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En todo el mundo hoy, tercera década del siglo XXI, las izquierdas no están en ascenso. Si bien hay numerosas fuerzas y movimientos que para la derecha siguen siendo vistas como “izquierdosas”, “revolucionarias” –o, más bien: “terroristas”–, lo cierto es que los planteos de transformación radical profunda no terminan de cuajar.
Las causas estructurales que hicieron aparecer proyectos transformadores del capitalismo hacia mediados del siglo XIX no solo no desaparecieron, sino que se profundizaron. Las luchas de clases permanecen inalterables, y la explotación del trabajo enajenado sigue siendo el corazón del sistema. Todo ello llevó a hondos procesos de cambio social en la primera mitad del siglo XX (Rusia, China, Cuba), siendo la última revolución socialista la de Nicaragua en 1979. Después de eso, el sistema capitalista en su conjunto supo cerrar filas y ya no tuvo esas “desagradables sorpresas”.
De todos modos, la protesta social siguió –porque las causas perduran–, aunque sin embargo la reacción popular no pudo lograr nuevas transformaciones revolucionarias. Hubo, y continúa habiendo, gobiernos progresistas, con talantes menos explotadores, aunque siempre en el marco de la institucionalidad capitalista. Pueden verse como pequeños avances, pero en definitiva, no lo son, pues el capital sigue triunfando en forma bochornosa sobre la clase trabajadora. Es más: a partir de la década del 70 del pasado siglo, los planteos neoliberales han producido un tremendo retroceso en las luchas populares, contribuyendo a desmovilizar a las masas cada vez más empobrecidas.
Sumado a esas políticas privatistas entronizadoras del libre mercado, en toda Latinoamérica la represión sangrienta sufrida décadas pasadas terminó de amansar la protesta. Más aún: la pérdida de referentes socialistas contribuyó al desánimo general en las luchas. Con todas las dificultades del caso, más todas las críticas fundadas –y constructivas– que deben hacérsele a los socialismos reales (Unión Soviética y República Popular China básicamente), el retorno al capitalismo en la primera y la apertura al mercado en la segunda, dejaron al campo popular y las izquierdas del mundo una sensación de desconcierto.
En modo alguno podría decirse “fracaso” de esas experiencias, porque los avances tenidos por todas las revoluciones socialistas (innegable sustancial mejora en las condiciones de vida de toda la población) no pueden opacarse por los lastres arrastrados: luchas de poder, verticalismo, patriarcado, militarización de la vida cotidiana. Lo cierto es que desaparecidos esos espejos donde mirarse (el “socialismo de mercado” chino es aplicable solo en ese país, no es un modelo posible en otras latitudes), las distintas izquierdas quedaron sin paradigmas. La posible actual recomposición del tablero geopolítico con China y Rusia enfrentándose a la supremacía del dólar estadounidense no abre un horizonte post-capitalista: indica, en todo caso, la pérdida de hegemonía de Washington (o de Occidente), pero sin aportes reales a la emancipación socialista.
Lo dicho por Marx hace siglo y medio no perdió vigencia, en absoluto. Sucede que el mundo tomó cursos impensables años atrás, y en estos momentos el triunfo del capitalismo se muestra total. En modo alguno este mediocre opúsculo pretende ser derrotista ni llamar al desánimo. Por el contrario, es un intento de entender cómo estamos en tanto izquierda, buscando entrever caminos posibles.
Es más que evidente que la derecha ha tomado la delantera en la lucha ideológico-cultural. El bombardeo incesante de mensajes anti-socialistas, iniciado en los albores del siglo XX, potenciado en forma exponencial durante la Guerra Fría y mantenido y profundizado en la actualidad, ha ido formando una casi impenetrable coraza con la que el sistema se blinda. Ese desarrollo ha llevado a planteos impensables en época de Marx y Engels como la guerra psicológica o la guerra cognitiva, apelando a las más refinadas –¡y monstruosas!– técnicas de manipulación social. El resultado es que se ha podido neutralizar, al menos en parte, un discurso de contenido comunista. El malestar social perdura –¿cómo habría de desaparecer?– pero no se encuentran los caminos para la transformación. Obviamente, hay que pensar nuevas vías.
Las izquierdas, bastante desperdigadas como estamos ahora, sin un proyecto claro de transformación radical, hemos ido quedando sin propuestas convincentes que sirvan para vehiculizar tanto malestar acumulado en las masas, que permitan el salto revolucionario. Hoy por hoy, pareciera que lo máximo a que puede aspirarse es a ganar espacios en las democracias parlamentarias, quizá una presidencia. La experiencia enseña que esos procesos no logran la transformación real de la sociedad, pues los verdaderos resortes del poder –la economía– siguen en manos del capital. ¿Qué hacer entonces?
Ante todo, no perder las esperanzas. La revolución socialista no se ve cerca, pero debe alentarnos saber que el sistema capitalista sigue siendo una maldición para la humanidad, por lo que debe ser abolido. En tal sentido, el campo popular “no tiene nada que perder, más que sus cadenas”. Por tanto, las luchas continúan. Lo importante es buscar nuevos y eficaces caminos. La lucha armada no parece alternativa hoy. Sin dudas, los procesos de cambio reales, no cosméticos, los hace la gente en la calle. Eso no ha variado. Si algo deben hacer las fuerzas de izquierda –las que verdaderamente se sienten tales y no solo buscan un escaño parlamentario– es no alejarse nunca de las masas y trabajar para su concientización/organización. Recordemos la frase de Lenin: “La revolución no se hace: se organiza”.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.