Tristemente, el código de conducta general que sigue al reconocimiento – o casi, más bien, a la confesión – de aspirar a vivir profesionalmente de la Ciencias Sociales es la incomprensión, cuando no el desprecio más explícito o, en el peor de los casos, la compasión. Este fenómeno social que se aplica, con una mayor […]
Tristemente, el código de conducta general que sigue al reconocimiento – o casi, más bien, a la confesión – de aspirar a vivir profesionalmente de la Ciencias Sociales es la incomprensión, cuando no el desprecio más explícito o, en el peor de los casos, la compasión. Este fenómeno social que se aplica, con una mayor o menor intensidad, al conjunto de ramas que integran ese cajón de sastre conocido comúnmente como «Letras» es un fruto maduro más de lo que algunos autores se han permitido definir como la cocacolonización de las mentes. Porque lo lamentable de este hecho no radica en la tentativa institucional de limitar el alcance de las Ciencias Sociales – ya sea en prestigio, ya sea presupuestariamente -, pues a menudo el cuadro clínico que diagnostican chirría con su aspiración de mantener el statu quo, sino en la exasperante trascendencia social de este tipo de discursos, tan ampliamente compartidos.
La pregunta «¿y eso para qué sirve?» suele repetirse como una letanía desmoralizadora bien conocida para todos aquellos que, como en mi caso concreto, tenemos la firme determinación de estudiar Historia y, si nos dejan, vivir de ella. Sin embargo hay dos imágenes mentales que inmediatamente parecen resumir y, a su vez, estigmatizar, el estudio del pasado: el erudito perdido en papeles polvorientos, abstraído y extraviado en las minucias del pasado, y el arqueólogo intrépido hollywoodiense encarnado en Indiana Jones. Pero más allá de ser acercamientos inevitablemente profanos a una ciencia, lo grave de la cuestión radica en el mensaje que alimenta su percepción en un amplio marco de lo social: su estatismo. La Historia, desde este enfoque, aparece como la mera compilación de textos y el hallazgo de los grandes descubrimientos que la van modulando; una tiranía del dato que determina así el progreso científico de la disciplina, tan sólo preocupada por diferenciar lo verdadero de lo falso, lo que pasó de lo que no pasó. Desde este punto de vista, claro está, la utilidad de la Historia y, en extensión, del conjunto de las Ciencias Sociales, se presenta como algo accesorio y prescindible, más aún cuando arrecia la tempestad financiera. Por el contrario la difusión social del procedimiento de construcción de la historia y de la memoria, de cuáles son las posibilidades de interpretación de los datos, debería ser un elemento más del ejercicio de responsabilidad ciudadana. Renunciar a la historia como ciencia dúctil – frente a la naturaleza osificada que emerge de la ideología conservadora – sería renunciar a su potencial como arma subversiva contra el poder y los discursos hegemónicos, a su rentabilidad social.
Precisamente hace unas pocas semanas el ministro José Ignacio Wert tuvo a bien deleitarnos con otro más de sus aforismos tontos sobre cómo deberíamos enfocar nuestra vida académica y profesional en aras de conseguir trabajo. Textualmente afirmó la ya célebre frase de «los estudiantes no deben estudiar lo que quieren sino lo que les emplee», lo que no deja de resultar paradójico cuando numerosos ingenieros de nuestro país tendrán que emigrar a otros países a pesar de encajar en su modelo de orientación profesional. Este criterio puramente económico como pauta de actuación, en el cual la realización personal parece pasar a un terreno marginal, se inserta en la misma presunción ya mencionada de la improductividad de las Ciencias Sociales para legitimar su desmantelamiento por poco rentable. Un ejemplo concreto de esta incongruencia lo encontramos en la paralización de treinta proyectos arqueológicos de nuestro país por el incumplimiento de las exigencias del déficit a diferentes Comunidades Autónomas aunque favorezcan la revitalización económica local con la creación de nuevo patrimonio cultural. Por el contrario, y esto es sintomático, lo que debiera ser la causa se ha tornado en su consecuencia tal y como ha ocurrido en el terreno precisamente de la arqueología, una ciencia al abrigo de la especulación urbanística y las excavaciones de emergencia. Dejando al margen la evidente jerarquía de prioridades huelga decir que las motivaciones escondidas detrás de estas medidas son claramente otras muy distintas, pero la omnipresente crisis se ha convertido en el parapeto ideológico perfecto para profundizar la precariedad ya endémica en las Ciencias Sociales y, en general, en la investigación de nuestro país. Una prueba de ello pude obtenerla en una reciente charla académica sobre nuestro futuro profesional en la que nos expusieron las constantes circunstancias de incertidumbre con las que ha de convivir todo personal investigador universitario español. El panorama que nos presentó fue realista y desolador, y es que en algunas vivencias personales relatadas en primera persona – como el caso de una profesora titular interina de gran reconocimiento académico con un sueldo de 983 euros o un investigador con sólo seis meses cotizados por la tardía sustitución de las becas públicas por contratos – revelaban precisamente el triunfo de la depauperación del sistema público, de la sustitución de la subvención por el mecenazgo que ya anunció el ministro Wert, lo que equivale a aplicar los criterios más fríos y descorazonadores de la rentabilidad económica.
Dado que desde las estructuras de poder no se divisan cambios en el horizonte, el objetivo que ha de perseguir el conjunto de profesionales de las Ciencias Sociales tendría que ser, por tanto, una labor didáctica de concienciación que rompa las barreras del circuito académico, que logre trascender como arma de rentabilidad social para el conjunto de la población. Baudrillard, en El sistema de los objetos, resaltó hace ya algunas décadas algo parecido en relación a los bienes de consumo. El vestido expuesto en el escaparate como producto acabado ejerce en la mentalidad capitalista un efecto de rémora moral, pues al presentarse desligado de su proceso de fabricación no plantea dilemas éticos relacionados con la forma en que pudo ser producido. De igual manera la Historia, como el resto de las Ciencias Sociales, no debe concebirse como un simple producto de consumo acabado e inmutable, sino como una ciencia viva, una plataforma sobre la que proyectar el discurso de nuestro pasado para transformar el futuro; y, por esto, no hay que pedir disculpas.
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