Traducido para Rebelión por Caty R.
«Cuando Europa oye la historia del cristianismo, escucha su propia historia. Los cristianos deben unirse para recordar a Europa sus raíces. Su memoria del pasado alienta sus aspiraciones para el futuro» (El Papa, 25 de septiembre de 2009 en Brno, República Checa).
Una herida que existe desde que el mundo es mundo es el racismo, el cual podríamos definir según la Wikipedia, que dice:
«El racismo es una ideología que consiste en jerarquizar a los grupos humanos naturales que se designan generalmente con el término ‘razas’. A partir de atributos naturales, visibles o no (físicos, psíquicos, culturales, etcétera), se adjudican características morales o intelectuales al conjunto de dicho grupo. Esta ideología puede conllevar una actitud de hostilidad sistemática con respecto a un determinado grupo de personas. Dichos actos de hostilidad se traducen en la discriminación, una forma de xenofobia o etnocentrismo».
El racismo es, por así decirlo, consustancial con la naturaleza humana; en nombre del racismo existen la esclavitud, la trata de negros, el código negro o el código indígena. Vamos a ver, por medio de algunos casos, cómo Europa desarrolla, a diferencia de otros pueblos y naciones, un doble discurso: el de los derechos humanos, el Habeas Corpus, los derechos del hombre y el ciudadano, al mismo tiempo que, en el siglo XXI, sigue consintiendo sibilinas actuaciones racistas e incluso mantiene, a través de mecanismos invisibles, esa barrera, también invisible, que existe entre el colonizado y el colonizador, entre el «beur» (término familiar que designa a los descendientes de emigrantes del norte de África establecidos en Francia, N. de T.) o el negro de las antiguas colonias convertido en francés, pero siempre bajo el techo de cristal que mediatiza totalmente su futuro. Si es cierto que en el siglo XIX los cantores de las razas superiores como Arthur de Gobineau (De l’inégalité des races) o Renan y Joseph Chamberlain en Inglaterra mantenían con convicción el filón del racismo, Jules Ferry, en Francia, no se quedó corto al proclamar en la Asamblea que «los derechos humanos no son aplicables en nuestras colonias».
«La raza de los elegidos»
¿De dónde viene la certeza de pertenecer a la raza de los elegidos? Hay que remontarse, como explican Nicolas Bancel y Sandrine Lemaire, a la conquista colonial y al «deber de civilización»:
«Es difícil imaginar en la actualidad, escriben, las numerosas exhibiciones de ‘indígenas’ y la variedad de lugares donde se reconstruían las ‘ciudades negras’ o se daban espectáculos étnicos entre los años 1850-60 y 1930. Exposiciones universales y coloniales, parques zoológicos y también empresas privadas -como la famosa alemana Hagenbeck-, proponían sin descanso ese tipo de espectáculos (…). Dichas exhibiciones contribuían a difundir entre el público una visión del indígena como un ser incompleto, torpe, e incluso próximo a los animales. ¡Sí, el salvaje existe! Se trata de «civilizarle». Al exhibir así al otro, como sistemáticamente inferior a los grupos humanos, se profundiza un foso entre ‘ellos’ y ‘nosotros’ y se confirma a Occidente su papel de «guía del mundo», de ‘civilización superior’. ‘Animalizar a los conquistados’ permite justificar la brutalidad de los conquistadores. En el período de entreguerras, las exposiciones cada vez representaban más la lenta pero posible evolución del salvaje hacia la civilización. Se sigue mostrando la distancia entre ‘ellos’ y ‘nosotros’, pero también el enorme trabajo realizado para intentar civilizarlos. Ya se mostraba más a menudo al indígena bajo su forma de sirviente; éste había abandonado sus aspectos más salvajes para vestir los ropajes de soldado, artesano u obrero al servicio de la ‘Gran Francia'» (1).
Pero incluso puede ir más lejos:
«El lenguaje del colono cuando habla del colonizado, escribe Franz Fanon, es un lenguaje zoológico. Se hace alusión a los movimientos de reptil de los asiáticos, las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas, la peste, el pulular, el hormigueo y las gesticulaciones. El colono, cuando quiere describir bien y encontrar la palabra justa, se sirve constantemente del bestiario» (2).
Existe todo un vocabulario a disposición del colono, y después del francés, de buena casta y buen color. Cuando se habla de los suburbios se habla de salvajes o chusma. Se habla también de «jungla» si se trata de los clandestinos de Calais; el término «bougnole» es más viejo. René Naba da una explicación, se trataría de soldados magrebíes a quienes atiborraban de aguardiente (gnole) antes de un ataque, de ahí el término «Abu gnole», que desembocaría en el citado «bougnole». Ésta es la recompensa para los colonizados que dieron su vida y se ven ridiculizados con nombres que perjudicarán a todos sus descendientes hasta la Francia de 2009.
Vamos a articular nuestro alegato sobre el racismo ordinario con tres ejemplos recientes.
En un vídeo ampliamente difundido, el ministro del Interior charla con la joven guardia del UMP: autógrafos, apretones de manos, fotos, animación en los corrillos… Entre los acólitos está Amine Benalia Brouch, manifiestamente ávido de estrechar la mano del ministro y salir con él en la foto: «Ah sí, esto es la integración… ¡Y habla árabe!» Marie Apathie, secretaria del departamento del UPM en las Landas le presenta: «Es católico, come cerdo y bebe cerveza». Hortefeux enfatiza: «No corresponde en absoluto al prototipo, entonces». Ella añade: «Es nuestro pequeño árabe…» El ministro: «Siempre tiene que haber uno. Cuando hay uno, está bien. Es cuando hay muchos cuando hay problemas». Incluso el militante árabe vino al rescate del ministro, asegurando que no le había faltado al respeto (3).
Segundo asunto: seis policías antidisturbios de Satory declararon que fueron objeto de insultos y discriminaciones por parte de sus colegas. El viernes afirmaron su voluntad de acudir a la Halde (Alta autoridad de lucha contra las discriminaciones y por la igualdad). Destinados en las Yvelines, los seis policías, «desde su llegada, regularmente fueron víctimas de insultos racistas y discriminaciones». Así, uno de los policías «muchas veces» habría sido denominado «boulogne» por su comandante, quien regularmente le recordaba que «era la ‘cuota’ de la Secretaría». Otros dos policías musulmanes de origen magrebí afirmaron que fueron humillados durante las sesiones de entrega de galones. La dirección de la gendarmería, que todavía no ha recibido la decisión de la Halde, confirmó que en febrero un policía denunció insultos racistas por parte de su comandante de escuadrón, a quien se castigó con treinta días de arresto, según el servicio de información y relaciones públicas de los ejércitos. «El honor está a salvo…»
Un tercer asunto es, en realidad, un grito de sufrimiento de un periodista de Le Monde de origen magrebí, que expone sus vejaciones cotidianas. Veamos algunos hechos:
«Brice Hortefeux es muy gracioso. Lo sé, un día me gastó una broma. El jueves 24 de abril de 2008. El ministro de Inmigración e Identidad Nacional debía recibirme en su majestuoso despacho. Una cita para hablar de las huelgas de los sin papeles en las empresas. Nunca le había visto. Mi colega Laetitia Van Eeckhout y yo esperamos pacientemente en aquel hotel particular de la República. Brice Hortefeux llegó, me tendió la mano sonriente y flojo: ‘¿Usted tiene sus papeles?’. Tres meses después, el lunes 7 de julio, día de mi 29 cumpleaños, yo cubría el Tour de Francia. Estaba preparando un artículo sobre las personas que pueblan las orillas de las carreteras. ‘¡Yo no hablo contigo!’ me espetó un hombre joven, un veinteañero. A mi lado, mi colega Benoît Hopquin no tenía ningún deseo de discutir con esta ‘Francia profunda’. Después me confesó que aunque ambos teníamos nuestra acreditación, una empleada de la organización le llamó para saber si yo era su… conductor. (…) Yo pensaba que mi ‘calidad’ de periodista de Le Monde por fin me preservaría de mis principales ‘defectos’: ser árabe, tener la piel muy morena, ser musulmán (…). Creía que mi carné de prensa me protegería de los ‘colmillos’ de las personas obsesionadas por los orígenes y las apariencias. Pero sean quienes sean las personas, los lugares o la población, los prejuicios son pegajosos. A menudo hablo con mis colegas: Les cuesta creerme cuando describo este ‘apartheid mental’, cuando les cuento las pequeñas humillaciones que me infligen cuando hago reportajes, o en la vida cotidiana. Tengo que demostrar claramente que soy periodista de Le Monde o no me creerán. Algunos no dudan en llamar a la sede para señalar que ‘¡un ‘Mustafá’ se hace pasar por periodista de Le Monde!‘ (4).
«He borrado mi nombre…»
«Hace mucho tiempo, confiesa Mustafá Kessous, que no pronuncio mi nombre cuando me presento al teléfono: siempre soy ‘el señor Kessous’. Desde 2001, desde que soy periodista, primero en la redacción de Lyon Capitale y después en la de Le Monde, soy ‘el señor Kessous’, eso pasa mejor: así no se imaginan que el reportero es un ‘moro’. El gran rabino de Lyón, Richard Wertenschlag, me confesó sonriendo: ‘Pensé que usted pertenecía a nuestra comunidad’. He tenido que amputar una parte de mi identidad, he tenido que borrar mi nombre árabe de mis conversaciones. Decir Mustafá significa correr el riesgo que tu interlocutor se niegue a hablar contigo. A veces me digo que estoy paranoico, que me equivoco. Pero esas cosas pasan tan a menudo… Para tener la suerte de mi parte, pedí que me educasen en una escuela católica: ¡conocí el infierno! (…). Al principio iba solo a las agencias inmobiliarias. Y para mí -casualmente- no había apenas nada disponible (…). ¿Y qué decir de la policía? ¿Cuántas veces me han controlado -incluso con mi madre, que tiene más de 60 años-, me han aplastado contra el capó del coche en pleno centro de la ciudad, me han registrado hasta los calcetines, me han rodeado en una subasta, me han esposado en una manifestación? Tengo muchas historias como ésas que contar. Dicen que soy de origen extranjero, un moro, chusma, un islamista, un delincuente, un salvaje, un ‘beurgeois’, un niño nacido de la inmigración… pero nunca francés, un francés con todas las de la ley» (4).
«Hay nombres propios, escribe Léon Marc Lévy, que llevan en sí mismos un significante puro, al margen de la designación de una persona física: Mustafá, N’Diaye, Lévy. Derecho al síntoma de nuestra Francia profunda en la cual el «petainismo» o el colonialismo no tienen nada de accidentes. Los nombres y apellidos se desvían de su destino, dejan de señalar una identidad. Se convierten en el-nombre-del árabe, el-nombre-del-negro, el-nombre-del-judío. En su testimonio, Mustafá Kessous nos cuenta con elegancia y modestia las heridas del Mustafá que es (…). No pretendo repetir, esta vez en nombre del judío, el magnífico y emotivo testimonio de Mustafá Kessous. De todas formas tampoco podría hacerlo, porque las heridas que yo he podido sufrir debido a mi nombre son infinitamente menos frecuentes, menos duras, menos profundas que las que tiene que sufrir un árabe todos los días, en el trabajo, en la calle, ante las ventanillas de la administración o a la puerta de una discoteca (…)».
Hipócritamente, una lectora de Le Monde, como reacción al artículo de Kessous, le propuso que cambiase de nombre, ¡que «matase» su nombre! ¡Como para demostrar que la pulsión está bien muerta! ¿Quién de nosotros no ha asistido a una de esas escenas «banales» de racismo antiárabe o de islamofobia? ¿Y si decidiéramos -algunos, por supuesto, ya lo hacen-, no consentir que eso siga, no callar, no tolerar más que cualquiera sea identificado por una cara o un nombre? El principio del camino depende sin duda de todos nosotros. Para acabar con los «nombres comunes» (5).
Esos hechos comprobados, entre muchos otros, nos permiten medir la profundidad del foso que separa a los nuevos franceses que soltaron sus amarras originales pensando, ingenuamente, integrarse armoniosamente a la sombra de las leyes de la República sin perder su identidad, incluso su alma. (…) Justo retorno de las cosas, el desencanto ha profundizado en los «beurs» quienes, cansados de reivindicar derechos tras abdicar de su identidad original por una hipotética identidad gala que les rechaza en la práctica, esos mismos «beurs», a través de una verdadera introspección, dan el paso de regresar a sus fuentes. Sin embargo, como escriben Charmes Bremmer y Marie Tourres: «Con el deseo de evitarles la discriminación, muchos padres inmigrantes dieron a sus hijos nombres muy franceses. Es difícil, entonces, volver atrás». Nacieron en Francia y se llaman Louis, Laurent o Marie, pero quieren cambiar sus nombres y convertirse en Abdel, Said o Rachida. Las solicitudes de cambios de nombres por parte de hijos de inmigrantes se multiplican ante los tribunales franceses. (…) «Mi apariencia está en contradicción con mi nombre», explica Jacques, de 25 años, que desea adoptar un nombre originario del país de sus padres, Argelia (6).
Los «beurs» tienen una forma propia de resumir su situación en tres frases: «Puedes ganar medallas de oro para Francia, pero para los polis siempre serás un macaco». «Puedes ganar la Copa del Mundo para Francia, pero para los polis siempre serás un ratón». «Puedes vivir en Francia desde hace 200 años, pero los porteros de las discotecas, si eres moreno, siempre te dirán ‘no es posible'».
Tampoco creamos que el racismo desapareció en los Estados Unidos de Obama. Recordamos las desventuras del profesor negro de Harvard, maltratado en su casa por la denuncia de un transeúnte que pensó que estaba robando. Ahora que la popularidad de Barack Obama se apaga, los ataques por sus orígenes y su color cada vez se vuelven más precisos. Obama como un brujo africano con un hueso atravesado en la nariz, Obama como un mono, comiendo un plátano… (…) Un artículo publicado en la Web de la cadena de televisión Fox News lanzó una teoría según la cual la reforma del sistema de salud sería un intento disimulado de dar reparaciones por la esclavitud: los blancos pagarán la cuenta y, por un mecanismo misterioso, los negros se beneficiarán de toda la asistencia.
En definitiva, De Gaulle tenía mucha razón al afirmar que «el cuerpo social» francés «no está preparado para absorber en gran cantidad elementos ajenos a su ‘identidad’, la de un pueblo europeo de raza blanca, cultura grecolatina y religión cristiana». Precisamente en nombre del cristianismo, y lo mismo que en la época de los imperios españoles y portugueses, se mantiene frente al «otro» esa distancia religiosa en nombre de la «Regla de las tres C»: Cristianización, Comercio y Colonización. El mensaje del Papa, reiterado en Brno, sigue meciendo de forma invisible el imaginario de los occidentales en nombre de su religión exclusiva, a pesar de un laicismo de fachada que sólo es válido entre «gentes de bien» y excluye a los «otros», a todos los otros.
NOTAS
(1) Nicolas Bencel y Sandrine Lemaire, Zoos humains, La Découverte, 2004.
(2) Les Damnés de la Terre (1961), Frantz Fanon, 2ª edición La Découverte, bolsillo, 2002.
(3) Chloé Leprince: «Hortefeux donne dans l’humour raciste a repetition», Rue89, 10 de septiembre de 2009.
(4) «Moi, Mustapha Kessous, journaliste au Monde victime du racisme». Le Monde, 23 de septiembre de 2009.
(5) Léon-Marc Levy, «Des noms pas Propes», Le Monde, 23 de septiembre de 2009.
(6) C. Bremmer, M. Tourres: «Quand Jean-Pierre veut s’appeler Mohamed». The Times, 28 de noviembre de 2008.
Chems Eddine Chitour es profesor de la Escuela Politécnica Superior de Argel.
Fuente: http://www.legrandsoir.info/L-Occident-et-les-autres-Chronique-d-un-racisme-ordinaire.html