A ningún compatriota le debe tanto el país como al poeta, abogado y político, don José Joaquín de Olmedo; toda nuestra independencia está imbuida de sus ideas libertarias. En las Cortes de Cádiz, cuando Ecuador era todavía colonia de España, se destacó por pronunciar un discurso en el que exigía la abolición de las mitas […]
Para Olmedo, las leyes sabias deben no sólo proponer el benéfico fin que buscan sino que son sabias si «hacen felices a los pueblos». He ahí la gran diferencia con las propuestas actuales de los llamados países desarrollados; he ahí lo moderno de su pensamiento: la felicidad del ser humano debe estar por sobre todo. Luego estampará estas ideas en el Acta de Independencia y en el Reglamento Provisorio de Gobierno de la Provincia Libre de Guayaquil.
Las leyes del Ecuador fueron iluminadas desde las tempranas horas de su existencia por las ideas de Olmedo, que también le guiaron en su actividad política. En la Proclama a la Nación, suscrita por el Triunvirato que sustituyó a Flores luego de la Revolución Marcista de Guayaquil, y del que Olmedo fuera su presidente, defendió los derechos del hombre, no los tan cacareados por el imperio del mal, que sólo benefician a sus intereses, sino los que conducen a la auténtica libertad; fue también el primer y único Presidente de la Provincia Libre de Guayaquil.
Para don Aurelio Espinosa Pólit, Olmedo no sólo es prócer del Ecuador sino que también es el «Hombre de América», porque además de ser el primer funcionario público que «legítimamente gobernó un jirón del territorio nacional independizado» en el que durante cinco lustros ocupó importantes cargos oficiales, «nunca por él apetecidos y desempeñados siempre con el máximo desinterés y la máxima pulcritud», es también la voz de una América que lanza el grito libertador, la enfática proclama de una fase divisoria en el destino de las naciones independientes, «dueñas en adelante de su autonomía soberana y de su porvenir». Hermoso sueño frustrado, posteriormente, por las garras imperiales.
Olmedo, José de Antepara y José de Villamil regresaron a Guayaquil en 1814 y juntos trabajaron con ahínco en propalar las ideas libertarias y en postular las leyes que regirán a una república independiente, democrática y soberana, tarea nada fácil si se considera la época en que vivían, luego de que los próceres del 10 de Agosto de 1809 habían sido ejecutados para impedir la independencia. Ese grito de libertad no fue apagado por el martirologio sino que, por el contrario, le dio aliento y ahora se propagaba no sólo entre nosotros sino que se había enraizado en todos los ámbitos de la gran Patria Latinoamericana.
Mientras tanto, Simón Bolívar avanzaba desde Venezuela y Colombia al mismo tiempo que, después de independizar Chile, San Martín mantenía el bloqueo sobre el Callao; Guayaquil se convertía así en un punto estratégico.
A fines de septiembre de 1820 arribaron a Guayaquil Miguel de Letamendi, Luis Urdaneta y León de Febres Cordero. Procedían de Lima, donde habían sido retirados del famoso batallón Numancia por haber manifestado simpatía por la independencia y por sus expresiones de rebeldía, e iban en dirección a Caracas. José de Antepara, amigo de Miranda, que con otros guayaquileños pregonaban el ideal libertario, no dudó en invitarlos a que participasen en la revolución que estaban fraguando.
José de Villamil con Ana Garaycoa, su esposa, organizaron en su casa, situada en el malecón del puerto, una velada social en honor a Isabelita Morlás, hija del Ministro de las Cajas Reales, don Pedro Morlás. Ese día, domingo 1 de octubre de 1820, Villamil lo creyó propicio para además organizar una reunión conspirativa, por lo que pidió a José de Antepara que también invitara a los que estuvieran dispuestos a unirse a la revolución.
Asistieron a la recepción todos los patriotas guayaquileños, los jefes del batallón de Granaderos y los oficiales venezolanos. En medio de la jarana, bajo el son de cuanta música de moda sonara y lejos del consabido bullicio, don José de Antepara se reunió con los demás rebeldes. Al acercarse la medianoche y luego de acordar que la revolución estallaría en las primeras horas del 9 de octubre, los patriotas juraron ofrendar su vida, de ser necesario, a cambio de conquistar la libertad. Don José de Antepara llamó a ese juramento «La fragua de Vulcano», le puso este nombre en honor al hijo de Júpiter y Juno, cuyas manos forjaron las invencibles armas de Aquiles, y ninguna obra merecía perdurar tanto como la libertad de la Patria, cuyo destino quedó sellado para siempre al asumir los patriotas el compromiso de vencer o morir.
León de Febres Cordero hizo caer en cuenta a los presentes que el tiempo apremiaba, dijo que no sería meritorio unirse a la causa de la independencia luego de que después de mil sacrificios Bolívar y San Martín la lograsen, que ese rol sería indigno de ellos. Pero que, en cambio, del triunfo de la revolución en esta importante provincia iba a depender el éxito de ambos generales, a causa del efecto moral que esto iba a producir, aunque no produjera nada más: «El ejército de Chile conocerá que no viene a un país enemigo y que en caso de algún contraste tiene un puerto a sotavento que se puede convertir en un Gibraltar. El General Bolívar nos mandará soldados acostumbrados a vencer y desde aquí le abriremos las puertas de Pasto que le serán muy difícil de abrir atacando por el norte». José de Villamil recuerda esas palabras en su «Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la provincia de Guayaquil».
En la madrugada del 9 de octubre de 1820, y bajo la consigna de «Viva la Patria», ocultándose debajo de los portales de Guayaquil, protegidos únicamente por la penumbra que el tempranero sol pronto despejaría, los patriotas partieron a tomar el Cuartel de Granaderos y cumplir así su histórica misión; previamente habían distribuido tareas y responsabilidades a desempeñar.
Que nuestros antepasados eran de armas tomar no lo discute nadie y lo demuestran León de Febres Cordero y el Capitán Nájera, que con unos cuantos soldados del Batallón de Granaderos tomaron el cuartel de Artillería, apresaron al oficial mayor y después arengaron con tal entusiasmo a la tropa que esta se unió a la causa de los patriotas. Por su parte, Francisco Lavayen acompañado de unos pocos rebeldes se apoderaron de la batería Las Cruces, luego asaltaron el Cuartel Daule; Joaquín Magallar, su comandante, entregó la vida intentando impedir el triunfo de la revolución. A buena hora no hubo más bajas de lamentar.
A eso del medio día del 9 de octubre, Olmedo asumió el cargo de Gobernador Civil de la Plaza; Villamil y Febres Cordero tuvieron que insistir largamente para que este ilustre hombre aceptara el puesto. Comparen con lo que pasa hoy en día y verán la diferencia. El bando que anunció la libertad fue aprobado por la votación de todo el pueblo y en esa elección participó toda la tropa. En ese entonces sí eran demócratas.
Luego, el Cabildo redactó el Acta de la Independencia de Guayaquil y estampó su firma en la misma. Cuando se hacían las cosas, las hacían con todo rigor. En dicha Acta se lee: «En la ciudad de Santiago de Guayaquil, a los nueve días del mes de octubre de mil ochocientos veinte y años, y primero de su independencia.» La palabra independencia era una primicia en la historia patria.
Después, el Cabildo nombró a Olmedo Jefe Político de Guayaquil, quien convocó a un Cabildo Abierto que escogió y ratificó a las autoridades siempre y cuando jurasen lealtad y apoyasen la independencia, luego acordaron propalar estas nuevas a Quito y Cuenca, exhortándolas para que se unieran a este movimiento. También nombró Jefe Militar al comandante Gregorio Escobedo; creó la Junta de Guerra, presidida por Luis Urdaneta; comisionó a Villamil y Letamendi para que viajaran a Lima e informaran a San Martín, y a Lavayen para que informara a Bolívar. Convencidos de que Bolívar no podría cruzar Pasto y que el poderío español impediría el avance de San Martín desde el sur, les daban la buena nueva: Guayaquil era libre del dominio español y se unía a la lucha por la independencia. Solidaridad absoluta, algo necesario en la actualidad, sólo que a nivel continental y mundial.
Las transformaciones producidas en América Latina, antes del 9 de octubre de 1820, habían sido profundas y la lucha por la libertad triunfaba por todo el continente: Las batallas de Carabobo y Boyacá habían independizado a Venezuela y Colombia; Argentina y Chile ya eran libres; San Martín se aprestaba a liberar Lima; Chile había acabado con la supremacía naval de España en el Pacífico, y el ideal independentista había echado raíces en la opinión de la gente. Algo muy diferente a lo que había acontecido luego del primer grito de independencia dado en Quito el 10 de Agosto de 1809, cuando el dominio de España era todavía sólido, pese al éxito inicial y al respaldo popular a ese levantamiento.
Luego del triunfo de la Revolución del 9 Octubre de 1820, cuyo ejemplo amenazaba con propagarse por todos los rincones del suelo patrio, hubo en Guayaquil tres ideales políticos: Los que propugnaban la anexión a Colombia, los que preferían la anexión al Perú y los que luchaban por ser un Estado Soberano, o sea, la Provincia Libre e Independiente de Guayaquil.
Todos ellos comprendieron que la independencia no podría consolidarse mientras Quito y el resto de país no fuesen libre, por lo que, además de solicitar ayuda a San Martín y Bolívar, crearon la División Protectora de Quito, comandada por Luis Urdaneta y León de Febres Cordero, que de inmediato partió a independizar lo que sería la futura capital del Ecuador y demás regiones de la Patria. Lastimosamente, por no estar pertrechados para soportar el frío de la serranía ecuatoriana y pese a que durante la marcha lograron importantes victorias, fueron derrotados en los campos de Huachi y debieron retornar a Guayaquil. Bolívar, a solicitud de Olmedo, envió, para que afianzase la independencia de la naciente nación, al general Antonio José de Sucre, su mano derecha; vino acompañado de cientos de soldados.
Ante la imposibilidad de que Guayaquil fuera un Estado independiente o formara parte de la República del Perú, Olmedo, quien se oponía a que su ciudad quedara bajo la férula de Colombia, rechazó esta resolución y se auto exilió en Lima. Fue el único prócer que le dijo NO al Libertador, lo que no fue un óbice para que le dedicara la mejor oda a la independencia de América: La Victoria de Junín, Canto a Bolívar.
Posteriormente, Sucre organizó a los guayaquileños para que participasen en la lucha por la liberación de Quito. El 24 de mayo de 1822 se dio en las faldas del volcán Pichincha la gran batalla que selló nuestra Primera Independencia. Conquistar la Segunda va a ser mucho más difícil.
Por otra parte, el General San Martín convocó al Primer Congreso Constituyente del Perú, que se instaló como Poder Legislativo el 20 de septiembre de 1822. Este organismo en su primera reunión le ofreció poderes dictatoriales, ofrecimiento que él rehusó; sus altos ideales estaban en contradicción con dicha idea. Aceptó, aunque a regañadientes, el título honorífico de Fundador de la Libertad del Perú y Generalísimo de las Armas, que el Congreso del Perú también le ofreció. Había tomado ya la férrea decisión de retirarse.