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Nuevas marginalidades

Fuentes: Rebelión

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El conflicto: razón de lo humano

Las relaciones entre los seres humanos no siempre son precisamente armónicas; la concordia y la solidaridad son una posibilidad, tanto como la lucha, el conflicto, la competencia. La dieciochesca pretensión iluminista de igualdad y fraternidad no es sino eso: aspiración. La realidad humana está marcada, ante todo, por el conflicto. Nos amamos y somos solidarios… a veces; pero también nos odiamos y chocamos. ¿Por qué la guerra, si no fuera así? ¿Por qué cada dos minutos muere en el mundo una persona por un disparo de arma de fuego? Poner el amor como insignia máxima de las relaciones humanas no deja de tener algo de quimérico (¿inocente quizá?): ¿acaso estamos obligados, o más aún, acaso es posible amarnos todos por igual, poner la otra mejilla luego de abofeteada la primera? Nadie está «obligado» a amar al prójimo; pero sí, en todo caso -eso es la obra civilizatoria- a respetarlo.

Diversos autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta verdad. «El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su «ser-para-otro». No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una «lucha a vida o muerte» entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el «amo» y el otro es el «esclavo». El dar esta batalla es la única manera como el ser humano puede acceder a la autoconciencia, es decir, el conocimiento de sus potencialidades y a la libertad de su realización», dirá Herbert Marcuse («Razón y Revolución») sintetizando la dialéctica del amo y del esclavo (capítulo IV) de la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel, que permitió a Marx entender el sentido de la historia humana y a Lacan su llamado de «retorno a Freud».

Analizando las sociedades dirá Freud en «El malestar en la cultura»: [es imposible] «excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Estos factores seguramente son imprescindibles«. [Una situación libre de conflictos] «sólo es concebible teóricamente, pues la realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres (…), por vencedores y vencidos que se convierten en amos y esclavos«agregará en «El por qué de la guerra». Respondía así a una pregunta de Albert Einstein, tan genial como Freud, ambos igualmente de origen judío, quien se acongojaba por la persecución antisemita promovida por los nazis en la Alemania de pre-guerra, preguntando al fundador del psicoanálisis el porqué de ese odio visceral contra alguien. No olvidar, al respecto, que el Vaticano -centro de la Iglesia católica que preconiza el amor entre toda la humanidad- apoyó la atrocidad antijudía. Quedarse con la idea de «amor al prójimo», además de primaria, precaria o inocente, puede llegar a ser peligrosa: en nombre del amor se pueden cometer las peores barbaridades.

La realidad nos enseña, a sangre y fuego, que a veces, solo a veces, hay paz, o eso que llamamos «paz», y que la tensión está siempre presente. El paraíso bucólico de que nos hablan los pacifismos no hace parte de nuestro mundo. El conflicto, entendido al modo hegeliano recién citado, o como lo entiende el psicoanálisis en otra dimensión de análisis, es el motor de las relaciones humanas, por tanto, de la historia. «La violencia es la partera de la historia«, pudo decir Marx en esa línea. De ahí que la pomposa declaración del «fin de la historia» (Francis Fukuyama), algún tiempo atrás en boga cuando recién caía el Muro de Berlín, resulte arrogantemente osada, y por supuesto condenada a sucumbir como una moda más, como de hecho ya sucedió (el mismo Fukuyama se retractó luego).

Aunque injusta y condenable (¿modificable?) la estructura del mundo es ésta: «elementos de poderío dispar» en «lucha a muerte». Esa es la estructura, el fondo, el escenario sobre el que se teje la historia. Toda la cultura nos da cuenta de este fenómeno. En algún lugar de ese movimiento estamos ubicados, como amos o como esclavos (explotadores o explotados, varones o mujeres, discriminadores o discriminados, adultos o jóvenes, «desarrollados» o «subdesarrollados»). Pero puede suceder que alguien quede por fuera del mismo (del movimiento, ¡no del conflicto!). Ese quedar fuera es la marginalidad.

La experiencia humana se construye sobre esa conflictividad; los elementos enfrentados están integrados en una dialéctica única: son tan imprescindibles el amo cuanto el esclavo. Esa totalidad es la forma en que se despliega la vida, la de todos y cada uno; es, por tanto, la normalidad, el término medio estatuido y aceptado. Una comunidad, cualquiera que sea (una pequeña tribu de cazadores y recolectores que no llegó a la agricultura o la más compleja sociedad tecnotrónica, mal llamada «post industrial»), en todo tiempo y lugar, para ser tal necesita una organización que le permita existir y perpetuarse. Todos sus miembros participan de esa normatividad; si alguien queda por fuera es un desintegrado, un marginal. El conflicto, en cualquiera de sus manifestaciones, no es externo a la constitución humana sino, por el contrario, estructural. Si algún humano no tomara parte en él no participaría del todo social.

La marginalidad

Las sociedades se protegen a sí mismas; la cultura reproduce semejantes. Por tanto lo extraño, lo extemporáneo tiende a ser neutralizado. El mecanismo ad hoc es la segregación, la exclusión. Minuciosamente nos enseña Foucault («Historia de la locura en la época clásica») que en la modernidad occidental (capitalismo industrial) se perfeccionó el espacio de marginación de la «irracionalidad» desarrollándose para ello los dispositivos «científicos» pertinentes: el asilo y el médico alienista. La locura no es sólo la enfermedad mental; es todo aquello que «sobra» en la lógica dominante. Así, describiendo a la Salpêtrière -el mayor asilo de Europa en el siglo XVIII-, Thénon dice: «acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etcétera.«.

Queda claro que «marginal» pueden ser innumerables cosas. Así, por ejemplo, Marx hablaba en 1852, en su obra «El 18 de brumario de Luis Napoleón Bonaparte», de un subproletariado, que él llamó Lumpenproletariät (en alemán: Lumpen significa «trapo», «andrajo»), o sea «marginales» que no constituían precisamente la flor y nata de la lucha revolucionaria, el germen de la transformación social en ciernes, el proletariado esclarecido que el decimonónico pensador fundador del socialismo científico veía como la fuerza que transformaría la sociedad. Para describir ese grupo marginal, fue categórico: «Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués [disolutos, depravados] arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, “Sociedad de beneficencia” en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora.

Ahora bien: ¿quién sobra? ¿Quién, cómo y en virtud de qué decide que alguien sobre? O, por último: ¿puede «sobrar» un ser humano? ¿Qué significa eso?

La sociedad «produce» sus marginales. En nuestra cosmovisión occidental de raigambre eurocéntrica (hoy día ya global, impuesta sobre todas las otras culturas aún existentes en el planeta) la razón es la pauta que guía la marginación; las divergencias respecto a ella son sancionadas como insensatas, inservibles. La consigna es: «el sueño de la razón produce monstruos«, evocando aquella célebre pintura de Francisco Goya y Lucientes. Por cierto, puede entrar en esa divergencia todo lo que se desee (el «etcétera» de la enumeración de Thénon o, a decir de Marx, «toda esa masa informe, difusa y errante«).

Toda sociedad mantiene un cúmulo de pautas y valores que constituye su normalidad; la sociedad industrial, más que ninguna otra (seguramente debido a lo intrincado de su funcionamiento) preserva su normalidad apartando severamente los «cuerpos extraños». En sociedades menos complejas es menor el espacio para la marginalidad; en un mundo super especializado, con una marcada división del trabajo (quedó radicalmente atrás la sociedad de cazadores y recolectores; hoy día es ya casi una exigencia tener postgrados universitarios para ciertos puestos), mundo hondamente competitivo, es más posible que alguien quede en el camino de la integración. En un mundo tan polifacético y complejo, con megaciudades de 20 o 30 millones de habitantes, hay más campo para los sub-mundos; así es que encontramos sub-mundos del hampa, de la mendicidad, de las drogas, de la vida en las calles, toda la cultura underground (¿habrá que agregar de los «incurables de toda clase»?)

¿Quién constituye hoy ese lumpenproletariado? ¿Quién es hoy día el marginal? Reflexionando sobre esto, Fidel Castro se preguntaba: «¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?«. Es imperioso responderse estas preguntas.

La solidaridad, la tolerancia, el altruismo en su sentido más amplio, si bien se dan a veces, no son, precisamente, lo que más abunda en la experiencia humana. La tendencia a segregar nos sale con demasiada facilidad. «La comunidad humana se mantiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los lazos afectivos» dice Freud en una sopesada reflexión de su madurez («El por qué de la guerra», 1932). Amor y odio van de la mano, indisolublemente. Lo extraño, ante todo, produce rechazo. De ahí a su estigmatización sólo hay un paso. Hoy día no se queman en la hoguera del Santo Oficio de la Inquisición a los poseídos («incurables de toda clase» y «etcéteras») sino que se los margina con mayor refinamiento: se los confina (asilos de toda laya: manicomios, cárceles, reformatorios, geriátricos, casas de caridad). Sin ironía: eso es un mejoramiento en la condición humana (encerrado con un chaleco de fuerza ¿es mejor que quemado en la pira?). Pero el discordante sigue siendo el leproso de antaño: encapuchado y con campana para anunciar su paso. Son numerosos los países cuyas constituciones aseguran la no discriminación de las minorías en desventaja. Pero aunque eso esté escrito, la experiencia cotidiana muestra que la exclusión, la marginación, el aislamiento social siguen presentes (piénsese en el racismo del capitalismo de los países llamados centrales, por ejemplo: Estados Unidos y Europa Occidental) La beneficencia, por cierto, es una forma más de segregación.

Podríamos concluir que la marginación es un proceso «natural» de la sociedad complejizada que apoya en características propias de lo humano. Asusta, y por tanto se margina, tanto un vagabundo como un delirante o un débil mental, un homosexual cuanto un seropositivo, una prostituta o un delincuente.

Hacia una nueva marginalidad

No son marginales un soldado que regresa de la guerra o un desocupado; ellos tienen la posibilidad de volver a integrarse al tejido social del que, por razones diversas, se han distanciado. Y en sentido estricto tampoco lo es el anacoreta que eligió la vida solitaria y alejada. La marginalidad conlleva la marca de lo reprochable moralmente, de lo anatematizado, lo que «no debe hacerse», lo «molesto» para la sociedad «sana y ordenada». De ahí que se la aísle, incluso físicamente, confinándola en lugares específicos. El aislamiento en cualquiera de los dispositivos que la sociedad moderna ha ido creando para toda esa masa marginal -cárcel, manicomio, reformatorio, geriátrico, hogar de huérfanos- es sabido que no está concebido para rehabilitar; de hecho, aunque eso ocasionalmente pueda suceder, no es el cometido final de todos los mecanismos de segregación. Su único objetivo es «sacar de en medio», poner al margen, quitar esa «cosa» molesta, fea, desagradable, inmanejable en la cotidianeidad adaptada y bien portada.

Por tanto, marginales son los que circunstancialmente asustan (delincuentes, drogadictos, pandilleros) o, compasivamente vistos, mueven a la ternura (el mendigo desarrapado, el niño de la calle, el «loquito» que anda hablando solo). Pero desde hace algunos años el mundo va tomando tales características que hacen que el fenómeno de la marginalidad deje de ser algo circunstancial para devenir ya estructural. Hoy día asistimos a la marginación ya no sólo del harapiento o del mendigo en la puerta de la iglesia, del «borrachito» perdido que pide limosna para su traguito del día, sino de poblaciones completas. Se habla de áreas marginales, barrios completos, con miles y miles de personas que pasan toda su vida en esa condición de «marginalidad». Si bien nadie lo dice en voz alta, la lógica que cimenta esta nueva exclusión parte del supuesto de «gente que sobra». El temor malthusiano del siglo XIX parece tomar cuerpo en políticas concretas que prescriben no más gente en el planeta (y si se puede menos, mejor). La tendencia en marcha pareciera ser un mundo dual: uno oficial, el integrado, y otro que sobra.

El proceso por el que se llega a esta situación seguramente está ligado al especial desarrollo de la actual productividad: una técnica deslumbrante que termina prescindiendo del sujeto que la concibe. El ser humano comienza a sobrar. Existe un sexo cibernético en el que el otro de carne y hueso no es necesario; la imagen virtual reemplazó a la pareja. ¿La robótica y la hiper automatización prescindirán de la gente? Queda más que claro que lo anunciado por Marx hace un siglo y medio es irrebatible: el desarrollo del sistema capitalista no ofrece salida a la humanidad, por cuanto se produce cada vez más y las condiciones materiales de vida están en condiciones de ser suplidas para la totalidad de la población mundial, pero el modo de producción necesita destruir riqueza para mantener las ganancias (y llegan las guerras) haciendo «sobrar» a la gente antes que repartiendo equitativamente el producto del trabajo social. Visto en términos éticos puede resultar disparatado, pero esa es la cruda realidad: ¡hay poblaciones marginales! ¿Marginales a qué? A un sistema que no puede integrarlas.

En toda sociedad medianamente desarrollada que ya superó su estadio primigenio de cazadores y recolectores, es decir: grupos humanos sedentarios que producen más de lo estrictamente necesario para la sobrevivencia diaria, encontramos formas cada vez más complejas de organización. Integrarse a esas formas dominantes es lo normal y esperable; la inmensa mayoría lo hace (quedando un resto que, o se integra deficientemente, o no se integra nunca -los locos, los raros, los delincuentes-). En otras palabras: siempre hay un espacio, pequeño por cierto, para la no-integración. Freud decía que la neurosis (nuestro modo «normal» de ser), es decir: la entrada en la cultura, en el orden de la Ley, es el costo de la civilización. Podría agregarse que también la psicosis (la locura) y la trasgresión (todas las formas de actos delictivos). Pero aquí se habla de «marginales» en términos individuales; lo patético es que ahora nos enfrentamos a una marginalidad global. ¿Puede haber acaso poblaciones «marginales», «sobrantes»? ¿Acaso países marginales?

El peso relativo de los países pobres (el Sur) es cada vez menor en el concierto internacional. Las materias primas pierden valor aceleradamente ante los productos con alta tecnología incorporada que elaboran los del Norte -obligando a consumir a los del Sur-. Los pobres son cada vez más pobres; y cada vez quedan más confinados a las áreas marginales. ¿Sobran? La pobreza va quedando más delimitada y ubicada en ghettos (quizá nueva forma de asilo). Pero trágicamente esos bolsones no son minorías discordantes, sino que van pasando a ser lo dominante. En las grandes urbes del Tercer Mundo (y también, aunque en menor medida, en el Norte) las zonas marginales crecen imparablemente. En algunos casos albergan ya importantes cantidades de la población de algunas ciudades (una cuarta parte en muchas ciudades latinoamericanas). Evidentemente el fenómeno no es marginal. Valga el dato: 1 de cada 2 nacimientos en el mundo tiene lugar en los llamados asentamientos urbano-marginales; y hay 3 nacimientos por segundo.

El Banco Mundial definió la pobreza como «la inhabilidad para obtener un nivel mínimo de vida«. Probablemente pueda ser inhábil (o menos hábil) una persona especial (un ciego, alguien que perdió un miembro, alguien con Síndrome de Down). Pero no lo son poblaciones completas. La imposibilidad de conseguir un nivel mínimo de subsistencia radica, en todo caso, en condiciones que trascienden lo personal. La pobreza creciente que agobia a sectores cada vez mayores en el mundo no es sólo falta de habilidad para procurarse el sustento; habla, más bien, de un nuevo estilo de marginalidad.

La forma que ha ido tomando el desarrollo del mundo en la actual era post industrial de capitalismo neoliberal (que la actual pandemia de coronavirus no habrá de cambiar) es curiosa, y al mismo tiempo alarmante. Asistimos a una revolución científico-técnica monumental, que se despliega a una velocidad vertiginosa, pero donde lo que debería ser el centro de todo: el ser humano concreto de carne y hueso, queda de lado. Era de las telecomunicaciones, del mundo digital, de la ingeniería genética que en cualquier momento podrá generar vida artificialmente, pero problemas milenarios de la humanidad no se pueden resolver con el capitalismo. Se gastan fortunas inimaginables en armamentos (que algunas empresas reciben como lucrativos beneficios) mientras muchos no alcanzan la dieta mínima para sobrevivir. Se busca agua en el planeta Marte mientras en la Tierra mueren 11,000 personas diarias de diarrea por falta del vital líquido. Algo falla en la idea de progreso. Algo anda mal si se puede llegar a aceptar naturalmente la existencia de áreas marginales (barrios, poblaciones, quizá países, ¿continentes?)

Para la geopolítica de las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental), lo que años atrás era un simple dato sociodemográfico -o, visto de otro modo: un elemento que contribuía a su acumulación de capital-, es decir: personas migrantes desde la pobreza del Sur (Latinoamérica, África, Medio Oriente) que llegaban a trabajar en condiciones de absoluta precariedad con sueldos miserables, hoy día es una preocupación política geoestratégica: las migraciones irregulares masivas son un distorsionador de la gobernabilidad capitalista. Por tanto: ¿sobra esa gente? ¿Sobran los países desde donde provienen? Nadie lo dirá abiertamente, por supuesto -no es «políticamente correcto»-, pero eso es lo que mueve muchas acciones de impacto global. Se dijo, por ejemplo -aunque sea pura especulación conspiracionista- que el VIH-SIDA fue un arma bacteriológica diseñada para exterminar poblaciones en el África. Aunque eso pueda ser totalmente descabellado, el solo hecho que alguien pueda pensarlo muestra que esas ideas tienen sustratos, fundamentos. Lo dicho por Thomas Malthus hace dos siglos sigue presente en la ideología de muchos detentadores de poder, en tomadores de decisiones; en otros términos: «hay demasiada gente en el mundo y la comida no va a alcanzar para todos, por tanto…. ¿eliminar a los sobrantes?».

Cada vez más población queda marginada de la riqueza que la humanidad genera. La marginación del nuevo estilo produce islas de esplendor resguardadas celosamente de mayorías «excedentes». Y mientras cada vez más gente quede al margen del festín, más serán las posibilidades de inestabilidad y eventuales estallidos. No es la intención del presente texto presentar las soluciones a tan difícil problema, pero sí aportar algo en el debate al respecto. A modo de conclusión -e invitando a continuar el análisis- digamos que, aunque la felicidad y la concordia humanas son más un mito que una experiencia concreta, serán de todos modos absolutamente inalcanzables mientras haya alguien que piense -o actúe considerando- que sobra gente en el mundo. Recordemos las estrofas de la Marcha Internacional Comunista: la Tierra debe ser «patria de la humanidad».