1. Propósito: El imperio contraataca En un trabajo anterior, he recorrido el pasado y presente de la tradición de pensamiento modernista[1]. Dicha tradición había logrado desbancar con éxito, al menos, de los espacios académicos, toda forma de fundamentación seria del nacionalismo étnico o, para ser más precisos, del principio de las nacionalidades[2]. Pero no por […]
1. Propósito: El imperio contraataca
En un trabajo anterior, he recorrido el pasado y presente de la tradición de pensamiento modernista[1]. Dicha tradición había logrado desbancar con éxito, al menos, de los espacios académicos, toda forma de fundamentación seria del nacionalismo étnico o, para ser más precisos, del principio de las nacionalidades[2].
Pero no por mucho tiempo. Muy pronto, intelectuales orgánicos de ciertos Estados centrales o asociados a ellos -Inglaterra e Israel, para ser más precisos- contraatacaron, y han reinstalado el tema de las nacionalidades como un problema de discusión candente.
Por eso mismo, vale la pena reflexionar sobre algunas de estas obras, para percibir las falencias inherentes a sus argumentos. Pues, en el campo de las ideas al menos, no gana el más fuerte, ni el mejor financiado, sino el que se mantiene consecuente y logra la congruencia de su pensamiento. No nos importará, entonces, señalar la procedencia política de estos trabajos, sino la coherencia de las ideas que pregonan.
2. De la raza a la etnia, y de la etnia a la cultura:
(O, acerca de los viejos y nuevos fundamentos para legitimar
la inmutabilidad de la naturaleza humana)
Hacia mediados del siglo XX, la creciente convergencia del principio de las nacionalidades con las concepciones racistas, y de éstas con argumentos sustentados por cierto biologicismo -en pocas palabras, la idea de la raza aria como una raza genéticamente superior-, derivó en el más absoluto descrédito, luego de la derrota del nazismo -que hiciera de estos argumentos doctrina oficial- y de la exposición pública de sus crímenes.
Pero, por si fuera poco, a la derrota militar y cultural de un régimen amparado expresamente en el determinismo biológico, se fueron uniendo los adelantos en el conocimiento de la ingeniería genética, la fertilización, etc., que muy pronto derribaron por completo la imagen pública de la biología como un campo ajeno al diseño humano. Hoy, nos recuerda Zygmunt Bauman, «la biología ya no se opone a la cultura como sinónimo de la capacidad del hombre para suplantar a la naturaleza y doblegarla, mediante órdenes, a su voluntad y deseo»[3]
La caída en desgracia del argumento racial era también la del más importante fundamento objetivo para la constitución de identidades culturales. Por ello, muchos autores -entre ellos los que hemos de discutir- han buscado plantear continuidades subterráneas en conceptos como el de etnia, que si antes dependía del de raza, ocupaba ahora el puesto que éste dejaba vacante, como imagen de la inmutabilidad fatalmente diversa de la naturaleza humana.
Pero los nacionalistas no estaban de suerte. Y es que, en los últimos años, una feroz autocrítica al interior de la antropología ponía en tela de juicio al propio concepto de etnia, esencialmente visto como un producto y hasta un instrumento del afán taxonomista del pensamiento y la política coloniales. La clasificación era el primer paso en el camino hacia la subordinación política, a la que muchas veces la Antropología fue directamente funcional. Según Amselle, en la generalización de términos como «etnia» y «tribu», así como en el rechazo de la historicidad, había un interés político directo del poder metropolitano:
«Era conveniente definir a las sociedades amerindias, africanas y asiáticas como otras y diferentes de las nuestras, quitándoles todo aquello que les permitía participar de una humanidad común. Esa cualidad que les volvía diferentes e inferiores a nuestras propias sociedades es evidentemente la historicidad. Distinguir rebajando [al par etnia-tribu con respecto al binomio Estado-nación] era la preocupación del pensamiento colonial y, así como era necesario «encontrar al jefe», también había que encontrar, en el seno del magma de poblaciones residentes en los países conquistados, entidades específicas»[4]
El avance al parecer imparable de la historicidad y el relativismo había puesto al nacionalismo tradicional en crisis, pues ya no había nada ajeno a la voluntad humana. Pero la novedad de los tiempos recientes estriba en la posibilidad de pensar a la cultura misma y a la subjetividad como un refugio apropiado. Paradójicamente, en un marco general de relativismo extremo, nos encontramos con que se mantiene firme la pretensión de construir, esta vez en el imaginario, entidades o grupos cuyo fundamento es la mera creencia, incluso de tipo mítico, en un origen común. Señala Connor, no sin cierto cinismo:
«Los mitos varían enormemente en cuanto a su concordancia con la realidad. Ahora bien, sean cuales fueren sus fundamentos reales, los mitos engendran su propia realidad, ya que por lo general lo que más relevancia tiene no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real[5]«
De nuevo, es impecable la claridad de Bauman sobre el objetivo del proceso intelectual que estamos describiendo:
«Argumentos que desean ser tan firmes y sólidos como los que, una vez, se anclaron en la imagen del suelo y la sangre, ahora debe vestirse con los ropajes de la retórica sobre la cultura humana y sus valores. Es la cultura en sí y no una colección heredada de genes lo que estas ideologías representan como algo inmutable, como una entidad única que debe ser preservada intacta, y como una realidad que no puede ser modificada en forma significativa por ningún método de origen cultural»[6]
El más radical de los «revisionistas» -como ha decidido llamarse el grupo antimodernista- es Adrian Hastings[7]. Aunque comparte con sus colegas la centralidad de la transición de la etnia a la nación, Hastings es especialmente duro y poco concesivo con los modernistas. Para él, como para los primeros románticos, las naciones son premodernas, y el nacionalismo, meramente la toma de conciencia, por parte de sus miembros, respecto de su pertenencia a las mismas.
El modelo de Hastings parte de la existencia de grupos humanos que se unifican en torno a una cultura oral básica compartida -las etnias– y concluye cuando esos grupos llegan a poseer una cultura letrada, y la conciencia de sí mismos que, por alguna razón, los impulsa a buscar la autodeterminación política -las naciones-. La transición entre etnia y nación está signada, para Hastings, por la producción de literatura en lengua vernácula impresa[8]. Aquí entra en juego la religión: la nación no es imaginada meramente a partir de los elementos en común aportados por la etnia -que Hastings se resiste a ver como meramente subjetivos[9]– sino a partir del modelo literario aportado… por el Israel bíblico. Pero aún hay más: para Hastings, es la Inglaterra alto medieval, aquella del siglo X, -¿cuál si no? A veces sorprende lo que Cambridge financia…- el prototipo de todas y cada una de las naciones modernas[10].
Tanto Smith como Connor, en cambio, se muestran más precavidos: en seguida reniegan de las definiciones objetivas, primordiales[11]. Al mismo tiempo aclaran que la transición definitiva de la etnia a la nación sólo puede darse por concluida en la modernidad, cuado aparecen una cultura pública de masas, una economia unificada, etc.[12].
No obstante, como para Hastings, todo el problema se reduce finalmente a la inevitable transición de una etnia a una nación, transición que a veces deriva en una completa tautología. Pues, en definitiva, las naciones actuales descienden de identidades premodernas con un color étnico determinado, vínculos y sentimientos impermeables al tiempo. Pero, ora adquieren conciencia de tales vínculos en un momento dado -como piensan Hastings y Connor-, ora dependen de condiciones sociales que vienen a refrendar su preexistencia -como sostiene Smith[13]-. En ambos casos, su visibilidad depende de que se revelen como tales, y se revelan como tales porque poseen una cultura común y una identidad étnica originarias.
3. ¿Tiene entidad el planteo revisionista?
La respuesta, a todas luces, es negativa. El intento de revivir el principio de las nacionalidades a partir de la moderna teoría del discurso y de las posturas relativistas cae inevitablemente, por su propio peso, en aporía. Ya hemos mencionado la tautología inherente a la transición entre etnia y nación, donde cada una se define en relación a la otra, y en la cual la primera viene a jugar el papel de una suerte de naturaleza «rebajada» -piénsese en el trabajo de Amselle- de la cual la segunda deriva de manera casi automática.
Por otra parte, creemos que la concepción revisionista, independientemente de sus a veces grotescas variantes, cae globalmente en el anacronismo de transferir al pasado la ficción de una identidad política estatal de tipo moderno, cuando en realidad en dicho pasado sólo hallamos colectivos culturales e identidades que no derivaban de sí imperativos políticos de tal alcance.
En pocas palabras, estos argumentos, por novedosos que parezcan, no pueden dar cuenta de un pasado y un presente cuyo carácter multicultural cada vez nos es más claro. Si esto es lo mejor que tienen para oponer al avance ineluctable del reconocimiento del carácter construido de toda obra humana, nada debemos temer.
Elijo cerrar tanto este acápite, como este trabajo y la serie que compone, con la (tal vez demasiado) esperanzadora referencia de Hobsbawm:
«Dijo Hegel que la lechuza de Minerva que lleva la sabiduría levanta el vuelo en el crepúsculo. Es una buena señal que en estos momentos esté volando en círculos alrededor de las naciones y el nacionalismo»[14]
Ezequiel Meler, [email protected]
[1] Véase Meler, Ezequiel: «Itinerario de un problema: la cuestión nacional en la actualidad», en www.rebelion.org.
[2] Recordemos que, según el principio de las nacionalidades, toda nación «auténtica» era la realización de esencias o naturalezas humanas de entidad previa, que debían por derecho y necesidad alcanzar la unidad en el marco de un Estado.
[3] Bauman: «Racismo, antirracismo y progreso moral», en Gurevich y Escudé (editores): El genocidio ante la historia y la naturaleza humana, Buenos Aires, Grupo Editor latinoamericano, 1994.
[4] Amselle y Bokolo: «En el corazón de la etnia«, Buenos Aires, OPFyL, UBA, 1995, p. 9.
[5] Connor: Etnonacionalismo, Madrid, Trama, 1998, p. 135.
[6] Bauman: «Racismo…, pp. 67 y ss.
[7] Hastings: La construcción de las nacionalidades. Etnicidad, religión y nacionalismo, Madrid, Cambridge University Press, 2000.
[8] Curiosamente, este modelo es el mismo que utiliza el autor modernista Benedict Anderson: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993. Una prueba más de las afinidades entre los nuevos nacionalistas y el relativismo cultural.
[9] «Nunca podría ser cuestión de imaginación si base, sino de un aumento de la conciencia de que existen ciertas características comunes de importancia, y una preocupación por ellas», Ibídem, p. 37.
[10] «Inglaterra ya presenta el prototipo de nación y de nación–estado en el sentido más pleno. Su evolución nacional precede a todas las demás, tanto en la fecha en la que se puede detectar con claridad como en la perfección que alcanzó siglos antes del XVIII. De hecho, hace más que manifestar la naturaleza de una nación: la establece. Mi propuesta es que buena parte de esto se podía detectar ya en tiempos de los sajones, hacia el siglo X», Ibídem, pp. 15-16. Al respecto, Eric Hobsbawm ha cuestionado, en general, tanto la existencia de lenguas de dimensión «nacional» con anterioridad al establecimiento del sistema escolar estatal, como la relación directa entre lengua impresa e imaginario, por considerar que expulsan de la explicación los elementos relativos al diseño político e ideológico y a la dependencia que tales lenguas poseen con relación al Estado. Véase Hobsbawm: Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 60 y ss.; 120 y ss.
[11] Smith: La identidad nacional, Madrid, Trama, 1997, p. 26; Connor: Etnonacionalismo…, pp. 185-190.
[12] Connor: Etnonacionalismo…, pp. 199-200 y 211; Smith: La identidad… p. 13 y 39.
[13] Smith: La identidad…, p. 36.
[14] Hobsbawm: Naciones…, p. 202.