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¿Nueva Derecha? O la reinvención del populismo frente al vacío de la izquierda

Fuentes: Archipiélago

Nuestra historia podría empezar quizá con una narración casi epopéyica sobre un vasto movimiento de tierras que amenaza con remover la historia. La emergencia de un nuevo movimiento político del que apenas podemos describir la fórmula: una combinación de innovación y conservadurismo, de agresividad rupturista y apelación a valores de rancio olor caduco. Este movimiento, […]

Nuestra historia podría empezar quizá con una narración casi epopéyica sobre un vasto movimiento de tierras que amenaza con remover la historia. La emergencia de un nuevo movimiento político del que apenas podemos describir la fórmula: una combinación de innovación y conservadurismo, de agresividad rupturista y apelación a valores de rancio olor caduco. Este movimiento, que aspira a constituirse en un polo hegemónico de la política de nuestro tiempo, puede ser nombrado por convención –y sólo por esto- como «ND» (a partir de ahora, ND), designando así un conglomerado histórico que inaugurara quizá el reaganismo en Estados Unidos y el thatcherismo en Europa, pero que sin duda tiene prolongaciones tan diversas y complejas como las que corresponden a los movimientos sísmicos que mueven las placas tectónicas.

El argumento –tan previsible como eficaz- que normalmente se vierte para explicar el irresistible ascenso de la derecha renovada es que su poder se debe menos a la instauración de una máquina demoledora de toda resistencia como, en primera instancia, a su capacidad para generar adhesiones y producir medios de subjetivación que hacen de la ND algo «más popular» que la izquierda. Por eso es mucho más conveniente hablar del ascenso de una nueva hegemonía, en términos de Gramsci (constelación de poderes y de ideas capaz de presentarse como interés general), e intentar comprender la química de este nuevo bloque de alianzas, que reutilizar los viejos clichés izquierdistas sobre la estulticia del pueblo, la alienación generalizada o un subrepticio fascismo de masas. La voluntad hegemónica se manifiesta fundamentalmente en relación y en contra de las derechas clásicas, por medio del desmarque de la extrema derecha de corte netamente fascista y de la democracia cristiana, a quienes acusa de ser, respectivamente, extremista o pusilánime.

Tres rasgos salientes son inmediatamente reconocibles en la ND:

1. En el orden de los discursos y en la tonalidad de las prácticas, la marcada agresividad de la ND. Una ofensiva que hace de la derecha moderada, democristiana, comprometida con el estado social de la década de 1960, un pálido fantasma de otro tiempo, que ciertamente todavía circula como el viejo papel moneda, pero que tiende a desaparecer en el mercado del mainstream. Contra ésta y sus representantes (por ejemplo en España, las líneas políticas de Gallardón, Arenas o Piqué han sido minorizadas tras el ascenso de los neoconservadores Acebes, Zaplana, Aguirre, etc.), la ND, en sus discursos y en sus propuestas, no sólo trata de quebrar el viejo juego de reglas políticas, sino que adopta sin ambages la imagen invertida de la revolución permanente. Escenifica una pieza teatral en la que su papel es el de la vieja fuerza ordenadora en un mundo inestable y amenazado, sometido a terrorismos de enorme ubicuidad y a fuerzas morales perversas (la reintroducción de categorías morales en política es quizá una de las principales innovaciones de las nuevas ideologías conservadoras). El diagnóstico de la ND sólo puede recetar así una permanente contrarrevolución que trate de restaurar un orden dañado y corrompido (el que se deduce de las crisis derivadas de la reestructuración capitalista de las últimas décadas), que naturalmente exige medidas tan drásticas como la guerra (contra el terrorismo, desde luego, pero también contra la delincuencia, la droga o cualquier elemento susceptible de convertirse en «enemigo interno») y la autodefensa preventiva (que supone la ruptura de los viejos ordenes jurídicos garantistas y el advenimiento de la policía y las medidas de excepción como norma de gobierno). Contra el pensamiento postmoderno, la ND escenifica una puesta en escena de valores sustantivos, fuertemente morales, en sociedades erosionadas en parte (y ésta es la paradoja) por la propia política desarrollada bajo sus criterios (el neoliberalismo). La ND genera así un curioso círculo virtuoso de autolegitimación.

2. En el orden de las percepciones subjetivas (sobre las que se construyen los proyectos de hegemonía), la ND parece representar mejor los problemas de amplios sectores sociales de lo que lo hace una izquierda cada vez más autocomplaciente. De hecho, el proyecto neoconservador se construye a partir de la fragilidad y derrota de los movimientos sociales, tanto los tradicionales ligados a la clase obrera como los nuevos protagonizados por minorías, ecologistas, feministas y el amplio elenco de comunidades y formas de vida emergentes de la vasta experimentación del 68 y la contracultura. La izquierda institucional que siguió a esta derrota (muchas veces orquestada con su absoluta complicidad), y que en muchos casos se hizo con el gobierno durante los años 80 y 90, ha utilizado la herencia del 68 como simple recurso ideológico de su propia legitimación. Numerosos comentaristas y ensayistas repiten que las llamadas élites liberales viven en realidades paralelas, que sus discursos y sus prácticas atraviesan sólo de forma tangencial las preocupaciones y los intereses corrientes y, en general, que este cuerpo social minoritario se ha blindado en un estatuto privilegiado. Una lectura que parece congruente con los análisis que señalan el extremado corporativismo de las burocracias sindicales, la esclerotización del viejo sistema de partidos y la escasa permeabilidad de los medios de comunicación y de sus élites culturales a la emergencia de nuevos fenómenos sociales y políticos. En este contexto, la ND se puede presentar, como antes lo hiciera la izquierda, como adalid del hombre común, de sus expectativas y sobre todo de sus miedos, en un espacio (el viejo espacio de las clases medias y el Estado asistencial) que efectivamente se está desmoronando. Esto es lo que le otorga su carácter populista.

3. La ND opera en el contexto de la innovación comunicativa, de la revolución mediática y de la emergencia de nuevas formas de expresión. Su principal audacia consiste en haber entendido esa nueva realidad como oportunidad política, reinventando la publicística como arma de propaganda. De nuevo, la ND aprovecha el contexto de crisis que dejó por un tiempo en la cuneta al proyecto conservador, esto es, la crisis de los sistemas de representación política tradicionales. En cierta medida, en un mundo altamente fragmentado y en el que los viejos grupos sociales y las instituciones que constituían la esfera pública han naufragado definitivamente, el universo mediático se apunta como la única esfera pública tangible, más aún que los sistemas de representación tradicionales: no en vano, en las manifestaciones convocadas por la ND en España no se jalea tanto al PP como a la COPE. La ND (aún en la era Internet y en la pluralidad de voces que se reconocen en ella) explota este universo como medio de comunicación directo con una sociedad que en buena medida carece de espacios autónomos de expresión. Y sobre esta ausencia descubren la comunicación como arte de la performance (en una línea evolutiva de la vieja propaganda) y la retórica como herramienta de construcción de realidad.

El modelo precedente (radicalidad y moralismo, populismo y nueva inteligencia comunicativa) parece encajar bien en el caso de los neocons estadounidenses o del gobierno Berlusconi, paradigma del uso provechoso de los medios como herramienta de hegemonía política más allá de las mediaciones institucionales y de los mecanismos de representación. Pero, ¿es un modelo de explicación aplicable a algunas de las realidades políticas españolas? O, en otras palabras, ¿existe un campo de innovación de la derecha más allá de la imagen tradicional conservadora, españolista, católica, sociológicamente franquista, de la derecha española?

La respuesta, por paradójica que parezca, es que esta ND, como una específica versión del «vodevil hispano», existe acá; y que la agresividad de la política de la última legislatura del gobierno Aznar, y sobre todo de los consensos (hasta los atentados del 11-M) que supo generar, ya muy alejados del centrismo de su primera legislatura, en cierto modo es inexplicable sin la incorporación de algunos de los elementos señalados antes.

Sin embargo, la punta de lanza de esta ofensiva se encuentra en la propia esfera comunicativa y no inmediatamente en el medio político convencional: en la emergencia de un conglomerado de medios de comunicación de gran audiencia, promovido por un grupo de periodistas y ensayistas. Este conjunto de periodistas y opinadores profesionales se sitúan a la vanguardia neoconservadora, por delante del PP. De hecho, en ocasiones es el partido quien es utilizado por la ND mediática (invirtiendo el paradigma de la manipulación informativa que la izquierda suele denunciar), aunque habitualmente se puede reconocer una relación simbiótica entre la derecha mediática y su representación partidista. El sector más reconocible, la versión hispana más agresiva si se quiere de la ND, podría englobar a un buen número de sectores del periódico El Mundo, pero desde luego las experiencias más originales e interesantes deberían encontrarse en Libertad Digital, en Radio Intereconomía, en los programas de La COPE y en firmas como Pío Moa, Jiménez Losantos, Gabriel Albiac, Cesar Vidal, Alberto Recarte, etc.

Una evidencia, que sólo en apariencia es sorprendente y señala por sí sola la novedad de la ND, aunque sólo sea en términos sociológicos, es que la mayor parte de sus protagonistas declaran un manifiesto origen izquierdista. Son antiguos tripulantes de las experiencias políticas más extremas de la década de los 70: en este pull amplio de nombres, se reconocen muchos ex-maoístas de línea dura, ex-leninistas que en los viejos tiempos ejercían un purismo insufrible y libertarios con antiguas posiciones provocadores, además de un largo etcétera de otras apuestas radicales que llevaron a muchos a justificar el aventurismo armado o incluso a emprender en primera persona algunas de aquellas empresas, hoy tan decididamente «terroristas».

Uno de los legados vivos de esta herencia es que su estilo de comunicación no es ajeno a algunas tradiciones izquierdistas. Aunque con una retórica exactamente opuesta a la de sus años de juventud, beben de la tradición publicística de la extrema izquierda. En oposición al formalismo informativo de los medios serios, de la distinción entre opinión e información, reinventan el lenguaje periodístico, apuestan sin vergüenza por una comunicación que calcula sus efectos en términos políticos, que decidida y descaradamente quiere producir realidad. A propósito de cada punto central de la agenda del país, despliegan una estrategia comunicativa que busca menos la «verdad», con toda la parcialidad de la palabra, que aprovechar cualquier oportunidad de manera instrumental y populista para ampliar su influencia y generar una corriente de opinión favorable.

No practican un periodismo de información, y mucho menos de investigación, en el que la interpretación se funda a veces en una ardua acumulación de pruebas y datos. Tampoco buscan un escenario, por aparente que sea, de neutralidad del juicio, contraponiendo posiciones y argumentos. Su voz es declaradamente parcial, la acusación y la denuncia se utilizan como un arma que, a falta de pruebas, trata de producir sospecha sobre los discursos del enemigo. Retórica y simplificación son rasgos clave.

El uso de la soflama, del sarcasmo, la hipérbole permanente respecto a las amenazas, la exaltación en la expresión, la indignación moral, se vuelven moneda corriente en un esquema argumental a veces extremadamente sencillo y pobre, uno de los elementos esenciales de su éxito. Esta actividad comunicativa se comprende mejor en relación a algunos acontecimientos concretos. Por ejemplo, el 11-M, reinterpretado como una suerte de golpe de Estado, es un campo de juego perfecto, en el que se recurre a toda clase de connivencias imposibles y de interpretaciones conspiranoicas. La derecha populista es capaz de afirmar, indistintamente, que la autoría está relacionada con ETA, con la masonería de influencia francesa, con los servicios secretos de Marruecos, con los mandos de la policía y la guardia civil, con redes del narcotráfico a pequeña escala… ¡e incluso con la conjunción diábolica de todos ellos! «Buscar la verdad» es el lema, pero lo único realmente importante es desgastar la imagen del PSOE y sugerir que éste llegó al poder de manera ilegítima.

El origen izquierdista de los actores principales de la ND y su actual trayectoria reflejan el tránsito de toda una generación inmersa en los procesos de lucha y politización durante los años 70, que se impregna sucesivamente de la atmósfera de «desencanto» durante los años 80 y más tarde del resentimiento producido por los largos años de gobierno aplastante del PSOE. La destrucción caníbal de la extrema izquierda tras las elecciones del 79, la extrema torpeza del PCE y la fragilidad del desarrollo de IU y, sobre todo, la prepotencia del «socialismo en el gobierno» dieron al traste con la posibilidad de cualquier continuidad política de la experiencia de los años setenta.

La propia composición del «bloque hegemónico» durante el gobierno socialista confirma en términos de prestigio y posición económica el vacío político de una parte de la generación que lucha en los 70. En efecto, la expansión de los cargos públicos en el Estado de la autonomías, la consolidación de un élite cultural (esencialmente, en torno a la industria cultural, la expansión de los mass media y la creación de la red de instituciones culturales públicas) y la promoción de pequeños y medianos empresarios a la categoría de proveedores y clientes del Estado (especialmente en la construcción y en el sector financiero), dejó a un sector no despreciable de ambiciosos «escaladores sociales» y de «intelectuales con pretensiones» en la cuneta de aquellos años «dorados». Un sector de gente que, por juventud, falta de agilidad a la hora de aprovechar el ascenso institucional del PSOE u honestidad, con carreras vocacionales de escaso rendimiento, en términos de capital simbólico o económico, se quedaron «sin premio» y al margen del clima de optimismo, muchas veces chabacano, de lo que se conoció como los años del «pelotazo». En ese sector de gente se encuentran muchos de los adalides de la ND y buena parte de su público.

En otras palabras, y aquí se encuentra la clave de la ampliación de su público o de su éxito social, la retóricas de la COPE, Albiac o Intereconomía explotan un determinado «régimen de las pasiones» caracterizado por el resentimiento hacia los «ganadores» de los años 80: por esa razón, el disparo apunta siempre a los lugares comunes del «progresismo» como herencia ideológica de la instauración democrática. Una tarea ciertamente sencilla y que presenta grandes probabilidades de éxito social, porque simplemente desvela la propia mezquindad de la constitución genética de la democracia española.

Igualmente, el ataque al lenguaje «políticamente correcto» defendido por la izquierda se convierte en una tarea de desenmascaramiento del cinismo que esconde. Por el contrario, el uso directo de argumentos homofóbos, clasistas o racistas «deja de ocultar la realidad», «llama a las cosas por su nombre» y expresa lisa y llanamente «lo que muchos piensan y no se atreven a decir». La superioridad mediática de la ND frente a la cultura progre se basa en la sustancia de sus enunciados, por perversos que sean, frente a la retórica vacía y la carcasa liberal de las «clases medias progresistas», que no alcanza ni de lejos a hablar al corazón de los efectos sociales de la gran transformación capitalista de las últimas décadas (precarización generalizada de la vida, etc.).

En el terreno de los valores, se repite incansablemente la «fórmula mágica» de que la raíz de todos los problemas sociales se encuentra en los valores permisivos y libertarios de la época licenciosa del 68: en materia educativa, la falta de disciplina y la acomodaticia pasividad social generan la crisis de la escuela; en lo relativo a la familia, la ausencia de valores fuertes, como el compromiso, multiplican los casos de hogares destrozados o «aberraciones» como el matrimonio gay, etc.

Pero es en la lucha contra los nacionalismos menores o «periféricos» donde la ND adquiere una mayor eficacia. Sin disimular un españolismo acérrimo, la crítica se dirige a negar la legitimidad de una situación política dominada por cierto foralismo de nuevo cuño. Implacables contra el etnicismo y las situaciones de privilegio económico y fiscal de las «naciones históricas» frente al resto del país, desvelan toda una trama de clientelas políticas y económicas y la rancia atmósfera cultural promovida por los gobiernos autonómicos. La ampliación de las clientelas políticas, culturales y económicas en torno a las comunidades autónomas fue uno de los pilares constitutivos del «bloque hegemónico» tras la transición española. Paradójicamente, la ND se presenta así como adalid de la España constitucional, rememorando incluso los viejos ideales republicanos de la igualdad ante la ley y de la igualdad de oportunidades de la personas y de las regiones, sin que tristemente nadie parezca oponerles argumentos más fuertes en términos de democracia y de construcción de singularidades lingüísticas y sociales que no se clausuren en realidades exclusivamente identitarias.

La audacia informativa de la ND no se especializa únicamente en los ataques a la izquierda «oficial». Quizá una de sus mayores provocaciones consista en reformular la posición de la derecha en la historia del país, reivindicando para sí una tradición democrática y liberal que «sólo se vio truncada por la fuerza de la necesidad y el irresuelto golpismo e insurreccionalismo de la izquierda» (que hoy se expresa en los «separatismos», las «complicidades con el terrorismo», la legitimación neoestalinista de Castro, Corea del Norte, Sadam, Chávez o Evo Morales –todos juntos, por supuesto, en el mismo paquete). De igual modo, este revisionismo histórico encuentra un campo de expansión inusitado, que aprovecha la propia debilidad de las interpretaciones al uso de las dos grandes bisagras del siglo: la guerra civil y la Transición a la democracia. La guerra y la imposición de la dictadura se presentan desde la ND como una respuesta necesaria al golpe «izquierdista» de la revolución del 34 y a la inestabilidad social y política impuesta por las organizaciones de izquierda. Básicamente, atacan la visión liberal republicana o la interpretación historiográfica animada durante la década de 1970 por el izquierdismo más oficial (próximo igualmente al PCE o al PSOE), que considera el levantamiento como un golpe de estado contra un régimen legítimamente constituido, pero que ignora igualmente la riesgosa e imprudente política de los gobiernos republicanos (una república de «orden», que pronto consiguió la oposición de los movimientos libertarios pero que a un tiempo abrió todos los frentes sociales: el laicismo, la reforma del ejercito, ciertas medidas antioligárquicas, etc.), el doble juego retórico del PSOE y la UGT (a caballo entre el apoyo a Primo de Rivera y el radicalismo revolucionario, siempre más retórico que real) y, en general, la estrecha identificación de su base social en las clases medias urbanas…

Respecto a la Transición, la ND defiende una línea de continuidad con el franquismo más liberal y «aperturista», una evolución «natural» del fin del régimen. En cierta medida, se podría decir que el revisionismo histórico de la ND, ciertamente de escasísimo calado científico, pero de enorme éxito social (las pequeñas novelas de Pio Moa y Cesar Vidal se venden por decenas de miles), se construye sobre una base histórica común a cierta izquierda: el olvido, compartido con la versiones «al uso» de la izquierda oficial, de la capacidad constituyente y democrática de los movimientos sociales, banalizados como «antifranquismo universitario» y relegados a un segundo plano ante el savoir faire de las élites políticas conscientes de la oportunidad de negociar. Algo que evidencia, por inconsciente que sea esta omisión, una voluntad de eludir un problema de fondo de la transición y la democracia: el establecimiento del sistema de partidos pasaba inevitablemente por desactivar los procesos de autonomía y autoorganización que abrieron brechas en el régimen franquista y socializaron una cultura democrática en el sentido más lato del término.

Respecto a si existe un verdadero think tank de la ND española, se puede decir que no se ha traspasado todavía el nivel de la propaganda y la retórica, y que quizá éste no sea uno de sus objetivos. En el terreno teórico no se propone nada innovador: por ejemplo, un marco de reformas políticas que pudiese impulsar inesperadamente un nuevo imaginario político, un proceso de subjetivación inédito como el que en su tiempo representaron el fascismo o las corrientes de la derecha republicana del siglo XIX. Desde luego, la ND española carece de la audacia de los neocons americanos, con su proyecto de reordenación imperial del planeta. De hecho, sus afirmaciones programáticas defienden filiaciones que sólo de forma muy superficial se pueden considerar modernas. El liberalismo de todos (en un sentido que entronca con la tradición liberal doctrinaria española) y el catolicismo de alguno parecen ser elementos que quieren destacar una filiación genética con una tradición política liberal, formalmente democrática, que históricamente tiene expresiones puramente defensivas del status quo (los largos años de la Restauración monárquica que siguieron a la I República). En este sentido, la reinvención de la tradición liberal que propugnan (véanse el «catolicismo liberal» de Losantos, la declaración de principios de la FAES [1] ), se debe ver menos en términos sustantivos o programáticos que como recurso defensivo de lo que ha representado ese liberalismo doctrinario o moderado en la historia del país: la defensa del status quo social, el conservadurismo político y el reforzamiento del propio bloque hegemónico. Su mejor arma, como hemos explicado, es el populismo: el juego permanente y sistemático de detección y desmantelamiento de los «agujeros» del discurso izquierdista.

Sin demasiada vocación de videntes acerca del futuro de estas formas de expresión populistas, podríamos decir que es más que probable que este discurso haya tocado techo, que su «activismo» no consiga fomentar/redirigir el resentimiento de masas, e incluso que este experimento, que no deja de ser patéticamente primitivo (recursos a un casticismo y un españolismo inveterado, retóricas demasiado retorcidas y conspiranoicas, un sarcasmo fácil y poco inteligente), se agote en sí mismo como resultado de la pérdida de su «efecto de novedad». Puede ocurrir también incluso que, en su afán por escorar lo más a la derecha posible la representación institucional de la derecha, la ND deje de ser funcional a su polo político, el Partido Popular, y éste se vea en la necesidad de construir una imagen de mayor seriedad y más centrista para gobernar. Pero más allá de su improbable éxito, lo que sin duda evidencia es el enorme vacío de la izquierda, el colapso de la imaginación política en la construcción de alternativa y oposición (incluso a nivel exclusivamente discursivo) y la irremediable crisis social de las instituciones de representación. En definitiva, se podría decir que la ND ha impreso en un negativo el campo político posible para la construcción de una nueva autonomía social.

Emmanuel Rodríguez es autor de El gobierno imposible. Trabajo y fronteras en las metrópolis de la abundancia (Madrid, Traficantes de Sueños, 2003). En Archipiélago puede leerse: «la rehabilitación de la política» (nº 41); junto a Zyab Ibañez, la entrevista a Richard Sennett que se publicó en el número 48 con el título de «La flexibilidad laboral: aparato ideológico y dispositivo disciplinario»; en el nº 54 «Límite y tragedia. La libertad en Castoriadis; en el nº 55 «España: zero tollerance«; y en el número 62, «Ecología del la metrópolis. Algunas notas para un programa de investigación».

© Emmanuel Rodríguez e Hibai Arbide, 2006. Este artículo ha sido publicado en el número 72 de la revista Archipiélago bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento-NoComercial SinObraDerivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente el texto por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando la fuente y sin fines comerciales.



[1] Al servicio de España y de sus ciudadanos, FAES busca fortalecer los valores de la libertad, la democracia y el humanismo occidental. El propósito es crear, promover y difundir ideas basadas en la libertad política, intelectual y económica»