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¿Otra vez Casandra?

Fuentes: Rebelión

Así como a la profetisa no le creyeron la visión de la caída de Troya, hoy algunos no dan crédito al posible fin de la especie humana.

A no dudarlo, ante la pregunta de si es posible el fin de la especie humana más de uno ensayará la táctica de abismar la cabeza en un agujero en la tierra, que se le atribuye erróneamente al avestruz –más bien la adosa al suelo cuando percibe una ameza–, y cerrará los ojos frente a la verdad para, supersticiosamente, tratar de conjurarla. Pero esta se superpone a las mil y una artimañas con que se le procura evadir.

Apodíctico, Jefferson Choma, de quien tomamos la alusión al personaje mitológico que aparece en el título de estas líneas, nos recuerda en Kaos en la Red previsiones del Quinto Informe de Evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas, finalizado en 2014: “El aumento de la temperatura global de la superficie hasta el final del siglo XXI puede exceder 1,5 °C en relación con el período de 1850 a 1900, y para la mayoría de los escenarios es probable que exceda 2 °C. Así, el ciclo del agua cambiará en todo el planeta, con aumentos en la disparidad entre las regiones húmedas y secas, así como las estaciones húmedas y secas. Los océanos continuarán calentándose, afectando los padrones de circulación. La cobertura de hielo del mar Ártico continuará disminuyendo, y el nivel del mar continuará elevándose a una tasa superior a las de las últimas cuatro décadas; el aumento de la absorción por los océanos ampliará la acidificación de los mismos, comprometiendo la fauna marina. Por fin, concluyó que la temperatura del planeta continuará subiendo como consecuencia del CO2 acumulado, lo que significa que los cambios climáticos continuarán incluso si las emisiones fueran interrumpidas. Incluso si el capitalismo es superado, el calentamiento global será su herencia por siglos”.

Por qué la referencia al capitalismo, se cuestionaría un desavisado, si lo hubiese a estas alturas. Concordemos con Choma en que culpar de la situación al comportamiento humano en general, o fundamentalmente a los hábitos de consumo individual supone enmascarar la realidad. Sí que “el cambio climático tiene responsables con nombre y apellido. Solo cien grandes empresas son responsables por 70 por ciento de las emisiones globales desde 1988, según el Climate Accountability Institute. El capitalismo crea un modo de vida a fin de maximizar el uso de bienes y factores productivos, lo que repercute en la disposición de medios de vida. Crea patrones de consumo para que se vendan mercaderías. Cambios individuales de consumo son insuficientes y no van a alterar el sistema. Cambios del modo de vida y de los hábitos solo son realizables cuando se alteran totalmente las relaciones sociales”.

Consecuentemente, “la lucha por el medio ambiente es una lucha por la superación del capitalismo y por la construcción de una sociedad socialista que ponga fin a la explotación irracional y el pillaje del planeta. Una sociedad socialista basada en la propiedad social de los medios de producción, pero que también promueva una revolución de las fuerzas productivas, pues bajo el capitalismo ellas se convierten en fuerzas destructivas [idea enunciada y subrayada por Walter Benjamin y otros marxistas]. Es ingenuo pensar que la tecnología nos salvará, así como es ingenuo pensar que fue el desarrollo tecnológico el que produjo la catástrofe ambiental. Una sociedad socialista precisa crear nuevas tecnologías volcadas al bienestar de la humanidad, restablecer el metabolismo social y una relación racional con los procesos naturales”.

Perspectiva que hace resaltar, en Rebelión, Marcelo Colussi. Este estima que el motor impulsor de la crisis climática es el modelo de producción industrial surgido hace doscientos años en Europa, con el capitalismo, hoy desplegado por todo el orbe. La solución a la vertiginosa degradación se resolverá negando la tecnolatría –“la creencia irracional en que la tecnología es la fuente de solución de todos los problemas, incluidos los problemas que no son técnicos”, si nos atenemos a Alejandro Tena en Público–.

 “Podríamos considerar el desastre ecológico como consecuencia de factores exclusivamente técnicos, solucionables también en términos puramente tecnológicos: se reemplazan los vehículos de combustión interna que queman combustibles fósiles por agrocombustibles, o por energías eléctricas. Pero la tecnología es un hecho altamente político. Si en vez de petróleo se utiliza etanol extraído de palma aceitera, o caña de azúcar, o se usan baterías de litio, siempre quedan problemas políticos en los marcos del capitalismo: para producir agrocombustibles se quitan tierras de cultivo de alimentos a los campesinos, o se invade Bolivia para buscar el litio de sus ricos yacimientos. Mientras la forma de concebir la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin dudas contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales y con el medio circundante.”

Colussi reconoce que la industria moderna ha transformado radicalmente la historia. Que en el breve período en que la producción capitalista se enseñoreó del planeta –“dos siglos, desde la máquina de vapor del británico James Watt en adelante– la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en su ya dilatada existencia, de dos millones y medio de años. Puede saludarse ese salto como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: desde que la tecnología se basa en la ciencia que abre el Renacimiento europeo, con una visión matematizable del mundo aplicada a la resolución práctica de problemas, se han comenzado a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas transformaciones, haciéndose más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza”. Ahora, coincidamos también en que esa modificación de la productividad no trajo como único resultado un aumento del bienestar, sino que, concebida como está, la producción es ante todo mercantil: la anima no solo la satisfacción de necesidades, sino el lucro, concretado en el circuito de la comercialización, en la realización de la plusvalía.

“La razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. Por eso se produce cantidades gigantescas de productos realmente no necesarios, pero que se van imponiendo como imprescindibles a partir del modelo de desarrollo imperante”. La historia del capitalismo “no es otra cosa que la obsesiva búsqueda del lucro, no importando el costo. Si para obtener ganancia hay que sacrificar pueblos enteros, diezmarlos, esclavizarlos, e igualmente hay que depredar en forma inmisericorde el medio natural –esa es la única lógica que mueve al capital–, todo ello no cuenta. La sed de ganancias no mide consecuencias”.

No solo tecnolatría

Por supuesto, la viña del Señor no es cobijo exclusivo de la malhadada tecnolatría. Algo corroborado por un piélago de textos, entre los que privilegiamos “La recuperación verde y el reciclaje insustentable del capitalismo” (CLAE), donde Eduardo Camín somete a incontestable revisión ciertos dispositivos propuestos para lidiar con el “desbarajuste ecológico” sin perturbar el sistema explayado. Mecanismos creados por activistas bienintencionados, preocupados por la salud del planeta, por la justicia social inclusive; por funcionarios y empleados de organismos que, comprendiendo los estropicios económicos y sociales ocasionados por la formación de marras, están persuadidos de que bastarían reformas no esenciales, un “rostro humano” para esta.

Con otras palabras, la quimera de que la denuncia y la exigencia concitarán la toma de medidas urgentes por los mandamases burgueses, o que estos llegarán a abrazar las estipulaciones de los partidos verdes. Ello, sin apuntar decididamente contra los máximos responsables: las grandes corporaciones y multinacionales, que se las arreglan para cooptar organizaciones ambientalistas, por intermedio de fundaciones ad hoc, agencias gubernamentales que defienden a capa y espada estrategias de “seguridad nacional”, o el mismísimo Banco Mundial, uno de los “preeminentes” alabarderos del neoliberalismo.

Pretensiones teóricas y prácticas a las que Joh Bellamy Foster replica, en Observatorio de la Crisis, con una vehemente apología del socialismo. “Si algo nos ha enseñado la crisis ecológica planetaria es que se requiere un nuevo metabolismo social con la tierra, una sociedad de igualdad sustantiva y ecológicamente sostenible. (Algunos de los logros de la ecología cubana van precisamente en ese camino según Mauricio Betancourt). Georg Lukács llamó a la lucha por la sostenibilidad ecológica y la igualdad sustantiva una ‘necesaria doble transformación’; de las relaciones sociales entre nosotros y de las relaciones humanas con la naturaleza […] para tener éxito, una revolución debe buscar hacerse irreversible mediante la promoción de un sistema orgánico dirigido a satisfacer las necesidades humanas sin dejar de lado la lucha por la igualdad sustantiva y asegurando una efectiva regulación del metabolismo humano con la naturaleza.”

En la era del Antropoceno, la brecha ecológica resultante de la expansión de la economía capitalista está destruyendo el proceso natural de los ciclos biogeoquímicos en todo el globo. El conocimiento de este proceso objetivo nos apremia a cambiar radicalmente la reproducción metabólica social de la humanidad y del planeta. Visto en estos términos, apostilla, la concepción de Marx de una “comunidad de productores asociados” no supone una concepción utópica o un ideal abstracto, sino una posición esencial para la defensa de la humanidad del presente y del futuro.

Un mundo posible

Michael Löwy, con la premisa de que ese otro mundo es posible, va más allá, en Viento Sur, al afirmar que la necesidad de la planificación económica en cualquier proceso serio y radical de transición socioecológica está cada vez más asumida, en contraste con las posturas tradicionales de los “partidarios de una variante ecológica de la economía de mercado, es decir, de un capitalismo verde”. La muda conllevaría el control público de los principales medios de producción y una planificación democrática:

 “Si se quiere que las decisiones referentes a las inversiones y a los cambios tecnológicos sirvan al bien común de la sociedad y respeten el medioambiente, tienen que ser sustraídas a la banca y a las empresas capitalistas. ¿Quién ha de tomar esas decisiones? A menudo, la respuesta de los socialistas era: las y los trabajadores. En el Libro III de El Capital Marx definió el socialismo como una sociedad en la que ‘los productores asociados regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza’. Sin embargo, en el Libro I encontramos un punto de vista más amplio: ‘una asociación de hombres libres que trabajan con medios de producción colectivos’. Se trata de una concepción mucho más apropiada: la producción y el consumo se tienen que organizar racionalmente no solo por las y los productores, sino también por las y los consumidores y, de hecho, por el conjunto de la sociedad; es decir, la población productiva o no productiva: estudiantes, la juventud, las mujeres (y hombres) en el hogar, las personas jubiladas, etc”.

En ese sentido, “el conjunto de la sociedad será libre de decidir democráticamente las líneas de producción que se tienen que privilegiar y el nivel de recursos que deben ser invertidos en la educación, la sanidad o la cultura. El precio de esos bienes ya no se determinará en función de la ley de la oferta y la demanda, sino que será establecido en la medida de lo posible en función de criterios sociales, políticos y ecológicos. Lejos de ser despótica en sí misma, la planificación democrática constituye el ejercicio de la libertad a decidir del conjunto de la sociedad. Un ejercicio necesario para emanciparse de las leyes económicas y de las jaulas de acero alienantes y reificadas en el seno de la estructura tanto capitalista como burocrática”.

Conforme al pensador, el fracaso de la URSS muestra los límites y las contradicciones de una planificación burocrática en la que la ineficacia y el carácter arbitrario son flagrantes. Por ello no se puede utilizar como argumento contra la puesta en marcha de una planificación realmente democrática. “Si es verdad que las decisiones políticas no pueden dejarse en manos de una reducida élite de dirigentes, ¿por qué no aplicar el mismo criterio a las decisiones de carácter económico?”. Eso sí, precisa, “la cuestión del equilibrio entre los mecanismos del mercado y los de la planificación es sin duda un tema complejo; durante las primeras fases de una nueva sociedad, es verdad que el mercado tendrá aún un peso importante, pero a medida que progresa la transición hacia el socialismo, la planificación será cada vez más importante”.

Dentro de ese contexto, Löwy remarca que en el sistema capitalista el valor de uso no es más que un medio, subordinado al valor de cambio y a la rentabilidad, lo que expresa el porqué de la existencia de tantos productos sin sentido alguno. Sin embargo, “en una economía socialista planificada, la producción de bienes y servicios no responde más que al criterio de su valor de uso, lo que conlleva consecuencias a nivel económico, social y ecológico cuya dimensión es espectacular”.

Desde luego, la planificación democrática atañe a las grandes opciones económicas y no a la administración de los restaurantes, de los ultramarinos, de las panaderías, del pequeño comercio o de las empresas artesanales o de servicios locales. “Del mismo modo, hay que señalar que la planificación no es contradictoria con la autogestión de los trabajadores y trabajadoras en sus centros de trabajo. Por ejemplo, mientras que la decisión de transformar una fábrica de coches en una de autobuses o de tranvías corresponderá al conjunto de la sociedad, la organización y el funcionamiento interno de la empresa tendrán que ser gestionados democráticamente por los propios trabajadores y trabajadoras. Se ha debatido mucho sobre el carácter centralizado o descentralizado de la planificación, pero lo fundamental es el control democrático del plan a todos los niveles: local, regional, nacional, continental y, esperemos, planetario, porque los temas que tienen que ver con la ecología (como la crisis climática) son mundiales y no se pueden abordar más que a ese nivel”.

En contraposición a los postores de finiquitar el crecimiento universal, o de reemplazarlo por un “crecimiento negativo” –decrecimiento–, que pauta la drástica reducción del consumo y la renuncia, entre otros bienes, a las casas individuales, la calefacción central, las lavadoras, con el objetivo de constreñir al mínimo razonable el gasto energético –“dictadura ecológica”–, algunos socialistas piensan con optimismo impar que “el progreso técnico y la utilización de energías renovables permitirán un crecimiento ilimitado y la prosperidad de forma que cada cual reciba según sus necesidades”. De acuerdo con el también filósofo, lo pertinente sería una verdadera transformación cualitativa del desarrollo: el cese del despilfarro monstruoso que provoca el capitalismo. Y de este mismo, con su fetichismo de la mercancía, incitador de la compra compulsiva.

Löwy nos alerta sobre la brevedad del tiempo que resta para una metamorfosis radical, dada la gravedad de amenazas de holocausto. A todas estas, la lucha resulta la única esperanza para frenar la destrucción de la vida. Ojalá que el mito de Casandra no se reavive en momentos en que los jinetes del apocalipsis han trocado el trote en desbocado galope.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.