Debe de ser cierto que el periodista se hace en la sala de redacción, en batalla solitaria con la pantalla del computador ahora, antes era con la hoja en blanco y apurado por el ruido de la rotativa, mientras se enfría la taza de café o se consume el cigarrillo. El así llamado «mejor oficio […]
Debe de ser cierto que el periodista se hace en la sala de redacción, en batalla solitaria con la pantalla del computador ahora, antes era con la hoja en blanco y apurado por el ruido de la rotativa, mientras se enfría la taza de café o se consume el cigarrillo. El así llamado «mejor oficio del mundo», por Gabriel García Márquez, tiene en el cronista el periodista completo, es el único que posee todas las artes y ciencias de barrio adentro y no las cambia, a pesar de los tiempos y la tecnología. Las historias humanas se cuentas con la precisión de detalles, para que no se pierda la magia del asunto que se vive o se vivió, así de exacto es el pacto con los oídos o con los lectores, según se cuente o se escriba. En el mundo siempre fueron pocos y felices. Los cronistas trabajan el hecho narrativo sin importar si la calle está dura o light, si la cotidianidad del vecindario no destaca aquello que siendo extraordinario lo acepta como evento común y si el olvido devuelve en leyenda lo que fue visto por cientos de ojos «con una misma mirada» [1] .
Don Nelson Estupiñán Bass es el cronista papá de quienes quieran contar el mágico realismo del mundo urbano de cualquier ciudad de este y otros trópicos, en donde la gente crea que el vivir no es una imposición riesgosa del destino, sino la maravilla fugaz de cada individuo. El cronista fue él y Diario El Comercio el mostrador oportuno de esas crónicas. Están recogidas en los libros Desde un balcón volado y Luces que titilan. Ahí en los títulos está la señal: en el primer caso es el balcón que sobresale o sea «vuela» más allá de la fachada de la casa y las casas de la Costa ecuatoriana tenían estos balcones para el bordado-exhibición de las jovencitas en edad de merecer, para el coloquio a grito pelado de una casa a otra, para enterarse sin perder ni un adjetivo de las historias urbanas y para contemplar sin estorbos a la vista el pomposo ascenso de la luna llena. Es Esmeraldas la ciudad del cronista Estupiñán Bass y sus habitantes que por el prodigio de la atenta observación unas veces son personas comunes y otras son de leyendas. Ese es el pulso del griot [2] , que de tanto pulsear la vida del vecindario al rato es la «memoria institucionalizada».
Las luces titilantes, alumbran las historias que se suceden en las calles y con la gente de mirona o protagonista. Ojos encendidos para mirar con la mirada memorística del narrador de las esquinas. El narrador se afirma en los detalles que es donde se acomoda lo portentoso, mientras que ‘el vida ajena’ inventa a partir de unas pocas referencias. Esa es la amplia diferencia entre periodismo y faramalla (o farándula). El cronista es la suma refinada de historiador, intérprete, testigo de cargo, maestro del lenguaje, antropólogo y genealogista del vecindario. Y es periodista, porque escribe para prevenir el olvido. También por eso se le llama ‘cronista’. El cronista Nelson Estupiñán Bass es un clásico de ese periodismo que metido en el costumbrismo con pocos giros impide el desgaste implacable del género periodístico.
El tiempo social es otra de las adversidades del narrador de lo efímero, pero es un río que saca la basura cultural a la playa. La invención de la minifalda debió asustar al conservadurismo y producir episodios para la crónica de risa y carcajada; o la elocuencia abusiva y por eso absurda del aquel que entiende todo al revés; las supersticiones con licencia académica; las crónicas de inicio y fin de la muda cultural de los barrios. Los cronistas de la vida diaria destapan el tarro de las esencias del humor y lo consumen sin guardarse nada, porque el tiempo implacable podría mañana convertir esta comedia en otra cosa menos risible. Eso y más se descubre en el papá de este género periodístico en el Ecuador y en América, don Nelson Estupiñán Bass.
Son crónicas de pueblo chico, leyendas grandes.
«Don Julio Toledo Sosa era un hombre campechano, para quien había sido creada ex profeso la Comisaría Municipal». ¿Por qué? Por su exigencia hasta obligar a colocar «un letrero que decía carne de toro«. Una ciudad con esas personalidades folklóricas, que ocupan el imaginario popular y no las corroe el óxido del olvido. Así desde el comienzo del siglo pasado se traspasaban el esplendor del mito (en el sentido antropológico) de unos (o unas) a otros (a otras). El viejo Jesús Véliz el arreglador de huesos dislocados o quebrados, vivía en Barrio Caliente (¿Dónde más?) y «No hubo hueso zafado o roto, que pasando por sus manos, no volviera a su sitio». ¿El prodigio? «No sabía leer, pero era sabio especialista en su ramo, casi como un taumaturgo». La crónica de Don Trifón Comevela, es toda una conversación de esquina, muy bien se podría decir escuchen en vez de lean: «Era el más «faculto», de fama en muchas leguas a la redonda, para curar espanto, ojo, malaire y bicho«. Son parte del catálogo de padecimientos esmeraldeños y son curados por los curanderos que están en el ‘secreto’ medicinal. Para aprender estas artes y ciencias no se necesita más matrícula que quererlo en serio y entender los giros portentosos y democráticos de palabra suelta.
Nelson Estupiñán Bass hace vuelo bajito por los acontecimientos y no incorpora explicaciones que dañarían la narración. En Don Trifón Comevela, el lector supone bien que él fue de aquellos babalaos de este solar que entendían las dolencias como desajustes energéticos, enojos de Orishas o caída en picada del axê. Y además tenía una clasificación de esas enfermedades, por ejemplo, el ‘espanto’ común era de agua. Candela o rabia última de alguna ánima solitaria. El ‘ojo’ podría ser seco o corriente, el primero era mortal porque secaba al enfermo. Igual con el ‘malaire’ estaba el corriente y el «entripao», casi imposible de curar. Al final sabemos por qué aquello de ‘Comevela’. Después de cobrar la curación pedía que le regalaran una vela de sebo, para la Virgen, su socia de curación. Pura mentira, el hombre le entraba a mordiscos a las velas como el mejor de los manjares, descubierto cayó en sarcasmo popular, apodo incluido.
En las crónicas del maestro Estupiñán Bass es posible seguir la evolución de la ciudad de Esmeraldas, por sus barrios. En la titulada El otro cementerio, se sabe que el «cementerio viejo estaba situado entre lo que es la ahora avenida Colón y las calles 10 de Agosto y Vicente Piedrahita». El actual cementerio está en la avenida Eloy Alfaro y calle Juan Montalvo. Y relata: «hasta allá, por 1 910, la ciudad de Esmeraldas avanzaba, por el occidente, solo hasta la calle Sucre; todo lo demás era montañas, en cuyas cúspides, en lo más acentuado del verano, se enseñoreaban los guayacanes en sus festivales de oro;…» Esa página es también crónica deportiva, el narrador ubica el relato en 1 910, así pues, «sobre las tumbas abandonadas, y cerca de muchas cruces a medio cubrir por los arbustos, se hizo luego una cancha de fútbol, en la que hacían sus partidos, entre otros cuadros el Unión y el 18 de Septiembre, los encarnizados rivales de entonces». ¿Acaso se refería al antecesor del Unión Deportivo de Kiko Vásquez, Canalete Rodríguez, Dalmiro Perlaza y los otros? No hay dudas, el fútbol entró al Ecuador por Esmeraldas.
La maestría de don Nelson Estupiñán Bass es hablar del escenario, en donde la vida tiene esas ocurrencias de maravillas. Esmeraldas, ciudad de las primeras décadas del siglo XX, anda su andar con quienes contrarían la lógica de lo formal y ya pues, de ahí llueve sin escampar el humor colectivo. Es (o quizás era) una sociedad de puertas para fuera, los secretos están a la vista para conversa y página del periódico. En Los barrios viejos, se hace arqueología social: debajo de los actuales barrios ya hubo otros, que nadie sabe el porqué cambiaron de nombre. ¿Olvidar agravios toponímicos? ¿Ajuste de cuentas histórico con el nombre del barrio? ¿Necios afanes civilizatorios? Un día malo de aquellos que a veces padecen las ciudades algunos empezaron a deshacer la historia ciudad suplantando el nombre de los barrios. Linchamiento a la historia y a sus protagonistas. En Los barrios viejos el cronista mayor devuelve del olvido estas nominaciones: «Los barrios viejos de Esmeraldas, antes de que existieran Barrio Nuevo y Nuevos Horizontes (llamado en principio Viernes Santo JME) era: Barrio Caliente, Cantarrana, Matacallao, Vida Suave y Miraculo (ahora Isla Piedad JME)».
De acuerdo a César Hernández, Barrio Caliente, apareció como Caledonia y en algún momento cambió al nombre actual y según don Nelson Estupiñán Bass, el más emblemático de los barrios de Esmeraldas, comenzaba en las calles Sucre y Salinas hasta las alambradas de la antigua hacienda El Potosí, en sentido longitudinal. Y desde la Sucre hasta las estribaciones del cerro, que limita a la ciudad por su flanco occidental. ¿Cómo era el Barrio? «Estaba lleno de quebradas y en invierno las aguas turbulentas se recogían en la encrucijada del desaparecido Puente de Arriba». Cantarrana debía su nombre al formidable coro de ranas que obligaba a los vecinos a gritar las confidencias. El Matacallao quedaba más allá del Puente Colorado (donde ahora está la Plaza Cívica de Esmeraldas construida por la Alcaldía, en el 2 004, a la memoria del escritor y cronista), dice don Nelson que fue una broma popular, por el ningún alumbrado público en el sector. «Ahí, de noche, se podía matar en silencio».
En Orografía de la nostalgia dedicada a quienes cargaron las finanzas del país sobre sus hombros. Calixto Mompó, «negro casi redondo, de músculos duros como el hierro, subiendo por la desaparecida Casa Tagua hasta sus depósitos… una barrica de manteca de cinco quintales… o desde la aduana un bulto de yute de 750 libras». O Clementino Quiñónez, que con notable agilidad dirigía las lingadas (pesadas cargas que debían conducir a la escotilla) y después como si nada tocaba el bajo en las retretas dominicales en una banda de pueblo. Eugenio Perea, cuadrillero y remachador, en los astilleros de La Boca (hoy Las Palmas), solía comentar con humildad: «yo no era de los más fuertes, solo podía con 550 libras». El cronista verdadero es aquel que narra la gran historia de las pequeñas gentes y sus cosas inolvidables. Eso hace inmenso a don Nelson.
Notas:
[1] Verso del poeta Antonio Preciado, del poema Matábara del hombre malo:
[2] Según M’bare N’gom de la Morgan State University, Tradición oral africana y su supervivencia en la transafricanía: El caso Perú. Dice del griot que «Por su habilidad oratoria, que le ha valido el apodo lisonjero de «orfebre del verbo» o de profesional de la palabra…»
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