Pese a que en la modernidad la democracia estuvo vinculada fundamentalmente a movimientos populares y era percibida en como contraposición a las corrientes liberales, la degradación del ideal democrático a la rotación electoral en la gestión de gobierno redujo la incidencia y presencia de la sociedad civil en la sociedad política. Esta última fue progresivamente […]
Pese a que en la modernidad la democracia estuvo vinculada fundamentalmente a movimientos populares y era percibida en como contraposición a las corrientes liberales, la degradación del ideal democrático a la rotación electoral en la gestión de gobierno redujo la incidencia y presencia de la sociedad civil en la sociedad política. Esta última fue progresivamente hegemonizada por los partidos políticos quienes a su vez se vieron bajo la influencia creciente de las finanzas en el llamado «mercado de ideas».
La democracia liberal funcionó a menudo bajo el principio de una perfecta simetría de oportunidades legales para ejercer el voto (una vez que se permitió el de las mujeres y minorías étnicas y raciales) en un contexto de brutales asimetrías sociales y financieras. La democracia de elites de poder fue la democracia «realmente existente» que se expandió por diversas regiones.
El ideal democrático de Abraham Lincoln -una democracia «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo»- se desdibujó progresivamente en la medida en que la participación e incidencia de la sociedad civil en la sociedad política se degradó a elegir cada cierto tiempo «el mal menor» de un menú electoral dominado por el marketing político y las finanzas que él supone.
Mucho se ha hablado de la llamada «ola democrática» que de América Latina a Europa del Este sustituyó, mediante una combinación de medios no violentos de resistencia y reformas, a numerosos regímenes autoritarios y totalitarios. Una categoría casi olvidada de la sociología política -la sociedad civil- adquirió nueva materialidad como actor de esos procesos de cambio y así vino a ocupar de nuevo la atención de políticos y politólogos.
Los cambios, en casi todos los casos, dejaron atrás sociedades caracterizadas por el miedo a la represión política, pero no han podido trascender el miedo al desamparo económico y la exclusión social. La democracia actual -se dice a menudo- es defectuosa, insuficiente, deficitaria. Pero así era ya hace cuatro décadas la democracia en muchos países de América Latina.
Los Tupamaros lucharon contra una democracia que había sido validada en las urnas, pero no en la justicia social de la vida cotidiana. Su estratega militar fracasó y abrió paso a una dictadura. Ahora un amplio movimiento popular en que algunos ex Tupamaros ocupan puestos dirigentes han derrotado a una democracia deficitaria, pero esta vez por la vía electoral. El pueblo chileno, tras fracasar los grupos que promovían la resistencia armada al golpe y la dictadura, logró imponer por medios no violentos un referéndum sobre la salida de Pinochet y lo ganó. En Chile el partido socialista lleva ya un buen tiempo gobernando y pudiera salir reelecto nuevamente. En Brasil uno de los presos políticos de la dictadura que no se pudo derrotar por vía armada fue electo presidente del país. En Argentina los que ayer eran buscados por los militares para desaparecerlos son hoy quienes, tras ganar las elecciones, gobiernan esa nación.
Los antiguos revolucionarios se enfrentan ahora con el reto de limitarse a administrar la realidad o intentar transformarla. Su ascenso democrático los obliga a gobernar no solamente en beneficio de las mayorías o de sus propias bases, sino de todos los ciudadanos: pobres y ricos, militares y civiles, de izquierdas y derechas. Tampoco han llegado al poder , sino tan solo al gobierno, que en un régimen democrático constituye una parte importante de aquel pero no más que eso. Existen poderes independientes económicos, sociales, mediáticos e incluso políticos agrupados bajo diferentes afiliaciones y perspectivas. A menos que el gobierno pretenda, -sea de manera abrupta como ocurrió en Cuba, o gradual, como muchos creen que ocurre actualmente en Venezuela-, absorber todas las otras instancias de poder en la sociedad, con todas las consecuencias que luego ello conlleva, la justicia social ha de buscarse desde la complejidad de la poliarquía democrática.
El tema de cuál ha de ser el camino a seguir una vez alcanzado el gobierno parece dividir hoy especialmente al sector político que tiende a identificarse con la búsqueda de la justicia social e integra una heterogénea masa de partidos, organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales que se identifican como la izquierda regional.
El asunto ya fue tratado hace años por Norberto Bobbio cuando definió a la izquierda frente a la derecha por la prioridad que la primera asigna a la búsqueda de la igualdad social. Sin embargo, advertía Bobbio, la izquierda tiende a dividirse, a partir de esa premisa común, en democrática y autoritaria. Mientras que la izquierda democrática acepta la búsqueda más lenta de los cambios en aras de mantener el principio democrático de consensuar y negociar las reformas, la izquierda autoritaria se presenta ante sus seguidores con el atractivo de su disposición a acelerar las transformaciones destrozando el status quo en su favor exclusivo. Para ello reclaman un nivel de centralización de poder y de coerción política que se aleja de la democracia…casi invariablemente para siempre. Quienes se ven cercados por el hambre y desamparo -cientos de millones de latinoamericanos hoy día- parecen estar dispuestos, al menos, a considerar la oferta.
Enfrentados con una pregunta del Latino- barómetro acerca de cuál sería su preferencia si tuviesen que elegir entre alternativas similares, un significativo porcentaje de los entrevistados prefirió el eventual autoritarismo. (La experiencia totalitaria – exclusión política y económica, pero con inclusión social- les resultaba ajena por lo que, al parecer, no entró en la encuesta).
Vistas las cosas desde esa perspectiva, parecería que los latinoamericanos tendrían que conformarse con izquierdas que se dediquen a administrar las mismas políticas -pero de manera más socialmente sensible que la derecha- o apoyar líderes que les ofrezcan un pacto de dudoso porvenir: cambiar las libertades políticas y civiles por seguridad económica e inclusión social.
¿Es realmente esa la paradoja inescapable de la realidad latinoamericana?
Cuando los discursos de algunos activistas del cambio radical aseguran que «estamos peor en democracia» se deslizan a una peligrosa coincidencia con la derecha autoritaria. Ellos creen lo mismo, sólo que por razones diferentes. El que alguna vez fue detenido arbitrariamente y torturado por criticar a un gobierno autoritario puede estar hoy legítimamente desilusionado con la lentitud o incluso ausencia de cambios económicos y sociales, pero difícilmente sostenga ese tipo de afirmaciones. Las ideas tienen, para bien y para mal, consecuencias. Movilizar contra lo que existe sin construir un mapa detallado -no un listado de consignas y aspiraciones por válidas que sean- de la ruta y destino, es una vieja fórmula que puede invitar nuevos desastres.
El alejamiento del ideal democrático, -persiguiendo la quimera de que líderes iluminados vendrán a resolvernos los problemas si cedemos ante ellos todos nuestros derechos políticos y civiles para que puedan defender nuestros intereses-, ya demostró sus posibilidades y límites en el Siglo XX. Pero construir «otro mundo mejor y posible» desde una maquinaria diseñada para administrar la realidad que se desea trascender es poco realista y menos pragmático.
Frente a los dilemas planteados, la izquierda que ha llegado a ser electa para gobernar puede -en lugar de simplemente heredar y administrar las políticas ya en curso- explorar el camino de la reforma democrática del Estado, el fortalecimiento del Estado de Derecho, la protección incondicional de las libertades políticas y civiles, y la puesta en marcha de políticas dirigidas a dar respuesta a los derechos económicos, sociales y culturales. De seguirse ese curso de acción se hace imprescindible abrir puertas y ventanas institucionales a la participación eficaz de la sociedad civil. Sin su involucramiento sistemático e institucionalizado en los procesos de toma de decisiones y de implementación de políticas, las posibilidades de una consolidación democrática definitiva se hacen más remotas.
La respuesta a la falsa dicotomía entre opción autoritaria o democrática para asegurar la justicia social es la transición democrática hacia un nuevo paradigma de desarrollo humano, democrático, participativo y sustentable.
Dicha transición demanda -dadas las actuales circunstancias internacionales y civilizatorias – un justo reacomodo en el equilibrio entre el capital, la fuerza de trabajo y la ecología, no la dominación unilateral o supresión de uno de ellos. Implica igualmente la construcción de nuevos modelos democráticos en que la reforma del Estado abra paso a instituciones más participativas para los ciudadanos que la simple libertad de participación electoral. Esas nuevas instituciones estarían llamadas a redefinir las posibilidades participativas en el ámbito político de organizaciones no- partidistas, tales como movimientos sociales y organizaciones ciudadanas no gubernamentales.
La respuesta a una democracia insatisfactoria y deficiente es más y mejor democracia – con todos y para todos. De ese modo se hará factible hacer con ella y desde ella la transición hacia un nuevo paradigma de desarrollo social, democrático y sustentable.
Ese es el verdadero reto que hoy yace ante los partidos, movimientos sociales y organizaciones ciudadanas de la región, sea cual sea su afiliación ideológica.