que responder. En su Historia socialista de la Revolución Francesa, Jean Jaurès describía las cosas así: «Cuando un país lucha al mismo tiempo contra las facciones interiores y contra el mundo, cuando la más mínima duda o el mínimo error pueden comprometer, quizá por siglos, el destino del nuevo orden, aquellos que dirigen esta empresa inmensa no tienen tiempo de incorporar a los disidentes, de convencer a sus adversarios. No pueden dejar demasiado lugar al espíritu del debate o al espíritu de la artimaña. Tienen que abatir, que actuar y, para guardar intacta su fuerza de acción, para no disiparla, preguntar a la muerte que establezca a su alrededor la unanimidad inmediata que necesitan».
El problema es entonces el de distinguir entre las medidas de excepción que por desgracia son necesarias y la utilización de dichas medidas como medio perenne de gobierno. Ahora bien, Lenin no tarda en exclamar, en enero de 1918: «¡Mientras no empleemos el terror contra los especuladores fusilándolos de inmediato, nada cambiará!». Declaración intempestiva que conducirá al SR de izquierda Isaac Steinberg a preguntar inocentemente por qué se le había nombrado Comisario del pueblo para la Justicia. Las derivas fueron, en efecto, numerosas para estos chequistas vestidos de cuero que se creían la punta de lanza de la revolución (revolución en la que no todos habían participado). Un dirigente bolchevique de la Checa, Latsis, escribirá con frialdad en una orden de misión: «La cuestión que está al orden del día es la de saber a qué clase social pertenecen, su extracción, su instrucción, su profesión. Su destino se decido en función de eso».
En su momento, el uso del terror fue justificado tanto en términos de principio («instrumento de la dictadura del proletariado») como en términos de reacción circunstancial («en la guerra como en la guerra»). La verdad obliga a decir que las protestas contra este estado de cosas, y hubo muchas, fueron apartadas de un manotazo como si fueran escrúpulos pequeñoburgueses. En un clima en el que se despreciaba el pluralismo con sarcasmos en nombre de la lucha de clases, estas derivas no dejaron de corromper profundamente los ideales de la revolución, y sobre todo a los autores de dichas conductas. Después, se les podrá reclutar más fácilmente en las tropas de choque del estalinismo.
Creyendo, probablemente de manera sincera, que todo ello era necesario dadas las duras circunstancias, los dirigentes bolcheviques no volvieron a abordar de forma explícita lo ocurrido, lo cual nos deja una herencia que hoy preferiríamos no tener. Lenin no hizo balance crítico hasta poco antes de su muerte. Trotsky esperará mucho tiempo. Es cierto que las plataformas de la Oposición reclamaban la restauración de la libertad de discusión en el partido, pero no se pronunciaban en lo relativo a la libertad de las demás corrientes.
En 1936, en La revolución traicionada, Trotsky escribe a propósito de las medidas del X Congreso de 1921, quince años antes: «La prohibición de los partidos de oposición produjo la de las fracciones; la prohibición de las fracciones llevó a prohibir el pensar de otra manera que el jefe infalible. El monolitismo policíaco del partido tuvo por consecuencia la impunidad burocrática que, a su vez, se transformó en la causa de todas las variantes de la desmoralización y de la corrupción». (pp.75)
En 1938, en el Programa de transición, decía: «Es imposible una democratización de los sóviets sin legalización de los partidos soviéticos. Los obreros y campesinos deben indicar mediante su voto qué partidos reconocen como soviéticos.».(Edit. Traficantes de sueños, Madrid, pp.66)Lo cual supone de manera implícita el derecho de existencia, de reunión y de expresión para las organizaciones y las corrientes políticas que deseen presentarse a elecciones. Y la organización de elecciones libres. Si hubiera sido así en la Unión Soviética de Lenin y de Trotsky en los años 20, justo después de la victoria sobre los Blancos, no cabe duda de que habría habido mencheviques, socialrevolucionarios, anarquistas y quizás otras fuerzas representadas.
Podemos añadir que hoy sabemos mejor que antes, que los votos populares pueden ir a corrientes que no se identifican con el socialismo, o para los cuales la palabra no es más que una tapadera que esconde otras baratijas. Este tipo de problema ya surgió durante las elecciones a la Asamblea Constituyente Rusa, a finales de 1917. Vale la pena volver a abordarlo.
La Constituyente, las elecciones y la democracia socialista
Contra las acusaciones de «putschismo» o de «blanquismo» que florecían ya contra los bolcheviques, Lenin exclamaba en mayo de 1917: «No queremos hacernos con el poder, pues toda la experiencia de las revoluciones nos enseña que sólo está sólidamente establecido un poder que se apoye en la mayoría de la población». En efecto, esta mayoría, en la clase obrera y el campesinado pero también en una parte de la pequeña burguesía urbana, se ganó con el paso de los meses. Se manifiesta con resplandor en septiembre de 1917, cuando la mayor parte de los sóviets de las principales ciudades de Rusia bascula a favor de los bolcheviques. Es entonces cuando la cuestión de la toma del poder se plantea y se debate abiertamente.
Pero, a principios de febrero de 1917, la lucha contra la autocracia zarista había tomado el estandarte de la convocatoria de una Asamblea Constituyente, que era aún más imperiosa tras la abdicación de Nicolas Romanoff y la sucesión de gobiernos provisionales hasta el último, presidido por Kerenski. Además, sus dudas e indecisiones se refugiaban de manera regular tras el futuro dominado por la llegada de la Constituyente. Las elecciones que tenían que conducir a ella fueron retrasadas una y otra vez debido a distintos acontecimientos. Y en un país como Rusia, cuya extensión es la de un continente, en plena guerra mundial, la organización del escrutinio tomó meses. Pero esta asamblea fue elegida finalmente y reflejó más la situación de febrero-marzo que la de septiembre-octubre de 1917. «Este estado de cosas permite comprender hasta qué punto la Constituyente se ha quedado rezagada respecto al desarrollo de la lucha política y de los cambios conseguidos en la correlación de fuerzas entre los distintos partidos», comenta Trotsky en ese momento, defendiendo pues la decisión tomada de disolverla.
Merece la pena mencionar la composición de la asamblea elegida. Los bolcheviques representan más o menos un cuarto, los mencheviques casi nada (un 3 %), la derecha (kadetes) un 10 %, los partidos nacionales y musulmanes un 22 %; al final, la fracción más grande es la de los SR (tomando en cuenta en la misma lista a los de derecha y a los de izquierda), con un 41 %. Una eventual alianza, realizada tras un nuevo escrutinio, entre bolcheviques, mencheviques internacionalistas y SR de izquierda (esto es, favorables a la revolución), así como al menos una parte de las corrientes «nacionales y musulmanas», no parece ser una apuesta insensata.
Muchos testimonios de la época, incluso de la parte de adversarios de la revolución, dan fe de que la disolución de la Constituyente no provocó una gran perturbación. Pero el problema no es ese. Las descripciones efectuadas del desajuste entre la situación rusa y el resultado de estas elecciones prolongadas no son cuestionables. Lo que sí lo es, es la ausencia de alternativa presentada por los dirigentes revolucionarios frente a este callejón sin salida democrático, cuando ellos mismos habían defendido con entusiasmo esta perspectiva durante largo tiempo.
Todo ocurre como si a partir de entonces juzgaran, tras la insurrección victoriosa y la toma del poder, como superflua toda manifestación electoral general distinta de la renovación periódica de la representación en los distintos sóviets. En cierto modo, esta Constituyente se reveló finalmente como caduca desde su formación, pero el proceso que la defendió y defendió la Revolución durante largos meses, proceso de una vibrante aspiración democrática, hacía necesaria una respuesta institucional, paralela a la representación soviética y no contra ella. El nuevo poder no lo quiso y, rápidamente, dejó esta cuestión en el olvido.
Por el contrario, Rosa Luxemburg, en sus Notas sobre la Revolución Rusa, aborda la cuestión de manera más práctica: «Si la Asamblea Constituyente ya estaba elegida mucho antes del punto crítico, de la rebelión de octubre, y en su composición reflejaba la imagen de un pasado superado y no de la nueva situación, la conclusión evidente era liquidar esa asamblea caduca, no nata, y convocar sin tardanza nuevas elecciones para la Constituyente. Los bolcheviques no querían y no debían encomendar el futuro de la revolución a una asamblea que reflejaba la Rusia de ayer, el periodo de las debilidades y de la coalición con la burguesía; perfecto, lo único que había que hacer era convocar de inmediato otra asamblea que representase a la Rusia más avanzada y renovada.
«En lugar de llegar a esta conclusión, Trotski se centra en las deficiencias específicas de la Asamblea Constituyente reunida en octubre y llega a generalizar acerca de la inutilidad de toda representación popular surgida del sufragio universal durante el período de la revolución.
«¿Qué quedaría, en realidad, si todo esto desapareciese? Lenin y Trotski han sustituido las instituciones representativas, surgidas del sufragio popular universal, por los soviets, como única representación auténtica de las masas trabajadoras. Pero al sofocarse la vida política en todo el país, también la vida en los soviets tiene que resultar paralizada.
«Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y de reunión y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda institución pública, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo.Es ésta una ley suprema y objetiva, a la que no puede sustraerse ningún partido. La vida pública se adormece poco a poco. El error básico de la teoría de Lenin y Trotski es que, exactamente igual que Kautsky, contraponen la dictadura a la democracia. «Dictadura o democracia», es como plantean la cuestión tanto los bolcheviques como Kautsky; el último se pronuncia lógicamente por la democracia y, concretamente, por la democracia burguesa, a la que considera como una opción frente a la revolución socialista; Lenin y Trotski se pronuncian, en cambio, por la dictadura en oposición a la democracia, es decir, por la dictadura de un puñado de personas, por la dictadura según el modelo burgués. Son dos polos opuestos, equidistantes de la verdadera política socialista.».
La opinión de Rosa Luxemburg es ilustradora. Pero sería presuntuoso decir hoy en día que hacía falta nuevas elecciones para la Constituyente. Su disolución forzada en marzo de 1918 precede, por pocos meses, al inicio de la guerra civil y de la coalición extranjera que intentaría ahogar la Revolución. Pero después de la victoria, en 1920, la reanimación de la vida democrática era de nuevo una necesidad tan abrasadora como la de relanzar la economía. Ello pasaba, como hemos dicho anteriormente, por el reimpulso de los sóviets exangües a través de una transfusión masiva de libertades recuperadas en su interior, pero también por la reconstrucción de un debate democrático nacional que condujera a elecciones y a un organismo capaz de convertirse en el lugar de debate y de toma de decisiones sobre las opciones políticas globales que afectaban a todo el país. Así pues, no adoptar esta vía costó mucho más caro que los riesgos que se hubieran corrido tomándola.
El poder: ¿tomarlo?, ¿conservarlo?, ¿siempre?
El mayor de los riesgos es, efectivamente, el de perder el poder. En nombre de este riesgo y de manera explícita, la deriva condujo una dictadura (en principio del proletariado) que, sin duda, era inevitable durante la guerra civil, hacia una dictadura del partido, a pesar de que este se encontraba en gran medida limitado respecto a sus propias tradiciones. Este riesgo era evidente durante toda la guerra civil, pero lo que estaba en juego entonces era muy claro. Por supuesto, si la guerra se ganó tras dos años de combates encarnizados, es gracias a la movilización de todo el país detrás de los sóviets y de su Ejército Rojo. Pero esta movilización fue el resultado de los desafíos sociales que prolongaban aquellos que estaban en juego en la propia revolución.
Antes de Octubre, la alternativa no estaba entre la toma del poder por los sóviets o una democracia parlamentaria más o menos estabilizada. Se resumía a la disyuntiva entre la revolución hasta el final o el retorno hacia una autocracia reinstalada por los complotistas de la reacción. Durante la guerra entre el ejército blanco y rojo, el primero fue rechazado y vencido porque, en las zonas que controlaron temporalmente, no hacían más que reinstaurar la supremacía de los grandes propietarios y de los capitalistas, esto es, la deshonrosa autocracia, ya sin zar.
Esta componente social -que se tiende a relativizar demasiado en todos los debates sobre la política propiamente dicha- habría seguido siendo determinante más adelante si la apertura política hubiera acompañado a las reformas económicas. Probablemente, habría existido el riesgo de que las elecciones nacionales vieran retroceder a los bolcheviques o, incluso, que fueran minoritarios. Un siglo después, la cuestión es: ¿se puede dudar de que esta eventualidad era menos peligrosa que la catástrofe histórica que fue la degeneración de la Unión Soviética? Desde luego, las masas rusas estaban agotadas y hartas de la guerra; aspiraban a un cambio rápido de sus condiciones de vida. Pero es improbable que hubieran optado entonces por votar a fuerzas que amenazaban con restituir a aquellos que la revolución había derrotado y que la guerra había vencido. Y aún si hubiera sido así, la lucha habría renacido rápidamente para defender por todos los medios las conquistas de la revolución, y habría encontrado su traducción política en las siguientes elecciones, renovando la confianza hacia los responsables del cambio social iniciado en 1917 por la revolución y los sóviets.
«Pero la minoría, el Partido, no puede implantar el socialismo. Podrán implantarlo decenas de millones de seres cuando aprendan a hacerlo ellos mismos», decía Lenin en el IV Congreso Panruso de los Sóviets. En evidente contradicción con esta profesión de fe, las decisiones de los primeros años impidieron la representación de las correlaciones reales de fuerzas políticas, así como el reparto del poder en el seno de los sóviets.
Se puede comprender que estas opciones parezcan hoy en día mucho más claras que en el espeso humo de las batallas de entonces. Los revolucionarios de Octubre no eran, desde luego, conscientes de las consecuencias de sus decisiones, obligados y limitados como estaban por las circunstancias dramáticas de los años 20. Las consecuencias, sin embargo, se manifestaron de forma clara y bastante rápida. Sin embargo, durante la década de los 20, hasta los terribles años 30, aun era posible un cambio de tendencia; es más, se debatió su posibilidad en el seno del partido bolchevique, en lo que quedaba de los demás partidos y en toda la sociedad.
Continuidad, discontinuidad, ruptura
No hay comparación entre la represión de los años 1918-1924 y la degeneración estalinista; no solamente en términos cuantitativos sino también en lo que respecta a sus mecanismos más profundos. La represión bolchevique se inscribía en la situación de excepción del choque violento de la guerra civil. La simultaneidad del XI Congreso y de Cronstadt marca un cambio que va favorecer, sin lugar a dudas, la degeneración estalinista. Pero la situación no se había estabilizado aún. La lucha entre fracciones y los debates en el partido dan cuenta de una situación que aún podía evolucionar. Es verdad que hay elementos de continuidad entre la época leninista y la reacción estalinista, pero las discontinuidades y las rupturas son aún más importantes. A finales de la década de los 20, y con la colectivización forzosa de 1928, se produce una ruptura histórica, primero con la derrota de todas las oposiciones, y más adelante con la normalización del partido bolchevique, la difusión de un poder totalitario de represión política y social en toda la sociedad rusa, las deportaciones, las liquidaciones masivas.
La política estalinista no se inscribió en la dinámica revolucionaria, sino en la defensa de los intereses particulares del centro estalinista y de la burocracia, con sus privilegios, que fue la base del poder personal de Stalin. Es también una política reaccionaria a nivel internacional. El poder establecido no defendía ya los mismos intereses. El poder de la burocracia sustituye al de los obreros y campesinos, representado todavía en los sóviets y en el partido de principios de los años 20. Es en el seno mismo de la revolución donde se desarrolla la contrarrevolución estalinista. Esta no es el resultado de lo anterior, a pesar de que haya habido graves errores durante el período leninista; es una contrarrevolución violenta contra la propia base política del proceso revolucionario, que finalmente pudo usurpar el poder.
La combinación fatal entre asfixia democrática, hartazgo social, cristalización burocrática y, sobre todo, la purga brutal a gran escala con una tremenda represión, hizo que la continuidad revolucionaria de Octubre saltara en pedazos. Y ahora que está rota, es necesario analizar claramente lo que pasó, para que el transcurso de los acontecimientos pueda ser distinto en el futuro, cuando la revolución se ponga a escribirlo de nuevo.
* Publicado en el N° 34 de la revista ContreTemps, Francia.