Los griegos fueron una civilización sabia. Más allá de crear todos los conceptos y paradigmas que conocemos con mayor o menor profundidad, reflexionaron en torno a la naturaleza ejemplar del infierno, del trauma, del aprendizaje que conlleva la travesía por el subsuelo de las lamentaciones. A dicha experiencia eminentemente formativa la denominaron catábasis. En resumidas […]
Los griegos fueron una civilización sabia. Más allá de crear todos los conceptos y paradigmas que conocemos con mayor o menor profundidad, reflexionaron en torno a la naturaleza ejemplar del infierno, del trauma, del aprendizaje que conlleva la travesía por el subsuelo de las lamentaciones. A dicha experiencia eminentemente formativa la denominaron catábasis. En resumidas cuentas, con ese concepto Homero o Hesíodo, entre otros, querían referirse al aprendizaje extraído por el descenso a los infiernos. Ulises, Orfeo y otras figuras que llevaron a puerto dicho periplo, configuraron los ejemplos paradigmáticos de esta vivencia de mutación, de cambio existencial, fundamentalmente educativo para el sujeto.
De esta forma, la caída, el sufrimiento, la penalidad debía ser catalogada como una experiencia de la que debía extraerse una sabiduría y, en consecuencia, una manera diferente de encarar la realidad y de actuar en el mundo. Sin embargo, esta experiencia iniciática, tan dominante en la antigüedad clásica, parece haberse diluido con el transcurso de los siglos hasta pasar a ser una realidad fantasmagórica que sólo tiene vigencia en la hermenéutica de los textos, desapareciendo absolutamente del quehacer diario de los ciudadanos.
Este olvido (o posiblemente deberíamos denominarlo represión, tal y como la entienden nuestros amigos psicoanalistas) se observa con toda claridad en gran parte del funcionamiento de nuestra situación actual. Después de haber sufrido una vivencia tan traumática, como ha sido la crisis económica que todavía acosa, con mayor o menor intensidad, desde el 2008, parece que sus efectos se han desvanecido completamente del imaginario colectivo. Varios ejemplos muestran a la perfección este hecho (retorno de un consumismo alocado, reactivación de diversos sectores económicos como la construcción…), de los que destaca uno por encima del resto, al ser el detonante de la tragedia: el resurgimiento de la especulación en el sector inmobiliario. No obstante, en esta ocasión el as de la especulación no se ubica en el precio de la vivienda, sino que ahora la partida se juega principalmente con el precio del alquiler, que vuelve a subir a precios anteriores de la explosión económica del 2008 (según últimos estudios publicados en este último mes, en Barcelona, verbigracia, se ha subido más de un 20% el alquilar durante el último año). Al estimar que el precio de la compra de vivienda no volverá a los índices del 2007 hasta aproximadamente el 2020, los gurús y especuladores inmobiliarios han identificado un nuevo campo de acción para desempeñar sus artimañas especulativas: el alquiler. El problema es que este fenómeno, unido a los recortes salariales de la ciudadanía, hace que nos aproximemos a pasos agigantados a una situación que, a medio-largo plazo, puede ser insostenible para nuestra sociedad. Si el alquiler aumenta de manera desproporcionada, el valor económico del inmueble sigue circulando en la estratosfera, si la estabilidad contractual es una quimera, y los salarios menguan, se avecina una tormenta cuyas consecuencias, por el momento, son inabordables.
Ante este contexto desolador, tanto la ciudadanía como los políticos silban y miran hacia el cielo o, en el mejor de los casos, a quien tienen al lado, más preocupados en debates internos, decisiones más o menos egoístas o cálculos parlamentarios. Ninguna medida regulativa firme y convincente por parte de la clase política, ninguna protesta ciudadana masiva ante estos abusos. Todo parece que vuelve a funcionar con la misma ingravidez como lo hacía antes del fatídico 2008, con la diferencia de que la experiencia del trauma, la vivencia del terror acontecido parece no haber tocado la tecla que tenía que tocar(nos).
La travesía por el infierno, del que todavía seguimos inmersos, no lo olvidemos, no ha generado ningún aprendizaje de calado, ninguna transformación profunda en la manera de actuar y pensar del conjunto social. Alejados de la enseñanza de Homero, Hesíodo y todos aquellos que formalizaron más o menos explícitamente la catábasis, seguimos reproduciendo los viejos clichés mentales, repitiendo los mismos patrones de conducta que incorporamos en su momento del capitalismo más salvaje y obsceno. Nada de lo sucedido parece haberse escrito en nuestro recuerdo, nada de lo vivido parece haberse tatuado en la piel de nuestra memoria. Pero no lo olviden jamás, lo acontecido se ha inscrito en nosotros, aunque lo reprimamos, o intentemos (o, mejor dicho, nos obliguen a) olvidarlo. Jamás se borra lo que se inscribe.
Oriol Alonso Cano. Escritor y profesor de filosofía y psicología en varias universidades (Universidad de Barcelona, Escuela Universitaria Formatic Barcelona Universitat Oberta de Catalunya)
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