A pesar del lema oficial del Comité Olímpico Internacional que coloca la participación amistosa y la honestidad como objetivos principales del deporte, y a pesar igualmente del llamado de Pekín a convertir el evento en una oportunidad para la armonía y la fraternidad entre los pueblos, lo cierto es que en los recientes juegos olímpicos […]
A pesar del lema oficial del Comité Olímpico Internacional que coloca la participación amistosa y la honestidad como objetivos principales del deporte, y a pesar igualmente del llamado de Pekín a convertir el evento en una oportunidad para la armonía y la fraternidad entre los pueblos, lo cierto es que en los recientes juegos olímpicos se han impuesto valores y prácticas muy alejadas de estos ideales.
Los juegos no pueden ser ajenos al mundo que los rodea. Así, en sus comienzos apenas había mujeres, en armonía con una sociedad patriarcal y machista, no se invitaba a deportistas de color y la mayoría de la humanidad -entonces sometida al colonialismo- estaba de hecho excluida. No sorprende tampoco que los nazis intentaran convertir los juegos en un evento para mayor gloria de la «raza superior» (como se sabe, sin éxito, y humillados precisamente por un atleta negro de los Estados Unidos) y que más tarde se procediera contra los deportistas de la URSS y del campo socialista utilizando todo tipo de estrategias, desde la compra o la fuga promovida de atletas hasta la trampa descarada para evitar sus victorias. Y los juegos en China no han sido la excepción: los monopolios de la comunicación no han ahorrado esfuerzos por afear a China, resaltar el menor fallo y disminuir de cualquier manera los logros colosales de esta potencia emergente. La razón es sencilla, Occidente teme a China y estaría muy satisfecha si se limitara a ser el gran taller manufacturero del planeta.
Pero que la nueva China tenga también sus propios intereses, sus estrategias de expansión y la necesidad de hacerse un lugar en el nuevo orden mundial resulta una peligrosa competencia por recursos, mercados e influencias. En consecuencia, todo lo que contribuya a debilitar la imagen del gigante asiático es bienvenido en Occidente. Por contraste, no debe extrañar que los medios de comunicación destaquen con tanta vehemencia ciertos aspectos de los derechos políticos de la población o los problemas con las minorías étnicas pero apenas mencionen las duras condiciones de trabajo de la clase obrera o los atropellos que se cometen contra los aldeanos. Seguramente porque todo ello garantiza a las multinacionales los enormes márgenes de beneficio que obtienen de sus inversiones en China. Son esas mismas multinacionales las que financian a los monopolios mundiales de la comunicación y pagan a sus periodistas e informadores.
El deporte tampoco puede resultar ajeno la dura realidad de un mundo crecientemente comercializado. No es solo la compra burda de deportistas por parte de los países ricos ni el problema se reduce a los sobornos y otras prácticas mafiosas que amañan resultados y manipulan descaradamente (existen países que «tienen que ganar» y otros a los cuales es necesario impedirles la gloria). La cuestión va mucho más allá y afecta al sentido mismo de la práctica deportiva, pues lejos de ser una ocasión para asegurar la salud física de los pueblos y muy alejado del ideal de la amistad, del placer de participar con independencia de los resultados, de fortalecer la voluntad y la disciplina y acercar en una gran fiesta a todos los seres humanos sin excepción, el deporte aparece invadido por prácticas que le convierten en simple mercancía y a los atletas en cosas que se venden y se compran como si fuesen objetos. Como leit motiv se promociona de hecho la competencia del codazo, del todo vale, de una ley de la selva que convierte el deporte no ya en sublimación de la guerra (como dirían los psicoanalistas y los sociólogos) sino en la guerra misma. Cada encuentro que se supone amistoso se convierte en una batalla (a veces literalmente cruenta), el oponente un enemigo a batir (no importa el método que se utilice con tal de ganar), la derrota una humillación, el dinero y la fama los únicos objetivos (el profesionalismo invadió el deporte olímpico hace muchos años) y el nacionalismo enfermizo, moneda corriente. No es por azar que una delegación como la española -por ejemplo- llevara a estos juegos como lema «a por ellos», que evoca más una partida guerrera destinada a destruir enemigos que una voz acorde con el objetivo de encontrar gentes de otras latitudes y culturas con las cuales se quiere realizar un amistoso encuentro, estrechar lazos, compartir y conocerse, aceptando con valor la derrota y con modestia la victoria.
Se puede igualmente reflexionar sobre la medida en que el deporte de elite pervierte los principios del ejercicio sano. Personas sometidas a condiciones de laboratorio (como conejillos de Indias), medicadas para mejorar rendimientos (ayer se acusó a los países comunistas de dopar a sus deportistas; hoy sabemos que en Occidente nadie puede arrojar la primera piedra); personas pues sometidas en muchas ocasiones a una vida de sacrificios inhumanos que dejan luego secuelas físicas y psíquicas permanentes. El objetivo de promover una población sana y feliz se convierte entonces en su contrario, arrebatando a jóvenes de ambos sexos lo mejor de su adolescencia y hasta de su niñez. Y eso es lo que se muestra como ejemplo a seguir; aquello que asegura el triunfo y por lo tanto el dinero.
Pero los juegos han mostrado también la cara amable del deporte. Atletas satisfechos con independencia del triunfo o la derrota; deportistas emocionados que rompen a llorar al saberse victoriosos y ver coronados sus esfuerzos. Unos, huraños y hasta exóticos; otros, la alegría encarnada. Algunos, al borde del colapso físico, sacando fuerzas no se sabe de dónde con tal de no defraudar, y no faltó quien – como el cubano Angel Valodia Matos- perdiera los nervios ante la provocación permanente a su equipo y una decisión injusta que le privó de la medalla de oro; su reacción, «marcar» un golpe de taekwuando al árbitro por su evidente parcialidad. En realidad, el asunto ha sido sacado de contexto para afear a Cuba; si este deportista de 80 kilos, campeón olímpico en Sydney, hubiese querido realmente ir más allá de «marcar» el golpe, las consecuencias para el juez tramposo habrían sido muy diferentes.
En Pekín entonces, como no podría ser de otra manera, se expresó el mundo real con sus miserias y sus virtudes y con sus enormes contradicciones; junto a quienes dieron un espectáculo fantástico y maravilloso de alegría y destreza haciendo gala de los principios más puros del deporte, aparecían los valores de la competencia feroz y despiadada y los mercaderes de seres humanos haciendo su agosto.
El esfuerzo de las autoridades chinas se vio recompensado y es opinión general de que estos han sido los mejores juegos olímpicos de la historia. China Popular mostró igualmente los contrastes agudos de su proceso de desarrollo y comprobó una vez más que, contra los predicadores de desgracias y los premonitores de lo peor, tras siglos de pobreza y humillaciones «el pueblo chino se ha puesto en pie».