Hace poco, charlando en público de literatura argentina, hice un elogio del humor, como actitud, como forma de mirar y de mirarse. Obviamente, lo señalé como un rasgo sintomático -no suficiente pero sí necesario- del talento y la inteligencia, y dije, porque lo creo así, que sospechaba de la solemnidad y que la mayoría de […]
Hace poco, charlando en público de literatura argentina, hice un elogio del humor, como actitud, como forma de mirar y de mirarse. Obviamente, lo señalé como un rasgo sintomático -no suficiente pero sí necesario- del talento y la inteligencia, y dije, porque lo creo así, que sospechaba de la solemnidad y que la mayoría de nuestros mejores escritores tenían rasgos de humor, habían escrito textos humorísticos y, en sus mejores momentos, sabían reírse de sí mismos, soberana sabiduría.
No fue difícil -sobreentendiendo a humoristas integrales, como el soslayado Fontanarrosa, caso extraordinario- enumerar los flagrantes ejemplos de Borges, Bioy, Girondo, Marechal, Cortázar, Macedonio y un selecto etcétera en el que incluí, entre otros, a Rodolfo Walsh.
Ahí me objetaron: alguien, desde un supuesto conocimiento exhaustivo de su obra, consideró que estaba diciendo una burrada. Suelo hacerlo. Decir burradas, digo. Pero no era éste el caso. Obviamente aclaré que no era tan necio (dije «nabo», creo recordar) para considerar el humor como un rasgo constante y central de la obra de Walsh -sobre todo sus emblemáticas non fiction novels-, pero sí sostuve, acaso con un exceso de vehemencia, que mi interlocutora no había leído probablemente el admirable «Corso«, ni ciertos segmentos de «Fotos«, ni conocía sus textos en «Gregorio» ni su traducción del Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce.
En fin, discutimos, sobre todo porque parecía suponerse que el humor estaba en contradicción con su seriedad de escritor y compromiso militante. Una boludez. Al fin quedó todo, como suele y debe suceder, desprolijamente ahí. Nada importante. Sólo cabía y debía tomárselo con humor.
Lo bueno de la cuestión es que volví sobre Walsh -siempre es bueno releer esa prosa impecable, sin grasa ni baba, cortada con cincel, limada a conciencia- para corroborar mis sensaciones y verificar los datos que las justificaban. Y ahí sí se me sumaron a la lista las obras de teatro de 1965, La granada y La batalla -«dos sátiras al mundo militar de muy lograda comicidad», dice Aira-, recordé la sugestiva tapa con alevosa poronga insinuada de Un kilo de oro (1967) e incluso ese mismo cuento, que daba título a la colección, y reencontré -sobre todo- los extraordinarios textos diseminados entre sus colaboraciones para Leoplán.
En los primeros cincuenta -tengo la revista- con los dibujitos de Raúl Valencia, Walsh publicó Tres portugueses bajo un paraguas, un «caso» de su detective Daniel Hernández junto al comisario Jiménez, contado con breves pancitos narrativos numerados, como acertijo policial; y durante el fértil 1964 están sus notables aportes al suplemento de humor «Gregorio«, que dirigía y dibujaba el sutil Miguel Brascó y por donde pasaron, además de Rodolfo, Quino, Copi o Carlos Del Peral. Nadie puede leer esos textos que recogió sagazmente Daniel Link para Ese hombre y otros papeles personales -son cinco: Olvidancia del chino, La noticia, Claroscuro del subibaja, La cólera de un particular (traducción de un relato chino) y De Divinatione– y no reconocer en Walsh las virtudes de un acaso esporádico gran humorista de rara eficacia.
Si tuviera que elegir, yo me quedaría con Olvidancia del chino: «Nadie ignora que el chino es uno de los idiomas más difíciles de aprender y más fáciles de olvidar», comienza famosamente. Se ha comparado, dice, «el coeficiente de olvido del chino con el coeficiente de evaporación del agua en el desierto de Gobi en los meses de verano». Y sigue, en tono de divulgación científica: «Un chino adulto olvida diariamente por simple desgaste (sin contar sustos, accidentes o expropiaciones) un término medio de cuarenta palabras de su idioma, que debe reaprender, generalmente, por la noche, si no quiere verse empobrecido y hasta desposeído del lenguaje». Pero tras el olvido total, la cosa no queda ahí: «El mero desistimiento verbal, el cero conocimiento del chino, no significa que el proceso haya terminado. Hace ya muchos siglos un filósofo formuló -antes de quedar mudo- la interesante proposición de que la desmemoria es inagotable y se perfecciona con el ejercicio. Inclusive, cuando ya no queda nada por olvidar, las cuarenta fatales palabras diarias se van acumulando en una especie de ‘debe’ idiomático mediante el simple recurso de computarse palabras en contra».
«Se dan casos extremos de vividores al fiado -concluye- que llegan a adeudar las cuarenta mil palabras del idioma. Entonces empiezan a olvidar también el japonés y todas las lenguas que no saben, hasta que mueren en la indigencia verbal más espantosa…»
Así que es simple: uno puede olvidarse de que Walsh era un notable humorista, y cuando se lo olvida bien, puede empezar a olvidar el humor de Borges, después los textos de Dolina, de César Bruto, del colado Wimpi. Se puede incluso anotar escritores en contra: olvidar el humor que no tienen Mallea o Aguinis o algún otro. Pero eso ya es otro laburo.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-136562-2009-12-07.html