Tras 50 años, parece que la lucha armada ha terminado en Euskal Herria. Ya antes del «tsunami verde» se intuían buenas razones para ello. Desde hace tiempo se planteaba la pregunta de hacia dónde puede llevar una lucha que invisibiliza sus objetivos emancipadores mediante sus medios. Pero también hubo objeciones prácticas: los conflictos irregulares nunca […]
Tras 50 años, parece que la lucha armada ha terminado en Euskal Herria. Ya antes del «tsunami verde» se intuían buenas razones para ello. Desde hace tiempo se planteaba la pregunta de hacia dónde puede llevar una lucha que invisibiliza sus objetivos emancipadores mediante sus medios. Pero también hubo objeciones prácticas: los conflictos irregulares nunca se ganan en el terreno militar. Las organizaciones insurgentes sólo pueden ganar políticamente si logran socavar la legitimidad del sistema a través de acciones sorprendentes. La lucha guerrillera solamente ha funcionado así: con alfilerazos minó simbólicamente un orden supuestamente invencible. En Euskal Herria, mientras tanto, hacía tiempo que uno tenía la impresión de que la lucha armada se había convertido en parte del orden. El poder estatal se había adaptado perfectamente, y supo aprovechar las acciones armadas para relegitimar su carácter autoritario.
En este sentido, parece acertado abandonar la lucha armada. Y probablemente tengan razón aquellos que dicen que este fin viene tarde, bastante tarde. Es cierto que la transición española fue una farsa y que fue mérito de ETA evidenciarla a través de su continuidad. Sin embargo, la resistencia no puede tener la misma forma en una democracia burguesa -independientemente de cuan blindada sea- que en una dictadura militar. Pero, si bien creo que la estrategia de la izquierda abertzale es acertada, una de las frases más escuchadas durante estas semanas suena como un chiste absurdo: La izquierda abertzale se compromete con medios exclusivamente democráticos e institucionales. ¿Perdón? ¿Democracia e instituciones? ¿Aquella maquinaria burocrático-clientelista de la que estamos tan hartos?
La sociedad española, que desde el fin de la dictadura ha parecido tan desoladora, tan deprimente, en estos días nos ha sorprendido a todos y todas. Decenas de miles se han juntado -fuera de las instituciones y de la legalidad- para expresar que no se sienten representados; que ya no se dejarán representar. Los supuestamente apolíticos han recuperado los espacios de intercambio, organizando este espacio de manera democrática desde abajo. Pese a que no se perfila una «revolución comunera» en España, estos acontecimientos recuerdan un poco a América Latina. En el subcontinente, los procesos de cambio también empezaron con una crisis de la representación y con una revuelta contra las instituciones. Que se vayan todos, decía el lema de los argentinos en 2001. Y en Venezuela en 1989, los marginados simplemente se fueron a los almacenes para apropiarse del bienestar que siempre se les había prometido. Hay otra similitud más: igual que hoy en España, la izquierda política era inexistente antes de las revueltas.
El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos describe nuestras sociedades como «democracias de baja intensidad» donde existen «islas de relaciones democráticas en un archipiélago de despotismos (económicos, sociales, raciales, sexuales, religiosos)». Considero fundamental esta crítica para la comprensión de nuestras sociedades. Y creo que tampoco hay que hacerse ilusiones sobre la posibilidad de transformar estas democracias desde las instituciones.
La historia de las propuestas electorales alternativas -empezando por los partidos obreros hasta las nuevas formaciones ecologistas-, evidencia que las políticas alternativas no se conquistan en primer lugar mediante elecciones. En Europa, la mayoría de las reformas de derecha se plasmaron con gobiernos de centroizquierda. Acordémonos del PSOE que llevó España a la OTAN o del gobierno roji-verde que desmanteló el sistema social en Alemania. Es menos paradójico de lo que parece; ya que los gobiernos de centroizquierda enfrentan menos resistencia social, los gremios empresariales y consorcios mediáticos apuestan a menudo por esta opción.
Pero las propuestas electorales no sólo chocan con las correlaciones de poder. Las instituciones también transforman a los que se meten en ellas. Estando en funciones gubernamentales, los partidos alternativos empiezan a conformar relaciones clientelistas con el estado. Es decir, sus cuadros desarrollan un interés material en mantener el status quo. Finalmente, no son los reformistas los que reforman al estado; es el estado que transforma a los transformadores.
Ahora bien, es cierto que en Euskal Herria este no ha sido el caso. La izquierda abertzale tiene representación institucional desde 1978 sin que se haya asimilado, burocratizado o corrompido como otros partidos. Parece ser la gran excepción que demuestra que la participación institucional sí puede funcionar. No hay que olvidar, sin embargo, que la coherencia de la izquierda abertzale también tuvo que ver con el conflicto. Para la mediocridad oportunista, atraída por el éxito electoral como las moscas por la miel, la izquierda abertzale nunca ha sido una opción interesante, dado que siempre estaba amenazada por la criminalización. Con el nuevo ciclo político esto probablemente cambiará. Además, el vanguardismo revolucionario surtía efecto. Será cierto que este vanguardismo no fue muy democrático, pero permitió que la izquierda abertzale mantuviera un sano escepticismo frente a las instituciones. Una y otra vez los «radicales» transmitían que son las luchas populares -y no la conformación de los gobiernos- las que transforman a las sociedades (a veces, hasta los radicales tenemos razón).
Afortunadamente, se ha terminado el ciclo de las vanguardias y de los muertos -ojalá termine pronto también el de los torturados y presos-. Pero no hay que olvidar que este nuevo ciclo tiene sus riesgos. Sin el conflicto, el sistema representativo hará sentir su fuerza de asimilación. En el pasado, no ha habido muchos partidos de izquierda que hayan sabido resistir a la seducción del poder.
¿Significa que Bildu debería dejar de gobernar -como lo desea Odón Elorza y otros muchos- para acampar en el Boulevard de Donostia? Metafóricamente hablando, la izquierda abertzale se encuentra en acampada permanente desde hace 40 años. No hay que subestimar lo que ha conseguido con esta movilización. Si Euskal Herria se distingue de la triste Europa contemporánea, es por dicha movilización. Pero ninguna sociedad puede mantenerse constantemente en la calle. En este sentido, Bildu no se debe ni se puede ausentar. Hay que reconocer que en el pasado la izquierda abertzale ha actuado de manera bastante inteligente frente a las instituciones. Desconfiando del escenario representativo, ha contribuido a construir avances concretos: en favor del euskara, de los derechos sociales, de la igualdad de género, etc.
Es probable que en el futuro sea más difícil de mantener una postura inteligente. Los cantos de sirena -y las bonificaciones materiales- del espectáculo institucional desplegarán todo su poder. ¿Qué puede hacer la izquierda abertzale para no convertirse en parte de este sistema contra el cual estamos hoy en la calle? Lo primero, seguramente, es mantener la actitud crítica. Ya antes del 15-M se podía saber que la democracia real poco tiene ver con el teatro mediático que nos llama a la selección de un producto cada 4 años. Pero es bueno que, precisamente en este momento, los de la Puerta del Sol nos lo hayan recordado (aunque hubiera sido grato si se hubieran indignado frente a las ilegalizaciones y torturas también). Democracia significa ampliar constantemente los espacios de la democracia, liberando a todo un archipiélago despótico: en las empresas, las familias, los procesos administrativos y de planificación.
En segundo lugar, se necesitará un control social de los electos. Una de las mejores consignas de la izquierda abertzale fue la de 1978: «Alkaterik onena… herria!» En este sentido, la primera tarea para una fuerza democratizadora no es gobernar, sino abrir espacios de decisión para el pueblo. Ahí, Euskal Herria tiene la ventaja de poder recurrir a las existentes tradiciones comunitarias.
El nuevo ciclo político comenzó en 2004 en Anoeta con una crítica implícita a las vanguardias. De ahora en adelante ya no serán el Estado y ETA, sino los habitantes de las tierras vascas los que deberán decidir. Algo parecido se reivindica hoy en la Puerta del Sol. La democracia es el poder popular.
Seguramente, no da lo mismo que Bildu esté en la Diputación Foral de Gipuzkoa o no. Pero estar en sí mismo tampoco es un logro. La emancipación no la hacen los gobiernos; ni siquiera los más honrados y progresistas. La emancipación hay que conquistarla y construirla desde la sociedad. Por todo ello, me emociona el nuevo ciclo político.
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20110602/269939/es/Nuevos-retos