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Cronopiando

O abrimos los ojos o nos cierran la boca

Fuentes: Rebelión

Es verdad que el terrorismo de Estado siempre ha disfrutado del indispensable amparo legal que garantice su impunidad y, en consecuencia, su reiterada constancia; que los convenios y leyes internacionales en materia de derechos humanos, dependiendo de quienes las dispongan y a quienes las apliquen, tanto pueden ser un palpable compromiso como otro ejercicio de […]

Es verdad que el terrorismo de Estado siempre ha disfrutado del indispensable amparo legal que garantice su impunidad y, en consecuencia, su reiterada constancia; que los convenios y leyes internacionales en materia de derechos humanos, dependiendo de quienes las dispongan y a quienes las apliquen, tanto pueden ser un palpable compromiso como otro ejercicio de espumosa retórica; y que no hay concepto que por ético se tenga al que no se haya aderezado su virtud con los imprescindibles acápites que lo desvirtúen.

También es verdad que no es la plusvalía una ingeniosa innovación recién parida, ni que la explotación del ser humano valga como primicia en cualquier medio.

Y no deja de ser cierto que el deterioro ambiental, en la misma medida que han aumentado sus causas, sigue agravando sus efectos hasta el punto de empezar a tornarse irreversible.

Lo que establece la diferencia entre el pasado y estos días, lo que aporta un sesgo particular al momento que vive la humanidad y que tal vez nunca se había manifestado antes con tanta crudeza, es el descaro con que se expresan los responsables de este general naufragio, es la desfachatez con que enarbolan sus espurios intereses, la desvergüenza con que nos muestran sus arteras intenciones.

Ya ni siquiera se molestan en apelar al disimulo, en encubrir sus viles ambiciones, en procurarse coartadas que los pongan a salvo del general repudio. Acaso porque hayan agotado todos los subterfugios y pretextos, o porque nunca antes los valedores de este inhumano orden y criminal mercado habían disfrutado de tanta impunidad, ya ni guardar el disimulo les importa.

Que un estado como el israelí actúe con el cinismo y la desfachatez con que lo hace actualmente ese estado ante la indiferencia internacional; que su embajador en Madrid compare despectivamente los cooperantes asesinados a bordo de esos barcos cargados de ayuda humanitaria con los muertos en accidentes de tráfico; que se permita ese gobierno terrorista llamar terroristas a quienes transportaban esa ayuda para una Gaza bloqueada en contra de cualquier razón o derecho; que se permita, incluso, ese mismo gobierno, investigar y absolver su propio crimen, es algo en verdad inaudito. Y lo es, no obstante la dilatada e inconcebible historia de desplantes que acumula Israel.

Que un empresario como Díaz Ferrán, en lugar de estar preso por estafador, sea reafirmado como presidente de los empresarios españoles y asuma, incluso, responsabilidades de Estado impensables en delincuente de semejante catadura, no se había visto nunca. Y ello, a pesar de la dura competencia que en tan triste desempeño ha tenido en el pasado.

Que una caterva de políticos, de asaltantes del erario público, tan numerosa como desalmada, siga todavía haciendo mofa de sus causas pendientes y alardeando públicamente de su insoportable impunidad, no tiene parangón en la historia. Y eso que la historia ya los ha visto antes.

Que gobernantes que, en relación a la mentada crisis, no tengan empacho alguno en exonerar de culpas a los trabajadores a los que, al mismo tiempo, cargan con sus consecuencias, tampoco es algo que haya sido tan habitual. Al menos, no con el descaro con que actualmente lo hacen.

Resulta intolerable que desechos humanos como Berlusconi, por poner un ejemplo, sigan dirigiendo los destinos de Europa; que criminales de guerra como Aznar, Blair, Bush o Solana, por citar algunos casos, no hayan sido encausados; que Felipe González dirija un pretendido comité de sabios europeos. Increíble que al presidente más belicoso del mundo se le entregue el Nobel de la Paz y aproveche hasta su discurso de investidura para hacer apología de la guerra; que las armas nucleares que Irán no tiene resulten más peligrosas que las que Israel acumula. Insólito que la más pecadora iglesia determine el valor de la virtud; que los mismos medios de comunicación que se conmueven hasta el paroxismo por la muerte en Cuba de un preso en huelga de hambre, muestren su absoluta indolencia ante los miles de presos palestinos en huelga de hambre o los nueve mil niños que todos los días mueren de hambre en el mundo, por cierto, ninguno en Cuba. Impensable que se alargue la edad de jubilación y se pretenda llevar la jornada laboral a 65 imposibles horas; que se autorice el despido libre, que se quieran negar a decretazos siglos de lucha y de conquistas sociales; que los crímenes que se amparan en los supuestos «accidentes laborales» sigan multiplicándose sin que nadie pague; que se autorice el robo a los pensionistas; que el ejercicio de la democracia se haya convertido en un fraudulento circo en el que, entre excluidos y abstencionistas, no participa ni la mitad de los llamados a las urnas; que con dinero público se sostenga a los bancos para que éstos puedan seguir extorsionando a los mismos con cuyos recursos se alimenta su voracidad…

Es esa insolencia, ese descaro, esa descarnada desvergüenza con que actúan los responsables de haber llevado al mundo a esta debacle moral y económica, lo que convierte la crónica más vieja y alevosa en una nueva canallada, casi recién pintada.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.