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Pancho no quiere chicle

Fuentes: Rebelión

Los gringos son una especie de Rey Midas de los estereotipos. Todo lo que miran lo reinterpretan, lo sintetizan y luego lo escupen a para que nosotros creamos que somos lo que ellos dicen y no lo que realmente somos. Para ellos un »latinou» es un personaje morenito, bajito, que usa un sombrero grande con […]

Los gringos son una especie de Rey Midas de los estereotipos. Todo lo que miran lo reinterpretan, lo sintetizan y luego lo escupen a para que nosotros creamos que somos lo que ellos dicen y no lo que realmente somos.

Para ellos un »latinou» es un personaje morenito, bajito, que usa un sombrero grande con madroños en el ala, un poncho al hombro de origen indefinido, pantalones blancos percudidos, alpargatas, chalequito de torero, bigotito que no termina de germinar, siempre achinado, portador eterno de una sonrisa tonta, porque un tonto no sabe sonreír de otra manera. Es dormilón nuestro »latinou», duerme porque es muy flojo y, cuando no lo hace, además de sonreír como tonto, dice »si señor, si señor» a todo lo que le pregunten.

A veces baila Pancho, porque siempre se llama Pancho. Cuando Pancho baila muerde obligatoriamente un clavel, se para como un torero y da un taconazo al piso con la suela de su alpargata. Toma a María en su brazos y baila un jarabe tapatío dando largos pasos de un tango sintético, gringo, de brazos estirados. La música le llega al cuerpo de nuestro Pancho desalmado, y siente una urgencia de lanzar a María, de un empujón apasionado, al otro lado de una pista de tierra donde, por alguna razón, siempre hay una gallina que huye aleteando alarmada. Zapatea Panchito emocionado como lo haría un imaginario e imposible andaluz, mientras grita. ¡Andale, ándale, ipa, ipa y olé!

Pancho sufre del un mal común entre los Panchos, cada vez que aparece en escena un acorde de guitarra lo acompaña. Su pueblo, siempre polvoroso, no conoce el silencio, cada Pancho un acorde cada acorde un tiroteo, un ay ay ay, un si señor. Cuando Pancho duerme María lava la ropa en el río mientras, miles de Pepitos corren medio desnudos por las calles de tierra detrás de un perro flaco.

En el pueblo hay una iglesia, una cantina, que siempre se llama Cantina, y un mercado que es destrozado cada día cuando Pancho pelea con Pancho, haciéndole mas daño a los tomates y piñas, nunca faltan las piñas, que al bribón que se ganó la golpiza por decir no se qué de la madrecita santa de Pancho que también se llama María.

Siempre hay un gringo extraviado, que aparece en el pueblo para remediar lo irremediable. Con su ingenio innato, inventa una bomba para sacar agua de un pozo que el mismo excava con el viril sudor de su frente. Cuando suda Jack no suda, se pone mas guapo, es como si se pusiera gomina, su pelo se despeina bonito, cae el mechón indómito justo sobre el ojo azul cielo del hombre que conoce la libertad.

Como el usa Colgate sus dientes son tan blancos que ya no parecen dientes, parecen chicles de menta. Y es eso lo que atrae a los Pepitos harapientos que, en coro desafinado, gritan señor, señor chicle por favor.

Conocen el chicle de forma ancestral. En tiempos inmemorables un Billy estuvo en el pueblo y dejó siete viudas, doce hijos, un Ford modelo T, y una primitiva caja de chicles. El abuelo Pancho cuenta cada noche de luna, las aventuras de aquel gringo valiente que salvó a pueblo de si mismo cuando el solo era un Pepito.

El pueblo de Pancho se llama indistintamente, Tijuana, Río de Janeiro, Buenos Aires, Bogotá o Madrid. Tiene un aeropuerto en el cual aterrizan modernos Boeings y Jumbos entre cochinos, ovejas, cabras y gallinas que viven el todas partes menos en un corral. Custodian a modo de pastorcitos al rebaño y a la patria Panchos uniformados de soldados represores, malvados, corruptos, dispuestos a desplumar tanto a las gallinas como a los gringos que pasen por su jurisdicción.

Dentro de una oficina de paredes sucias, que no han visto una mano de pintura desde que Bobby pasó un día y la pintó, un bombillo intermitente y solitario cuelga del techo como un ahorcado que se niega a pasar a mejor vida. Una mesa compartida por sellos, botellas de tequila vacías y María de la Mala Vida, quien le soba los pies al sargento Pancho que, sin botas, sin camisa pero con la pistola al cinto, extiende la mano, sin levantar la mirada, y con voz pastosa de dice: »dólar señor».

El presidente Pancho, vestido de general condecoradísimo, habla inglés como Ricardo Montalbán. Recibe a Jimmy, un emisario del valiente George, con una sonrisa cínica, un buenos días burlón, y un desayuno ranchero en un patio andaluz opulento, pletórico de aves meridionales, según palabras rebuscadas de Pancho, y gallinas no tan exóticas que, como ya sabemos, son los únicos seres que gozan de libertad por estos lados.

Pobres Panchos ricos en diamantes, oro, petróleo, madera, ríos, mares. Lo que la naturaleza tenía que repartir por todo el mundo cayó sobre ese pueblo polvoriento. Panchos brutos incapaces de manejar sus recursos y sus destinos, Panchos que recién descubren los carros, la televisión, la Coca-Cola. Ignorantes personajes que deben ser educados a punta de Paris Hilton, Warner Brothers y American Express. Cambiou espejitou por orou.- Dice Sam con sus dientes Oral B, su pelo Head & Shoulders y su actitud Monroe, América para los americanos, o sea, All of the Americas just for us.

En la medida que nos sintetizan nos fragmentan en mil Tijuanas. Vaya paradoja, nos dicen que no somos hermanos, tenemos fronteras, el vecino es raro, no existe, o es una amenaza, pero a la vez somos todos Panchos y Marías, lo vi en el cine mientras comía cotufas, lo veo en la tele cada día. Señores que confusión.

No se salvan ni ellos mismos de esa manía reinvencionista. Se dibujan a si mismos como musculosos salvadores irremediablemente guapos, capaces de dar la vida por defender su causa en lugares remotos y hostiles. Son hijos de la tierra de la libertad, the land of the free, the home of the brave. Son todos ricos y poderosos aun cuando Billy Bob viva en un trailer de latón. Tienen negros malos, Panchos degenerados, pero siempre ganan los buenos, ellos, rubios, hombres tan templados que son capaces de besar a Jenny en medio de una explosión devastadora, que no les tiembla la voz ante un cañón de Magnum apuntándole la nariz: »go ahead make my day.»

Se pintan tan maravillosos, nos pintan tan imbéciles, que no les cuesta creerse su propia mentira, dejan de verse mientras se miran en la pantalla gigante de su vanidad.

Pero como yo me llamo Carola y no usé nunca faldas de flores y faralaos, ni parí ocho pepitos, no me lo creo. Jamás esquivé a una gallina en un aeropuerto, si vi algún soldado con cara de maluco alguna vez, pero he visto otros con caras de Robertos normales y corrientes. Nunca he sido arrojada, por hombre alguno, al otro lado de la pista de baile de un apasionado empujón. Yo no me lo creí, ni yo, ni la mayoría de quienes vivimos al sur del Río Grande.

Claro que siempre hay un desubicado que, al ver que no se parece a Pancho ni María, que por el contrario, es blanco, tiene carro y habla inglés, se cree que es un gringo con mala suerte, que le toco nacer en Caracas y no en la mayami de sus anhelos.

Se sienten como un Mike atrapado en el cuerpo de un Alberto, viven una vida limitada por un pasaporte que nos los representa. Desean desesperadamente una intervención de esas que los militares llaman quirúrgicas, de esas que los civiles blancos creen que no los afectan. Se consideran inmunes a las bombas inteligentes que no distinguen a un Pancho de un Alberto porque fue un Andrew quien la inventó.

Mission accomplished dijo Georgie, vestido de piloto de combate con un traje que le quedaba apretado y hacía que su andar fuera extraño porque se le quemaba el arroz. No solo calculó mal la talla de su disfraz de héroe, se equivocó, como solo lo puede hacer un idiota que se traga sus propias mentiras, al calcular la talla de su adversario.

¿Misión cumplida George? ¿Really?…

Sobre esa montaña de mentiras definen sus estrategias y así no hay cálculo posible. No hay flecha que de en el blanco si se apunta a un espejismo.

Usando a sus Panchos útiles, intentan en vano quebrantar nuestro espíritu con tarjetas Mi Negra, limosnas que no queremos, sueños que no soñamos. Como el flautista de los cuentos, pretenden atraernos con su música a ritmo de barras y estrellas, pero tenemos ojos grandes y vemos mas allá, y por muchas estrellas que nos ofrezcan, nosotros solo miramos las barras detrás de las cuales nos quieren colocar.

Entonces se descolocan cuando les miramos a los ojos, sin sombreros con madroños de por medio, y les decimos decididos: No señor, no señor, váyase a la mierda señor…