Si se parte de que una revolución no es exportable sino que se da para resolver las lacras sociales de un determinado país, bajo condiciones objetivas generadas en su interior, se concluye que lo correcto es que cada sociedad enfrente sus dificultades por sí misma, aunque generalmente lo que se da es la intervenció n […]
Si se parte de que una revolución no es exportable sino que se da para resolver las lacras sociales de un determinado país, bajo condiciones objetivas generadas en su interior, se concluye que lo correcto es que cada sociedad enfrente sus dificultades por sí misma, aunque generalmente lo que se da es la intervenció n ext erna para destruir una revolución, cuyo advenimiento no es bien visto por los países de la periferia, que sufren de los mismos males que el país rebel de y no han hecho el mínimo esfuerzo p ara resolverlos. Actúan contra la revolución con la esperanza de matar al ‘monstruo’ que acaba de nacer, antes de que sus logros se hagan patentes. Que esta intervención tenga éxito o no, depende de la fortaleza del recién nacido y de las debilidades de los interventores.
Antes que nada, es necesario aclarar cierta confusión que se escucha a menudo: la Revolución de Octubre se da realmente en noviembre, se realiza no contra el zar, que había abdicado previamente, sino que la llevan a cabo los bolcheviques, una rama de la social democracia rusa, contra los mencheviques, otra rama de la misma social democracia rusa. La Revolución Rusa estalla el 7 de noviembre de 1917, como una de las tantas consecuencias de la Primera Guerra Mundial, porque Rusia fue el eslabón más débil de la cadena de potencias imperialistas de esa época. La misma revolución fue un proceso prácticamente incruento, no así la Gran Guerra y la Guerra Civil, que se dio a partir de la Revolución Rusa, que desangraron a Rusia.
El socialismo se consolida en el seno de la Rusia Soviética luego de que los comunistas, o bolcheviques, derrotaran a la intervención extranjera y a l o s ejércitos blanc o s, comandad o s por el barón de Wrangel, el Almirante Kolchak y los generales Yudiénich y Denikin. Los derrotados, en su inmensa mayoría, emigraron de Rusia, pero jamás perdieron el profundo amor por su patria ni la traicionaron. A Denikin, por ejemplo, los nazis le ofrecieron todo para que los apoyara, pero él siempre les contestaba: «No quiero a los rojos, pero amo mucho más a Rusia». Y en la lejanía, estos rusos siguieron cantando y escribiendo sobre el amor a su tierra lejana.
Los acontecimientos revolucionarios se dieron de la manera siguiente: l a poca preparación de Rusia para la Gran Guerra le significó una serie de reveses y derrotas. Se generalizaron el hambre y el descontento colectivo, comenzaron las manifestaciones políticas, las huelgas ininterrumpidas y los asaltos a los locales comerciales. Las fuerzas populares se organizaron en los Soviets, a los que se unió una parte de los miembros de la Duma, ya disuelta por el z ar, y juntos lo derrocaron en abril de 1917 . Terminó así la dinastía de los Romanov, que había gobernado Rusia los últimos tres siglos, y se instauró el Gobierno Provisional presidido por el Príncipe Lvov y Kérensky. Las diferencias entre este Gobierno y los Soviets se hicieron patentes a propósito de la continuación de Rusia en la guerra; los órganos de poder fueron captados en su mayoría por las fuerzas revolucionarias bolcheviques, que exigían la salida de Rusia del conflicto, la paz inmediata y la profundización de las conquistas populares. Poco después del regreso de Lenin del exilio, los destacamentos de obreros y soldados asaltaron el Palacio de Invierno, defendido solamente por un batallón femenino, lo que fue el inicio de la primera Revolución Socialista de la historia. Este hecho cambió el curso de la vida de todos los habitantes del planeta.
La muerte de Lenin provocó la lucha política entre los partidarios de Stalin y los de Trotsky por captar el poder político de Moscú. Según Stalin, el socialismo podría ser alcanzado por Rusia por tratarse de un país gigantesco y con muchos recursos; en cambio, Trotsky postuló la tesis de la revolución permanente, según la cual la revolución en un país atrasado, como Rusia, no podría sobrevivir a menos que la revolución triunfara en los países más avanzados del mundo. Trotsky creía que la historia le había jugado una broma pesada a la humanidad al crear condiciones revolucionarias en un lugar donde las bases materiales para dar cuerpo a las ideas socialistas no se habían alcanzado y que lo pasado en Rusia era el preámbulo de lo que debería suceder en Alemania o Estados Unidos, le pareció imposible pretender la edificación del comunismo en la Rusia Soviética por carecer ésta de una clase obrera desarrollada. También sostuvo que Stalin había sustituido la frase «El Estado soy yo, del rey Sol, por la sociedad soy yo», y lo acusó de abandonar la revolución mundial por algo imposible, por la construcción del socialismo en un solo país, para lo cual, según Stalin, era necesaria la dictadura del proletariado. No pensaba así el marxista Plejánov, quien escribió que la dictadura de un partido terminaba siempre en la dictadura de una persona; por eso, para Trotsky, la de Stalin debía degenerar hasta constituirse en la negación misma del comunismo.
Trotsky era un judío impaciente que se dejaba arrastrar por su inmodestia y no lograba ocultar sus ambiciones personales, lo que le granjeaba el rechazo de muchos de sus camaradas. Proclamaba que el capitalismo jamás permitiría edificar una nueva sociedad y que sus ataques derrumbarían lo poco que se lograra erigir; asimismo, manifestaba que los rusos eran tan atrasados que, en el mejor de los casos, lo único que podrían establecer sería una caricatura del comunismo. Pero, a pesar de que era un conocedor erudito de la cultura europea y de su enorme preparación intelectual, fue derrotado fácilmente por Stalin, que controlaba el Partido Comunista.
Stalin no era eslavo sino georgeano y, según un decir ruso, por donde pasa un georgeano un judío no tiene nada que hacer. También fue un típico capricorneano: testarudo y tan diamantino de voluntad que sus mandatos eran casi inamovibles; le sobraba astucia para urdir todo tipo de intrigas; tenía la paciencia de una araña que espera a su víctima en un rincón; no se conocía ni lo que pensaba ni lo que deseaba y, según afirmaba, desconfiaba hasta de sí mismo. Dominaba el don de la ubicación, siempre estaba en mayoría y en los lugares y momentos precisos. Mientras que sus camaradas dirigían el ejército, la seguridad y los sindicatos, creyendo estar más próximos al poder, él tomó un puesto que todos despreciaron, la Secretaria General del Partido Comunista de la Rusia Soviética y, a través de sus organismos, controló todos los resortes del Estado. Supo sacar ventaja de las debilidades y aspiraciones de sus adversarios: se unió con Zinóviev y Kámeniev para vencer a Trotsky y con Bujarin para derrotar a Zinóviev y Kámeniev. Después no le costó trabajo ganarle la partida a Bujarin, que quedó totalmente aislado.
Finalmente triunfó Stalin, y Trotsky, luego de ser expulsado del partido comunista, se exilió y organizó la «Oposición de Izquierda Internacional» a través de una facción de la III Internacional. Después de que Hitler llegara al poder en la Alemania Nazi y de la persecución de los comunistas en Europa, Trotsky formó la IV Internacional y se exilió en México, donde fue asesinado por Ramón Mercader, un personaje oscuro de la historia, del que se cree fue agente de los servicios secretos soviéticos.
Lo cierto, y más allá de toda duda, es que Stalin fue el único dirigente comunista que no soñó con la Revolución Mundial, pues tenía los píes bien asentados sobre la tierra y sostuvo que comprometerse en organizarla «era un error tragicómico». En 1931 sostuvo que en el plazo de diez años la Unión Soviética, o la URSS, así pasó a llamarse Rusia Soviética, iba a ser invadida por el mundo occidental, se equivocó en muy pocos días. Comprendía que la revolución dependía de sus propias fuerzas para subsistir, para lo cual la URSS debía industrializarse, lo que hizo mediante planes quinquenales que convirtieron a ese país en una gran potencia mundial, que despertó la admiración y el respeto de todos. Y pese a que transformó una colectividad campesina en una moderna sociedad industrial, Rusia estuvo al borde de desaparecer derrotada por la coalición militar más poderosa de la historia, que en 1941 aglutinó bajo el mando de Hitler y sus aliados a toda la Europa continental. Sin embargo, luego de heroicas batallas y de liberar a muchos países del yugo nazi-fascista, las tropas soviéticas entraron en Berlín y el 2 de mayo de 1945 izaron la bandera roja en el Reichstag, el parlamento alemán. Una semana después, el 9 de mayo, el nazismo capituló ante los Aliados, y ese mismo día, las últimas tropas alemanas se rindieron en Praga ante el General Kóniev. Gracias al heroico sacrificio de todos los hombres libres, la humanidad se salvó de vivir bajo el Tercer Reich, sistema político que Hitler había planificado para mil años.
La guerra ocasionó a la Unión Soviética la muerte de 27 millones de sus ciudadanos y la destrucción de bienes materiales por un valor cercano a los tres billones de dólares; el pueblo ruso, sin ayuda de nadie, reconstruyó su país. Fue Rusia la que llevó el fardo más pesado de esta contienda, merced a su valentía salvaron su vida millones de europeos, estadounidenses e ingleses. Edward Stettinus, Secretario de Estado de EEUU durante la Segunda Guerra Mundial, reconoció que el pueblo norteamericano debería recordar que en 1942 estaba al borde de la catástrofe. Si Rusia no hubiera sostenido su frente, los alemanes hubieran estado en condiciones de conquistar Gran Bretaña y apoderarse de África y América Latina.
Rusia es una nación de grandes pasiones, que para ser dirigida necesita de un mando vertical, sólo así se explica la aparición de gobernantes como Iván el Terrible, Catalina la Grande, Pedro I y Stalin, quien fue el que más poder tuvo y gobernó la U RSS desde 1922, cuando enfermó Lenin, hasta su muerte en 1953 . Gracias a su rectitud, el país marchó sobre ruedas, nadie robaba y la delincuencia fue mínima, factores que permitieron ganar la guerra.
Stalin dirigió la construcción del socialismo, un sistema cuya Constitución garantizaba los mismos derechos para todos sus ciudadanos; donde las clases sociales dejaron de ser antagónicas y la tierra y los medios de producción, para su mejor conservación y protección, eran comunes; donde sus ciudadanos fueron protegidos desde su nacimiento, con privilegios justos que tomaban en cuenta las necesidades básicas de cada uno de sus miembros en todas las etapas de su vida, lo que siempre fue y es predicado por los que luchan por la justicia social; donde el trabajador tuvo derecho a un trabajo justamente remunerado y perdió el miedo a la enfermedad, la vejez y el desempleo; donde la cultura y la educación superior fueron gratuitas para el que las quisiera adquirir; donde toda empresa brindaba a cada trabajador la oportunidad de desarrollar sus capacidades artísticas, científicas o espirituales; donde las mujeres tenían los mismos derechos que los varones y, tal vez, un poco más; donde las madres podían cuidar con mayor ahínco a sus hijos; donde la única ‘clase privilegiada’ fueron los niños, con iguales derechos independientemente de las condiciones sociales de sus padres; donde no hubo ni racismo ni discriminación racial ni religiosa de ningún tipo; en fin, donde fue eliminada la explotación del hombre por el hombre, el origen de todos los males en cualquier sociedad.
Los detractores de Stalin critican estas conquistas sociales por el alto costo humano que tuvieron. No toman en cuenta ni la época ni las circunstancias en que le tocó gobernar e intentan responsabilizar únicamente a él por los excesos e injusticias cometidas; en otras palabras, individualizan lo que fue responsabilidad colectiva. Así por ejemplo, Jruchev, quien era más estalinista que Stalin, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS descargó toda su culpa y la ajena sobre los hombros de Stalin, gobernante que no debe ser ni santificado ni demonizado sino valorado con objetividad, igual a lo que se hace con Isabel I de Inglaterra y Napoleón Bonaparte.
A partir de su muerte surgieron las componendas políticas, tanto en el gobierno como en la sociedad. L a aparición y expansión del mercado negro se dio en la URSS en correspondencia con la escasez de productos básicos, consecuencia de los destrozos gigantescos causados por la Segunda Guerra Mundial. A este país le corresponde el 30% de los costos de la destrucción total causada por la guerra; para reconstruir la URSS no hubo ni Plan Marshall ni ninguna ayuda económica de parte de sus aliados de guerra. Este mercado posibilitó la formación paulatina de «la nueva clase», según la definición de Mijail Djilas, compuesta por seres humanos carentes de principios morales, éticos y religiosos que, luego de instituir sus propias reglas de propiedad, tomaron el control del aparato productivo y de los bienes de la sociedad. Se trata de los chanchitos de «La rebelión en la granja», de George Orwell, convertidos en hipopótamos.
La nueva clase fue el fruto de la decadencia moral de los herederos de la vieja guardia bolchevique. Sus intereses de rapiña coincidían con los de los altos círculos gobernantes y fueron el reflejo de una economía de nuevo cuño, caracterizada por la unidad prácticamente convertida en amalgama entre la delincuencia común, el crimen organizado y los administradores corruptos del Estado Soviético. La toma del poder por esta clase se hizo inicialmente de manera timorata, luego tomó ímpetu hasta que sus tentáculos se disgregaron por los interminables laberintos de la URSS y de algunos países del Campo Socialista.
El deterioro intencional de este sistema desencadenó en esta nueva clase, especialmente entre los negociantes generados por la ‘perestroika’, una lucha virulenta por obtener e incrementar sus áreas de influencia y dominio. Con el pretexto de las privatizaciones, la nueva clase obtuvo las riquezas de estos países por una bagatela; fue una época fructífera para el interés de estos buitres hambrientos. El ciudadano común y corriente fue engatusado por sus nuevos ‘libertadores’, que se adueñaron del producto del sacrificio de una parte del mundo, que alguna vez soñó, en el Octubre Rojo, en tomar el cielo entre sus manos.
¡Para qué ganar una guerra civil y una guerra mundial cruentas! ¿Para que unos cuantos vivos se levanten con el santo y la limosna? Es inconcebible que el resultado del esfuerzo de muchas generaciones, de todo aquello que representó el sudor de millones de trabajadores, que se sacrificaron al extremo de lo imaginable durante una buena parte del siglo XX, se repartiera alegremente entre los nuevos testaferros del poder.
El colapso del socialismo a nivel europeo no fue casual sino organizado por las potencias extranjeras y sus quintas columna internas. El grueso de la suma con la que la nueva clase inició las incursiones en este novísimo sistema financiero provenía de norteamericanos, europeos e israelíes, que arriesgaron una pizca de sus capitales para sacar una buena tajada de las fraudulentas oportunidades que les ofrecían las privatizaciones durante el derrumbe del socialismo. La desintegración del sistema socialista es la mayor tragedia de la humanidad del siglo XX, pues rompió el equilibrio estratégico del planeta mantenido luego de la derrota de la Alemania nazi, debilitó a las fuerzas revolucionarias del mundo y facultó al imperialismo para actuar con la total desfachatez actual.
Finalmente, si Rusia zarista fue la tesis y Rusia soviética fue su antítesis, la Rusia de hoy es la síntesis que tiene el potencial político y espiritual, las tradiciones religiosas y culturales, la experiencia acumulada, la mentalidad nacional y un alto grado de cohesión social, necesarios para convertirse en el paladín de las causas más nobles.
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