Algunos pretenden que el mundo acabe de dar un giro de 180 grados. Y que se generalice la barbarie. Lo digo en concreto por el fascismo, cuyo semblante asoma, con visos de buena salud, en varios sitios del planeta. Y hablando de fascismo, comparto la preocupación de todo ser empeñado en un pensamiento progresista. Como […]
Algunos pretenden que el mundo acabe de dar un giro de 180 grados. Y que se generalice la barbarie. Lo digo en concreto por el fascismo, cuyo semblante asoma, con visos de buena salud, en varios sitios del planeta.
Y hablando de fascismo, comparto la preocupación de todo ser empeñado en un pensamiento progresista. Como ellos, he rechazado siempre los ataques de los llamados «filósofos de la vida» contra la razón y la ciencia en general. O sea: me parece falso el dilema de razón o vida, como si la una excluyera a la otra. Más aún: no acepto la interpretación de la existencia que absolutiza el instinto, los impulsos inconscientes y la intuición. Como si sobrara el conocimiento sujeto a leyes.
¿Por qué este bosquejo? Pues porque, por ejemplo, no puedo ni quiero olvidar que, en su momento, las capas más agresivas de la burguesía alemana se armaron de ese tipo de enunciados para contrarrestar fenómenos históricos como la Comuna de París y el socialismo en cierne.
Tampoco quiero ni puedo soslayar que, en un orbe donde la hidra del fascismo intenta extenderse imparable, ese manojo de ideas vendría muy bien a los reincidentes (¿no es cierto, Mister Bush?). Y me pregunto: ¿no obedecerá a ello cierto cambio en la visión sobre Friedrich Nietzsche (1844-1900), el filósofo idealista considerado uno de los predecesores, fuente teórica, de la ideología del nacionalsocialismo?
A poco más de un centenario de su muerte, hay quien obvia que sus concepciones traslucen un odio visceral al espíritu de la revolución y a las masas del pueblo -bandera enarbolada más tarde por Ortega y Gasset y otros «aristócratas» de la mente.
Para Nietzsche, la esclavitud pertenece a la «esencia de la cultura». La explotación se halla vinculada con la «esencia de todo lo vivo». Aquel que al final de sus años se sumió en la locura proclamaba la «necesidad» de refrenar la ideología liberal, racionalista, la ética tradicional, hasta el cristianismo, que, empacados en el mismo baúl, «debilitan la voluntad de lucha contra el torrente de la revolución, al parecer inevitable». Por ende, a la «moral de los esclavos» -en que se debe educar el espíritu de sumisión de los trabajadores- habría que imponer la «moral de los señores», a quienes aconsejaba blandir un desenfrenado individualismo, antidemocrastismo, antihumanismo, en las relaciones con los demás mortales.
Lucha por la existencia devenida «voluntad de poder». Y nada de progreso social, sino «eterno retorno de todas las cosas». Retorno del que no escapamos. Por tanto, el futuro preconcebido. La rebelión justiciera, destinada al fracaso.
¿En su criterio quién salvará a la tambaleante civilización occidental, al capitalismo? Pues el «superhombre», el nuevo bárbaro poetizado, «bestia rubia» dominada por un corazón de fiera… «raza aria» en el decir de los hitlerianos.
Lo que escribo brota cuando el auge del fascismo redivivo se trasunta en hechos como los ataques a extranjeros y la profanación de cementerios judíos ocurridos incluso en uno de los países paradigmáticos en la derrota del eje Roma-Berlín-Tokio. En Rusia; ah, la Rusia postsoviética. Y cuando el gobierno de una de las potencias aliadas que fueron, los Estados Unidos, fragua y pone en ejecución planes como salidos de los más calenturientos cerebros del Tercer Reich (Afganistán, Iraq, ¿Irán?: cualquier «oscuro rincón del mundo»).
Planes que hacen abominar de la xenofobia, el racismo… quizás hasta de Nietzsche. Sí, de Nietzsche, a quien una cruzada quiso convertir en santo, a los cien años de su muerte (el suceso es noticia todavía, por las resonancias). Fue su «antisemita hermana Elizabeth (quien) controló su legado y utilizó su obra para apuntalar a Hitler…» Es decir: presunciones más que argumentos. Me cuestiono si buena fe o argucia para, a la larga, avivar un engendro que no pereció con el juicio de Nüremberg.
Pero, meditándolo bien, no caigamos en el irracionalismo fatalista que criticamos. Toda obra amerita una segunda oportunidad. Demos a Friedrich el beneficio de la duda, como siempre pedía Descartes. Y Marx. Yo mismo estoy a punto de regresar, o ir, a Así habló Zaratustra, Más allá del bien y el mal, La voluntad de poder…
Y si me mantengo en mis trece, que me perdone la memoria de Nietzsche. Sólo él. Porque el fascismo no perdona.