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De Felipe González a Barack Obama

Para el cambio hay que apostar por la movilización

Fuentes: Rebelión

Las imágenes de Obama con su familia en el gigantesco escenario de Grant Park en Chicago se mezclaban con el rostro cubierto de lágrimas de Jesse Jackson, la emoción de Oprah Winfrey, una especie de María Teresa Campos afroamericana, o la alegría de miles y miles de voluntarios progresistas o de gentes simplemente cansadas de […]

Las imágenes de Obama con su familia en el gigantesco escenario de Grant Park en Chicago se mezclaban con el rostro cubierto de lágrimas de Jesse Jackson, la emoción de Oprah Winfrey, una especie de María Teresa Campos afroamericana, o la alegría de miles y miles de voluntarios progresistas o de gentes simplemente cansadas de cuatro años de despotismo, guerras, desigualdades, racismo institucionalizado y pillaje corporativo. Muchas de las personas con las que estaba viendo los resultados de las elecciones hablaban del comienzo de una nueva época, del principio de una nueva vida. Que un afroamericano pudiera llegar a la Casablanca, significaba que el cambio podía llegar de verdad, ahora sí. En la calle, las bocinas de los coches y la alegría general completaban el momento histórico: la noche del 4 de noviembre era casi imposible substraerse a la emoción colectiva desatada por la victoria de Obama.

 El momento me recordaba, salvando las distancias que permiten cualquier analogía histórica, a la campaña y la victoria de otro candidato cuyo eslogan también se centraba en el tirón popular de la idea del cambio: Felipe González. En 1982 yo tenía solamente 10 años, pero recuerdo muy bien haber ido a votar con mi madre convencidos, como casi toda mi familia, de que la victoria del PSOE en las elecciones generales significaba algo parecido a la victoria de Allende en Chile en el 1970: no sólo el final de la dictadura sino la vía pacífica al socialismo. Vale la pena recordar que sólo un año antes el Teniente Coronel Antonio Tejero había entrado en el Congreso de los Diputados, pistola en mano, para recordarnos a todos que todavía se podía volver a los años ominosos de la dictadura. El carisma de González, el estilo descamisado de Alfonso Guerra, los 800.000 puestos de trabajo y la promesa de no entrar en la OTAN, habían llevado al poder a un partido de izquierdas por primera vez desde la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936. Como el pasado 4 de noviembre, era muy difícil substraerse a la explosión de alegría colectiva, todavía recuerdo muy bien las lágrimas en el rostro de mi madre que pensaba que sus hijos iban a tener más libertad y un futuro mejor.

Igual que Felipe González tuvo que traicionar al Partido Socialista en el exilio y renunciar al marxismo leninismo para ganar, Obama ha tenido que distanciarse de su pastor afroamericano, porque éste, entre otras cosas, crítica abiertamente el imperialismo norteamericano y su manifestación autóctona, la perpetuación del racismo y el clasismo. Obama ha tenido que colaborar también en el linchamiento público del profesor William Ayers a quién hasta la fecha de hoy no hemos visto en ninguna de las cadenas de televisión públicas o privadas explicando por qué participó en el Weather Underground , una organización que surgió para combatir la guerra del Vietnam y la brutalidad policial contra la población de color. Se pueden cuestionar los medios de la organización, pero es sospechoso que no se pueda ni siquiera empezar a discutir las condiciones históricas de opresión que llevaron a su formación. Es asimismo, una vergüenza que la comunidad universitaria, salvo en algunas excepciones, se haya quedado cruzada de brazos viendo como linchaban a un profesor de reconocido prestigio académico y con un record impecable de trabajo comunitario.

Sin embargo, es pronto todavía para juzgar las promesas de Obama, pero ¿qué fue de las promesas de cambio del Partido Socialista? ¿Dónde quedaron los 800.000 puestos de trabajo y el «OTAN de entrada No»? Para juzgar la distancia entre nuestras ilusiones de entonces y la realidad de la política del PSOE, es necesario recordar no sólo que entramos en la OTAN y no se crearon 800.000 puestos de trabajo, sino además que después vinieron la reconversión industrial, las privatizaciones, la reforma laboral y el despido prácticamente libre, Juan Guerra, Filesa, los GAL, Polanco gritando que «no había cojones de negarle a él un canal privado de televisión» y para guinda del pastel la legalización de las empresas de trabajo temporal, como evidencia de que el capital en España campaba a sus anchas, aunque el partido en el gobierno tuviera la palabra socialista entre sus siglas. Hoy sabemos que no hay contradicción porque, como ha documentado Joan Garcés en su excelente Soberanos e intervenidos, el PSOE fue financiado por la socialdemocracia Alemana con la aquiescencia y probablemente también con las contribuciones de la CIA, los dueños del dinero.

No se trata ahora de ser agoreros con Obama, pero sí de no dejarse arrastrar con los ojos cerrados por nebulosas promesas, porque quedamos agotados de los ochos años de gobierno republicano. Tampoco se puede simplemente afirmar, como aparecía en un artículo del diario Público , que Obama «es un gran producto», no hay que desestimar que un presidente negro haya llegado a la casa blanca en un país fundado sobre la esclavitud, la segregación y el asesinato de líderes políticos como Martin Luther King o Malcolm X. Tal vez sea difícil (o tal vez ya no tanto) imaginarse en España lo que significa para la población de color de Estados Unidos ver a un presidente negro en un país en el que los privilegios de los blancos siguen siendo moneda de cambio habitual. Por otro lado, la elección de Obama no puede entenderse, como pretenden muchos voceros mediáticos, como la prueba definitiva de que vivimos en una sociedad post-racial. Obama es un principio, no un final, un presidente afroamericano no puede cambiar dos siglos de violencia y opresión racial. Para dar una idea de la realidad de este país, baste decir que en mi propia universidad –la Universidad de California, San Diego-hay sólo un 2% de estudiantes negros y un 9% de estudiantes chicanos. Hay casi el mismo porcentaje de universitarios blancos que de reclusos negros en las cárceles, la mayoría de ellos por ofensas menores, como la posesión de marihuana. Como ha mostrado mi colega Dennis Childs, la privatización del sistema de prisiones y el encarcelamiento de la población negra es la continuación por otros medios de la esclavitud (los reclusos trabajan por salarios miserables en las prisiones). La prisión de Angola en Luisiana, por ejemplo, está construida sobre las ruinas de una plantación de esclavos, los reclusos tienen el mismo color de piel que los esclavos del pasado.

Por eso, para terminar con el racismo hay que ganar más que batallas simbólicas. La opresión racial no es sólo un problema económico, pero no se puede eliminar la opresión racial sin cambiar las condiciones económicas que la crearon y que la sustentan. ¿A qué problemas económicos se enfrenta Obama? ¿Qué significa en este contexto el cambio? La crisis económica global del capital ha puesto de manifiesto el colapso del consenso neoliberal. Ya no somos sólo los marxistas los que decimos que los mercados no se autorregulan solos y que la mano invisible del mercado no es tan invisible, ahora lo dice también Alan Greenspan. Desde que la crisis dejó de ser invisible, es de buen tono acusar a Milton Friedman en el New York Times y a los profetas del neoliberalismo de todos nuestros males, aunque las políticas de Clinton fueran exactamente igual de fundamentalistas con las virtudes del libremercado. Está claro que hemos alcanzado el final de un ciclo de acumulación y, en Estados Unidos al menos, se han empezado a poner de moda los economistas Keynesianos y post-keynesiannos, desde el flamante premio Nobel de economía Paul Kluger a James K. Gallbraith pasando por el renovado pensamiento del ya fallecido Minsky. Todos ellos a favor de una mayor intervención del Estado en la regulación de los mercados y de la inversión pública en infraestructura como solución a la crisis cíclicas del capital.

Hasta ahora, todo parece indicar que Obama coincide con el pensamiento económico de estos neo-keynessianos, a pesar de que su asesor económico en la campaña electoral, Robert Rubin , fue uno de los ingenieros de NAFTA durante el gobierno Clinton y de que su jefe de gabinete, Ram Emmanuel, es el político norteamericano que más dinero ha recibido de Wall Street. En cualquier caso, la lógica hegemónica de la discusión apunta hacia una refundación de del capitalismo, hasta la revista Harper’s habitualmente a la izquierda de los liberales, dedica un número a «salvar el capitalismo». ¿Por qué salvar, refundar, reflotar el capitalismo y no destruirlo para sustituirlo por algo mejor? ¿Por qué abandonarse a las crisis cíclicas y sistémicas del capitalismo con sus cuotas de destrucción, desigualdad, guerra y miseria? Estas preguntas no entran en el vocabulario de los obamitas, más preocupados, como González en el 82, de dar una imagen centrista de sí mismos, pero ya sabemos que la única verdad en la lucha es que no se puede gobernar a la vez para el capital y para el pueblo, que no se puede buscar ninguna moral en la plusvalía ni hacer del capitalismo un ente «civilizado» y respetuoso con nuestros derechos, porque lo único que éste entiende es la lógica de los beneficios.

Pero no todo debe ser pesimismo, Obama no sólo es el resultado de la lógica espectacular y las contribuciones de las grandes compañías norteamericanas, es también el producto de las contribuciones de ciudadanos de a pie y de un robusto movimiento de masas que le ha aupado al poder. Entre los miles de voluntarios de Obama, me contaba una amiga, hay muchos desempleados por la nueva crisis, miles de universitarios hartos de un sistema que les ha llenado de deudas y que les presenta un futuro no muy esperanzador. Si algo ha probado la campaña de Obama, es que la movilización popular funciona y no es-como diría Baudrillard-un simple simulacro de unas masas que ya no pueden producir significados políticos. La única garantía de cambio es no disolver este movimiento, ampliarlo, unirlo, por ejemplo, con las demandas del movimiento gay en California que valientemente se ha lanzado a la calle a protestar contra las iglesias mormonas que han financiado la campaña contra el matrimonio gay.

No todas nuestras aspiraciones son las mismas, pero nuestro enemigo sí es el mismo, por eso nos debe unir el mismo espíritu colectivo que ha hecho posible que Evo Morales nacionalizara los hidrocarburos en Bolivia frente a las amenazas de la oligarquía, el mismo que ha hecho posible que los Kischner hayan nacionalizado el sistema de pensiones en Argentina, el mismo que ha dado a Hugo Chávez la legitimidad de gobernar para el pueblo y con el pueblo. Un presidente sin un movimiento de masas detrás sólo puede ser un títere en manos del capital. Si hay algo que aprender de Latinoamérica es justamente eso, que de Buenos Aires a Caracas, es la gente en las calles la que esta diciendo no a al capitalismo global en nombre de una sociedad más justa. Obama no es ni el anti-cristo como creen muchos cristianos fundamentalistas ni el Mesías, es sólo un político carismático y talentoso, nos corresponde a nosotros no marcharnos a casa y conformarnos con un resultado electoral como en el 82. En este sentido, la campaña de Obama, se ha apropiado de uno de los eslóganes de los United Farm Workers – «Sí se puede»–, pero para que César Chávez y los braceros mexicanos pudieran tener una vida más digna tuvieron que marchar de Delano a Sacramento, hacer huelgas y cambiar las cosas desde abajo. Hoy como ayer, hay que decirle a Obama desde la calle, sí se puede, sí se puede transformar la realidad, sí se puede, como afirma Belén Gopegui, cambiar y no sólo reformar el núcleo duro de lo real para que la única moral posible no sea la plusvalía y sus crisis sistémicas. Si algo hemos aprendido de la larga y desencantada experiencia con la socialdemocracia en España es a no dejarnos encantar por los cantos de sirena y marcharnos a casa.

Luis Martín-Cabrera es profesor de Literatura en UC, San Diego.