Para llegar a lo que es hoy, a cinco años de su fallecimiento, una obra inmensa en la que hablan, y escriben, como en un extendido palimpsesto, múltiples voces soterradas, superpuestas, argentinas, americanas y mundiales, el primer libro de poemas que publicaba Juan Gelman, Violín y otras cuestiones (1956), tenía que ser, necesariamente, de continuidad […]
Para llegar a lo que es hoy, a cinco años de su fallecimiento, una obra inmensa en la que hablan, y escriben, como en un extendido palimpsesto, múltiples voces soterradas, superpuestas, argentinas, americanas y mundiales, el primer libro de poemas que publicaba Juan Gelman, Violín y otras cuestiones (1956), tenía que ser, necesariamente, de continuidad (algo secreta y hasta inconsciente) y de ruptura: lo primero, con la gran poesía latinoamericana, encabezada por César Vallejo y por Pablo Neruda (y, antes, por José Martí y por Rubén Darío); lo segundo, hacia un costado de la diferencia, con «la torre de marfil» y las poéticas de espaldas a la sociedad; hacia el otro, con las políticas del realismo ingenuo, la denuncia expresa, la versificación masiva y hueca; el cantar, decía Nikola Vaptzarov, «vocinglero y entusiasta».
Raúl González Tuñón lo saluda, en un prólogo fraternal, donde afirma, militante y profético (retomando un epígrafe de Shelley), que «los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo»; lo elogia por su «contenido principalmente social», por sus «saludables vientos de afirmación civil», y le transmite, implícito, el legado de no cesar en la poesía política, aunque integrándose con las grandes voces del arte, de la literatura universal. Violín y otras cuestiones es un libro primero, juvenil y, al mismo tiempo, maduro: recoge aquel mandato, pero comienza a elaborar el lenguaje personal que lo distinguirá después. Empiezan a ingresar, sujetas a una modulación particularmente afectiva, las voces diversas, colectivas, de lengua e identidad confusas, «impuras», en las que hablan lo bajo, lo marginal, el loco, el niño («Corazón de madera, ojo pintado, / gira el caballo de la calesita»), el inmigrante («con los dedos del hambre en la mejilla»), el expulsado. En el mítico sello de Manuel Gleizer, el libro fue el primero en publicarse a instancias de «El pan duro», grupo que vio la luz en 1955 con una lectura de poemas en el teatro «La Máscara» (y que integraron Juana Bignozzi, Hugo Ditaranto, Guillermo Harispe, Rosario Mase, Héctor Negro), proponiéndose, con palabras del propio Gelman, la poesía como actitud, la poesía en contradicción con «un mundo que, por su propia esencia, niega toda poesía». Y entendíendo la vanguardia, habida cuenta de la entrada e influencia tempranas del Surrealismo en nuestra batalla cultural, como «aventura permanente del espíritu /…/ no injertación de lo externo traducido de lo nuevo».
Siguieron El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961) y Gotán (1962), una poesía de sesgo intimista sumada a lo que en otras épocas daba en llamarse «realismo crítico». Su poética se afianza y se matiza a lo largo del tiempo, ya en las apócrifas traducciones de Cólera buey (1971) («Traducciones I. Los poemas de John Wendell» (1965-68), «Traducciones II. Los poemas de Yamanokuchi Ando» (1968)) o en Traducciones III. Los poemas de Sidney West (1969) (falsa evocación de la Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters, y Les chants de Maldoror, de Lautréamont), ya en el diálogo con los textos, urdido, enriquecido, siempre ficticio, de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús, los grandes místicos españoles, los alemanes -Eckhardt, Hildegarde de Bingen- u holandeses, y «con los autores de tangos que son verdaderos místicos argentinos». Ya en los textos que va publicando a partir de 1979, dedicados al tema de la represión dictatorial, los asesinados y desaparecidos, especialmente «Notas» y «Carta abierta», en Si dulcemente (1980), citas y comentarios (1982), La junta luz (1985), Carta a mi madre (1989).
Esta enorme tarea literaria parece perseguir la conjunción de valores de otras culturas con la nuestra o, mejor, una re-culturación, muy latinoamericana y argentina, de expresiones externas, y una lengua que combine (como el habla argentina) la mezcla de lenguajes, sus «impurezas» (lo a-gramatical, lo a-morfológico, lo impuntuado, el desorden), propias de sociedades cosmopolitas, así como sus mezclas, la transgresión de los géneros: «…pertenezco a la gran patria de la lengua castellana -declaró-, a su visión, su sonido, sus silencios, sus continentes y sus islas, sus maneras de estallar en el odio y el amor. Todos nosotros somos hablados por esa lengua, y lo extraordinario es que otras lenguas, las lenguas del exilio, desembocan en el gran río del idioma de los argentinos, ensanchándolo, sumándole camalotes que descienden del Po, del Dniéper, o del Vístula, cambiando el color de sus aguas con limos que la lengua arrastra y deposita en la profundidad de su aventura, una aventura que nunca acabará». Buscaba en las fuentes del idioma las auténticas versiones del español perdido, no solo el del siglo XVI sino más allá, en la poesía judeo sefaradí, donde, como afirmaba, se encuentra «ese castellano en estado naciente» y las palabras «conservan un candor como intocado, o tal vez nos parece ahora después de tantos siglos».
Sus últimos libros (Valer la pena, País que fue será, Mundar) ahondan en una poesía más abstracta y conceptual, donde la figura del poeta va tornándose transparente, atravesada, casi sin rozarla, por la luz; verso en el cual se es hablado o se es escrito: «Al fondo, / el ser que es haber sido lee / lo que el tiempo escribió». Se trata de una suerte de coronación, de trabajo sobre un depósito geológico. Él mismo sostenía que «la poesía es lenguaje calcinado», y algunas veces sus metáforas, cuando hablaba de la tarea poética, han sido materiales, arcillosas, correntosas, minerales.
Tal vez a esta suma convenga poco la expresión tan acudida de la intertextualidad. Las imágenes del depósito, del aluvión, la idea de lo que está «debajo» de la lengua, corresponden más bien a algo ligado al palimpsesto, textos escritos sobre una escritura anterior, borrada, pero de la que quedan huellas, y donde lo que se ve prevalece, aunque no oculta totalmente lo primero: dibaxu (1994), se titula coincidentemente uno de los libros donde da forma poética a tales ideas. Recupera aquí «una vieja técnica de los poetas hebreos del siglo XIII del Al-Andalus» y a la vez «el aluvión de citas y alusiones deja de ser efecto para convertirse en la sustancia misma del poema…». Y, por otra parte, porque esa herencia recuperada, esos orígenes siempre actualizados, esas huellas presentes, ocultas y mostradas, van convirtiendo el obrar poético con la lengua en un trabajo, ya no de individuos aislados sino colectivo y, a lo largo de un muy largo tiempo, de pueblos y naciones.
Mario Goloboff: Escritor, docente universitario.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar