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Palabras para un encuentro

Fuentes: Rebelión

Texto leído en la presentación el pasado lunes, 24 de marzo de 2008, de El legado de un maestro, FIM, Madrid, 2007 (editores: de Iñaki Vázquez Álvarez y Salvador López Arnal).

Se acumulan los motivos por los que hay que agradecer a la Federación de investigaciones marxistas (FIM) el apoyo que vienen prestando a la edición de ensayos de y sobre la obra de Manuel Sacristán. M.A.R.X. Máximas, aforismos y reflexiones con algunas variables libres;, Escritos sobre El Capital (y textos afines); los documentales y el libro que componen «Integral Sacristán» y El legado de un maestro se han editado con su ayuda. Está muy bien, por lo demás que una fundación de investigaciones de orientación marxista se reconozca en la obra de un clásico que fue, además, conviene no olvidarlo, un revolucionario antifranquista y comunista, miembro durante unos viente años del comité central del PSUC y cinco de su comité ejecutivo.

Que Manuel Sacristán es un referente en numerosos ámbitos políticos y culturales es cosa conocida y reconocida. Sacristán fue un filósofo enorme, uno de los grandes de su generación. Basta leer Papeles de filosofía para disipar dudas. Sacristán fue igualmente un lógico de enorme importancia en la historia española de la disciplina. Si quieren más información, lean o relean a Luis Vega o a Jesús Mosterín. Sacristán fue un crítico literario como pocos. Recordemos su aproximación al Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio, a la obra de Goethe o de Heine, por ejemplo. Sacristán hizo incursiones precisas y novedosas en el ámbito de la cultura catalana. Sus estudios de la obra Brossa o de Raimon son dos ejemplos conocidos. Sacristán fue un profesor, un maestro como pocos. Aquí los testimonios se amontonan. Sacristán fue director o miembro del consejo editorial de revista tan importantes como Laye, Materiales o mientras tanto. Sacristán fue un traductor infatigable. Del griego clásico, del latín, del alemán, del inglés, del francés, del italiano y del catalán. Por sus ojos, por su mente y por su máquina de escribir pasaron unas 28.000 páginas. Sacristán ha sido uno de los traductores de El Capital al castellano. Se editaron los volúmenes I y II en OME 40, 41 y 42, y dejó traducida la mitad del tercer volumen. Sacristán fue también, aunque a veces se olvide, un dirigente político revolucionario como pocos. Lean los papeles que Miguel Manzanera ha rescatado en una tesis doctoral dirigida por uno de los aquí presentes, por José Mª Ripalda. Sacristán abrió horizontes, nuevos en aquellos años, en torno al ecologismo y el antimilitarismo. Sacristán miró en los márgenes y supo ver. Ulrike Meinhof, a quien conoció en Münster en los años cincuenta; Wolfgang Harich; Karl Korsh; Gerónimo, Gramsci, son algunos de sus autores. Sacristán ha sido, probablemente, el mayor marxista hispánico hasta la fecha con textos ya clásicos como «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» o «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia». Sacristán, en fin, siendo un documentado aunque no estrecho filósofo analítico también fue un activista que no dejó de participar en combates hasta sus últimos días. El CANC antinuclear, el movimiento antiotánico, son dos buenas ilustraciones de su «movimientismo».

Pero me gustaría recordar aquí otro punto sobre el que también fue un referente de muchos ciudadanos comprometidos: su forma de estar en el mundo, su compromiso cívico, político, vital, sin ceguera dogmática ni antiojeras desnortadas. Déjenme ilustrarlo con un ejemplo.

En las clases de metodología de las ciencias sociales del curso 1981-1982, al describir las iniciales posiciones de rechazo global o de aceptación entusiasta del entonces nuevo saber científico, Sacristán explicó dos casos que le parecían muy notables. En el segundo apartado, entre los entusiastas, situó a Condorcet y su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. En el primero, el Frankenstein de Mary Shelley, una de las primeras manifestaciones de rechazo vital de la tecnociencia contemporánea por sus potencialmente temibles consecuencias prácticas.

La complejidad del cuadro intelectual en que se enmarcaba esta segunda reacción estaba perfectamente ilustrada por la personalidad de Shelley y por su libro. La autora, comentó Sacristán, era la compañera del poeta y podíamos estar seguros de que también él coincidía con su posición en este punto. Mary Shelley había escrito su novela en Roma, en uno de sus encuentros con los Keats. Era inverosímil que todos ellos no estuvieran de acuerdo con lo que ella estaba escribiendo. Así, pues, Frankenstein, que leído por una persona ingenua podía parecer fruto de una mentalidad tradicionalista, provenía de un ambiente que era el de «la extrema izquierda intelectual» de la época. Shelley había sido el poeta más de izquierdas de la tradición romántica inglesa. Hasta extremos conmovedores, apuntó Sacristán en un giro inesperado en una clase de metodología y sociología de la ciencia. Una vez, al bajar a los calabozos de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, al cabo de un rato de estar allí, me di cuenta, nos dijo, «que en una de las paredes algún preso había arañado, con las uñas, un verso de Shelley, y en inglés. No sé qué raro preso sería pero el hecho es que allí estaba. No sé si con la democracia lo habrán quitado cuando habría habido que ponerle un marco».

El poema, los versos arañados en la pared, borrados desde luego, decían así en traducción del propio Sacristán:

La luz del día

después de un estallido

penetrará

al fin

en esta oscuridad.

No es seguro que los versos fueran realmente de Shelley. El propio Sacristán, que entonces acababa de regresar de su primer viaje a México en el que había conocido a su segunda esposa, María Ángeles Lizón, tuvo finalmente dudas sobre la autoría. Sea como fuere, no hay marco ni poema ni recuerdo alguno de aquel preso ilustrado. Pero, en cambio, sí que existe el reconocimiento de que también en este caso Sacristán supo, en circunstancias nada fáciles, dirigir singularmente su mirada, incorporar aristas y vértices poliéticos, que dirían sus discípulos y amigos Paco Fernández Buey y Manuel Monereo, transmitiendo a los asistentes de aquel curso de filosofía de la ciencia esa especial forma de estar y vivir en un mundo, aquel y también éste, grande y terrible.

Sacristán, por lo demás, es autor de un aforismo que resume en muy pocas líneas lo esencial de un compromiso que nunca dejó de mantener, compromiso que, para nuestra fortuna, tampoco ustedes, y muchos otros, están dispuestos a situar en la papelera de los archivos desfasados.

Por eso era esencial saber que el marxismo no es teoría, sino intento de programa (sobre un deseo), que se intenta fundamentar en crítica y en conocimiento científico. No se debe ser marxista (Marx); lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan.

Avanzar por la cresta en la búsqueda de un mar en el que confluyan deseo y realidad. No he encontrado hasta el momento una formulación que resuma mejor lo esencial de su tradición emancipatoria que, según creo, también es la suya. Gracias, muchas gracias por ello.