Como el objetivo esencial de esta narración no es profundizar en aspectos conceptuales, sino de presentar al Che cotidiano que conocí; trataré de resaltar aquellos hechos más significativos observados por mí o en los que participé por razones de mi trabajo. Estos hechos están muchas veces asociados a casos anecdóticos ocurridos durante los años en […]
Como el objetivo esencial de esta narración no es profundizar en aspectos conceptuales, sino de presentar al Che cotidiano que conocí; trataré de resaltar aquellos hechos más significativos observados por mí o en los que participé por razones de mi trabajo.
Estos hechos están muchas veces asociados a casos anecdóticos ocurridos durante los años en que el Che ocupó distintos cargos en el Estado cubano y especialmente a la etapa en que estuvo al frente del Ministerio de Industrias.
Precisamente, a los pocos meses de creado el Ministerio de Industrias recibí una de las primeras lecciones sobre la ética y la forma en que debía comportarse un funcionario público con responsabilidades de dirección.
Como he narrado en otras ocasiones, siempre aspiré en mi juventud a tener un automóvil propio y de una marca más o menos reconocida.
Ese era un sueño bastante generalizado en los de mi edad y una forma inconsciente de expresar el grado de enajenación de que éramos objeto dentro de la sociedad en que vivíamos.
Lo cierto es que en aquellos primeros tiempos yo mantenía aún muy latentes esos rezagos del pasado, y sólo recién empezaba a comprender, gradualmente, que todo había cambiado radicalmente en mi país.
Digo gradualmente, porque aún teniendo muy cerca el ejemplo personal del Che, no lo había asimilado con la rapidez necesaria.
Una demostración es que ya había satisfecho en parte mi ilusión por los automóviles, al haberme asignado el Che uno estatal para mi trabajo, pero lo de la marca reconocida era tan tentador que todavía no lo había olvidado. Por lo menos, eso fue lo que demostraron los hechos.
Al nacionalizarse una de las fábricas de cigarrillos más importantes de la Ciudad de La Habana, ésta contaba entre sus activos con un automóvil marca Jaguar prácticamente nuevo.
En verdad yo no andaba a la caza de otro automóvil distinto al que se me había asignado, pero ocurrió que el administrador que se había nombrado al frente de la fábrica era Santiago Riera, quien conocía de mi devoción por los autos y del esmero con que cuidaba el que estaba usando en aquellos momentos.
Mi amigo administrador me llamó por teléfono y me anunció la existencia del Jaguar sugiriéndome que yo hiciera uso del mismo, ya que según él, en la fábrica no le era de ninguna utilidad dada sus características técnicas. Además, me explicaba que su apariencia era más de auto deportivo que de otra cosa. Me insistió en que como yo era ¡tan cuidadoso! con los autos, seguramente lo iba a conservar como ningún otro compañero.
Pues nada, que caí en el error de aceptar la sincera solicitud, para no decir oferta, que me hiciera mi amigo el administrador. Me traje el Jaguar para el Ministerio, y a cambio, tal como habíamos convenido, le entregué el auto asignado por el Che.
A los dos días de estar tripulando el poderoso Jaguar, llegué al Ministerio, realicé mi maniobra de parqueo, y cuando estaba bajando de la «máquina», arribó el Che a la zona de parqueo en el modesto auto Chevrolet 1960, que era la marca usada por él en aquellos momentos.
El Comandante avanzó hacía mí y mirando despectivamente al Jaguar, me gritó, ¡Chulo! (proxeneta) y repitió el ofensivo calificativo.
Como no entendí absolutamente nada del por qué me ofendía de esa manera, le pregunté cuál era el problema. Entonces me respondió con cierta ironía reflejada en el rostro: Tú si me entiendes y te advierto que tan sólo dispones de una hora para que devuelvas ese automóvil al lugar de donde lo sacaste.
Entonces caí en la cuenta del error cometido y, por supuesto, tomé las medidas inmediatas para la devolución del controvertido Jaguar.
Pero, lo peor de todo fue que no pude recuperar el automóvil asignado anteriormente, ya que le habían dado una utilización en la fábrica de cigarrillos y éste no admitía retorno alguno a mis manos. Así que me quedé varios días pidiendo el auxilio de algunos amigos para mis traslados de rutina.
Continué trabajando como si nada hubiera sucedido, hasta que el Ministro me llamó una mañana y me ofreció una extensa explicación sobre la razón del por qué me había ordenado la devolución del Jaguar.
En esencia me convenció de lo improcedente que resultaba que un viceministro del Gobierno utilizara para su trabajo un auto tan ostentoso.
Fue tal la argumentación sustentada por el Che, que no sólo me convenció, sino que más nunca he olvidado aquella enseñanza.
Para remate, al final de su razonamiento, totalmente amistoso y educativo, me informó que me había asignado un auto Chevrolet, réplica exacta del usado por él, y que llamara al Ministro del Transporte que ya tenía instrucciones suyas para que me hiciera entrega del mismo.
Como en verdad yo era cuidadoso con los autos, a veces me pedía prestado el que yo usaba para determinados recorridos. Cuando me deshice, muchos años después, del ya viejo Chevrolet, lo hice con un poco de dolor; pero, para entonces, ya no tenía derecho alguno para usarlo como auto del Estado y, por otra parte, ya habían desaparecido todas mis apetencias acerca de los tipos y marcas de automóviles.
Lo que sí seguían, muy de cerca, eran los recuerdos y las enseñanzas del Che.