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Para el libro blanco del comunismo en el siglo XX

Fuentes: Papeles Eco-Sociales

 Fuera de Italia el nombre de Rossana Rossanda empezó a ser a conocido en 1969 a raíz de la expulsión del partido comunista italiano del grupo Il Manifesto. Desde entonces, y a lo largo de cuarenta años, su nombre ha quedado asociado a esta publicación, sin duda la más singular de las aventuras político-culturales del […]

 Fuera de Italia el nombre de Rossana Rossanda empezó a ser a conocido en 1969 a raíz de la expulsión del partido comunista italiano del grupo Il Manifesto. Desde entonces, y a lo largo de cuarenta años, su nombre ha quedado asociado a esta publicación, sin duda la más singular de las aventuras político-culturales del comunismo crítico en la segunda mitad del siglo XX. Singular porque, sin llegar a constituir propiamente un partido político comunista, Rossanda y sus compañeros de Il Manifesto han estado constantemente presentes, con sus análisis e intervenciones, en todos los acontecimientos políticos, socio-económicos y político-culturales de importancia para la izquierda revolucionaria en el mundo.

Para valorar en sus justos términos lo que ha sido esta aventura hay que tener en cuenta que hacia 1968 los comunistas se dividían por así decirlo en dos: los que pensaban que fuera del partido no había «salvación» (en términos cuasi religiosos) y los que estaban convencidos de que fuera del partido no había acción posible, al menos eficaz, para cambiar el mundo en un sentido socialista de acuerdo con los intereses de aquellos que se suponía que habían de ser sujeto de la revolución, los proletarios, los obreros de la industria. Hoy esto suena raro, pero sólo prestando atención a aquellas convicciones se puede entender bien el impacto que entonces tuvieron las palabras con las que Aldo Natoli, en nombre del grupo de Il Manifesto, se despidió del partido comunista: «Para ser comunista no hace falta carnet». De hecho, si se mira la cosa con una perspectiva histórica más amplia, aquella declaración que Rossanda compartía entonces y sigue compartiendo hoy, no debería haber resultado tan traumática como lo fue en el momento en que se hizo. Pues el fundador del comunismo moderno, Karl Marx, en el que decían inspirarse unos y otros, había sido un comunista sin partido (y sin carnet) la mayor parte de su vida. Solo que en las controversias políticas del momento esas cosas, relevantes para los historiadores, no solían tenerse en cuenta.

También esta historia ha conocido su paradoja: veintitantos años después de aquellos hechos Rossana Rossanda y los compañeros de Il Manifiesto expulsados del PCI seguían haciendo una publicación que se declaraba comunista mientras la dirección del partido que los había expulsado decidía dejar caer el viejo nombre y con él la cosa misma, o sea, el concepto de comunismo, obviamente deshonrado en varios lugares del mundo en los que se impuso el denominado «socialismo real», pero no precisamente en Italia. Así, en los últimos veinte años Il Manifesto de Rossana Rossanda pasó a ser uno de los pocos referentes explícitamente comunistas con eco internacional. Eso explica, entre otras cosas no menores (como la capacidad de análisis político y el haber sido una especie de periodista de guardia de los valores renovados de la tradición comunista durante años y años) que Rossana Rossanda haya acabado siendo un mito para muchas personas que, en Italia y fuera de Italia, conservaron sus ideales comunistas o los encontraron cuando sus mayores los abandonaban.

Y mito es justamente la primera palabra con la que Rossanda ha querido enfrentarse al escribir sus recuerdos en La ragazza del secolo scorso, cuya primera edición apareció en Italia hace tres años y que ahora acaba de ser traducida al castellano1. A Rossanda, que ha defendido siempre un comunismo laico y que lleva décadas combatiendo toda versión religiosa, doctrinaria o dogmática del marxismo, esa palabra no le gusta ni siquiera cuando se pronuncia amablemente y con empatía. Los mitos, dice, son una proyección ajena con la que ella no tiene nada que ver; algo que desazona porque trae a la memoria las lápidas y que no puede aceptar una mujer que, como ella, se considera metida en el mundo, comprometida con su mundo y con su tiempo, a pesar de no tener partido, ni cargos, ni ser siquiera propietaria del periódico que ayudó a fundar.

Ya eso da una pista sobre la orientación de las memorias de Rossanda. No hay en La muchacha del siglo pasado nada que se pueda considerar contribución personal al enaltecimiento del mito. Si, a pesar de la declaración inicial de su autora, aún hubiera que conservar la palabra que emplean personas que le admiran se podría decir que la sustancia de este ensayo autobiográfico es la narración reflexiva de la vida de una mujer, protagonista de la historia del comunismo, antes de que su actuación y las circunstancias que han condicionado ésta la convirtieran precisamente en ese mito. Pues Rossanda habla en el libro de su infancia y adolescencia, de sus estudios universitarios, de su maduración política al final de la segunda guerra mundial, de su actividad como responsable de la política cultural del PCI, de la batalla de las ideas en las décadas de los cincuenta y los sesenta, de los encuentros y desencuentros ocurridos durante esos años y de muchas otras cosas interesantes, pero termina su relato en 1969, en el momento de su expulsión del partido comunista, o sea, precisamente en el momento en que empezó a ser conocida y reconocida fuera de Italia. Lo que vino después de la creación de Il Manifesto, los cuarenta años de singular aventura político-cultural que han hecho de ella una leyenda, queda fuera de consideración. Eso es, como ella dice al final del libro (tal vez anunciando su continuación), «otra historia».

Tampoco quiere Rossanda que La muchacha del siglo pasado sea leído como un libro de historia. Y, en efecto, no es un libro en el que la protagonista de la historia pretenda combinar y amalgamar los recuerdos propios de acontecimientos vividos con la reconstrucción historiográfica de los hechos, precisamente documentada, desde la perspectiva que da el tiempo pasado. En esto el libro de Rossanda se diferencia de otras memorias publicadas. Pues no son pocas las memorias de protagonistas de la historia del siglo XX en las que el que escribe o la que escribe se dedica a romper todos los espejos en los que sus contemporáneos se miraron (o dijeron que se miraban) para, al final, dejar intacto un único espejo, el que devuelve el rostro propio idealizado, el espejo del cuento de Blancanieves que dice siempre a la madastra lo hermosa que es cuando se mira en él

Rossanda sabe de los agujeros de la memoria personal y de las trampas de la memoria que se presenta a sí misma como reconstrucción fetén de los hechos históricos colectivos. Ha optado por narrar en primera persona, sin aducir documentos o papeles, a partir de los recuerdos propios y, casi siempre, claro está, reflexionando sobre los hechos que recuerda mejor, o a los que presta mayor atención, para valorar así lo que ella misma hizo (o creyó en su momento estar haciendo) y lo que hacían las personas y personajes con los que se relacionó en aquellos años. El resultado es un libro que combina la calidad literaria (como reconoció en 2005 el jurado del premio Strega), con la honestidad intelectual; un libro que responde, también en primera persona, a la pregunta que muchos pueden hacerse hoy, en la época del libro negro del comunismo: cómo se ha sido comunista y cómo se puede seguir siéndolo, a pesar de todo lo ocurrido y de que la misma persona que escribe es consciente de que está hablando de una historia que acabó mal.

En los primeros capítulos de La muchacha del siglo pasado, Rossanda narra sus recuerdos de la infancia y de la adolescencia en los años de la Italia fascista y de la guerra con una distancia tan calculada como apreciable, sin nostalgia de la edad feliz en años difíciles pero sin resentimiento por los primeros tropiezos, como para que el lector pueda tener desde el principio la idea de que, al menos en su caso, el comunismo no lo encontró en la casa familiar. Y en ese sentido no es casual que los primeros recuerdos que valora desde las alturas de la edad, por lo que anticipan, hayan sido, por una parte, la tendencia a escapar y, por otra, la atracción fatal por los tropiezos, atracción «evocada una y otra vez por los mayores como demostración de una personal inclinación a no estar en el mundo como dios manda».

Al escribir eso no está sugiriendo, sin embargo, la conformación en su caso de un carácter particularmente rebelde desde la más tierna infancia; lo cual ya dice mucho acerca de la madurez de la narradora. Como mucho dice, también, la tranquilidad de espíritu con que reconoce, sin darlo mayor importancia, sus relaciones de entonces con jóvenes fascistas, que era lo habitual, o la declaración de que antes de 1943 su imagen de los comunistas no haya diferido gran cosa de la que estaba difundiendo el régimen mussoliniano, sobre todo en los años de la guerra de España. Comunistas eran para ella entonces, como para tantos otros, «vengadores de los pobres, violentos y temibles».

Una idea, ésta, que iba a cambiar radicalmente aquel mismo año 1943, a partir de la relación que estableció con uno de los grandes intelectuales del momento, el filósofo Antonio Banfi, a través del cual se produjo su aproximación a los núcleos comunistas que animaban la Resistencia antifascista. Incluso al llegar ahí Rossanda evita apuntarse medallas de las que predisponen favorablemente al lector para lo que va a venir después. No cuenta sus actividades juveniles en la Resistencia con tonos heroicos, sino más bien como una consecuencia de circunstancias, entre las cuales la más importante fue la sorpresa, confesada también, que produjo en la estudiante universitaria el descubrimiento del vínculo comunista del filósofo al que apreciaba intelectualmente en aquel momento: «Me vi metida. No tengo glorias de las que alardear, no pedí el diploma de partisana… Hice poco y con dificultad y errores».

De estas páginas, que corresponden a los cuatro primeros capítulos del libro, hay al menos dos cosas que querría subrayar. Una de ellas es el esfuerzo que Rossana ha hecho por captar y representar el ambiente cotidiano de la Italia de aquellos años a partir de la selección de los propios recuerdos de la infancia, adolescencia y juventud. En esas páginas anticipa lo que va a ser el tono general de todo el libro: veracidad y equilibrio en el juicio, incluso cuando se refiere a cosas, actitudes y personas que, evidentemente, no eran de su agrado. Ni siquiera le gustó que la pusieran «Miranda» de nombre guerra, cuando entró, en 1943, en el grupo comunista clandestino. Consideraba ese nombre «imbécil» [nome cretino], pero enseguida quita importancia al asunto.

La segunda de las cosas que llama la atención en esas páginas es la contención con que Rossanda aborda las relaciones familiares y afectivas. Da a conocer en ellas sus aficiones literarias y artísticas, sus lecturas, su llegada a la universidad para estudiar letras y los nombres de los profesores a lo que allí apreció, pero dedica escasísimo espacio a lo que fue la propia educación sentimental y a la expresión de los sentimientos íntimos. De sus sentimientos respecto de los familiares más próximos dice poco y casi siempre de forma alusiva: de los padres, lo más relevante en el momento en que tiene que enfrentarse a su muerte; y de sus amores, de los varones con los que convivió, de los que fueron compañeros sentimentales (Rodolfo Banfi y K.S. Karol), apenas nada. (Tan poco dice que los editores de la obra en castellano, que se han tomado la molestia de añadir un índice de nombres citados, ni siquiera los han incluido en él).

Como sabemos, por otros libros suyos, de la importancia que con el tiempo Rossana Rossanda iría dando a la relación entre actividad política y educación sentimental, entre lo público y lo privado, así como de sus batallas en el ámbito del feminismo italiano, hay que pensar que esta brevedad, esta autocontención de la memoria, en todo lo que tiene que ver con la propia vida sentimental, no es olvido sino más bien consecuencia de una decisión pensada al escribir La ragazza del secolo scorso.

Puede que eso se deba a que este libro es sustancialmente, como ha dicho Mario Tronti en el prólogo a la segunda edición italiana, el relato de un gran amor malogrado, y que ese amor es el amor entre Rossanda y el PCI. O puede también que tal autocontención se derive de su particular forma de entender y de defender el papel de las mujeres en la historia, tan alejada del feminismo italiano de la diferencia, que exaltaba la conservación de los valores tradicionalmente considerados femeninos. Tronti, en el par de líneas que dedica al asunto declara esto «terreno minado» y pasa por ahí como de puntillas, para «no saltar por los aires», dice. Hay en esto, en cualquier caso, un rasgo de carácter que le impulsa a uno a vincular aquel recuerdo suyo del «escapar» y de los repetidos «tropiezos» de la infancia con la declaración ya madura, que Rossana fecha en 1962, de un impulso que conduce, que la conduce, a la huida, a la vacilación, a la retirada: «El descubrimiento de que no escapaba de lo femenino. Desde entonces, cuando se trata de elecciones graves en la esfera pública reconozco el impulso de dar un paso atrás. Y no me parece esto una virtud pacifista, sino el reflejo de quienes durante siglos han estado fuera de la historia… Combatir pero en segundo puesto. No decidir en primera o última instancia… No un fin de los llamados saberes femeninos».

Una de las cosas más sugestivas de este libro es, para mí, precisamente lo que queda implicado en tal declaración, sobre todo si se la compara con lo que ha sido la vida política de su autora desde el momento en que dice que hizo ese descubrimiento hasta ahora. O sea: la tensión interior que sugiere aquella tendencia al paso atrás, a pasar a un segundo plano en el momento de las decisiones graves, en una mujer que, desde entonces y por la propia historia, ha tenido que estar tantas veces en el primerísimo plano de la esfera pública cuando tantos varones, aquellos de las decisiones en primera o en última instancia, vacilaban, se retiraban o negaban los ideales que un día defendieron.

En la parte central del libro, la que está dedicada propiamente al relato del amor malogrado con el PCI, a los años que van desde 1947 (momento en que Rossanda decide dedicarse preferentemente al trabajo político después de haber hecho una tesis académica sobre los tratados de arte entre la Edad Media y el primer Renacimiento) hasta 1968, momento en el que empieza «la otra historia», hay recuerdos y reflexiones que, por su lucidez, pasarán seguramente a ser parte de la otra historia del comunismo del siglo XX; observaciones que por olvido, por oportunismo o por corrección política mal entendida, no han sido subrayadas convenientemente en estudios historiográficos documentados y que aquí son parte sustantiva del relato. Por ejemplo: el mal fario que le produjo el resultado del referendum de 1946, en el que la República, según recuerda Rossanda, fue aprobada «por los pelos» cuando la ridiculez del rey era tan evidente; o la impresión negativa que tuvo ante las primeras elecciones regionales después de la guerra, en la que los comunistas fueron derrotados, a pesar del papel que habían jugado en la Resistencia. O, por poner otro ejemplo, el recuerdo de que, a pesar de su peso social y de lo que se ha dicho y repetido tantas veces después sobre el poder del partido, ningún comunista hubiera podido hablar en Italia ante los micrófonos de la radio y ante las cámaras de televisión hasta 1963.

Desde un punto de vista ya estrictamente político, son interesantísimos los recuerdos y reflexiones de Rossanda sobre su primer viaje a Moscú, todavía en vida de Stalin; sobre lo que representó para el PCI el XX Congreso del PCUS; sobre los acontecimientos de Hungría en 1956 (y la controversia entre el grupo dirigente del PCI y algunos de los intelectuales comunistas italianos entonces); sobre la pobre impresión que sacó del antifranquismo organizado durante su viaje a España a comienzos de 1962, poco antes de la huelga de los mineros de Asturias; sobre lo que vio en Cuba y de la revolución cubana después de la crisis de los misiles, en los meses en que se especulaba en la isla acerca del destino de Guevara; sobre el papel y la personalidad de Palmiro Togliatti; sobre el mayo francés de 1968 y sobre la llamada primavera de Praga, aquel mismo año, sofocada en agosto por los tanques soviéticos.

Al hacer referencia a estos acontecimientos o asuntos, que Rossana vivió en primera persona o que marcaron su vida política a través de los debates y las controversias en el PCI, he escrito aposta, con intención, las palabras recuerdos y reflexiones. Pues uno de los rasgos que dan valor a esas páginas es que Rossanda construye el relato de los hechos a partir del recuerdo de acontecimientos vividos, o apasionadamente discutidos en su momento, pero reflexionando acerca de ellos casi siempre en dos niveles complementarios: narrando lo que pensaba o hizo ella misma en tal momento y añadiendo por lo general lo que ha llegado a pensar sobre tales asuntos al tener en cuenta acontecimientos posteriores o al volver sobre ellos en el momento en que escribe. Obviamente, esta forma de construir la narración presenta un riesgo, muy corriente y pocas veces superado en los libros de memorias: confundir lo que se pensaba en el momento con lo que se pensó después y atribuir a otros ideas, pensamientos, actitudes o posiciones que no se corresponden precisamente con lo que dijeron o hicieron entonces.

Pero lo más notable del libro de Rossanda, en mi opinión, es que en todas esas grandes cuestiones controvertidas en el movimiento comunista de aquellos años ha logrado distinguir bien entre lo que pensaba y lo que piensa al respecto. Y ha logrado, además, comunicar al lector esa distinción por el procedimiento de advertir sobre la marcha, y sin cortar el relato, cuándo y por qué cambió de opinión, o explicando con verosimilitud y claridad los motivos por los que ahora, cuando escribe, en 2005, piensa que también ella, como parte que era del movimiento comunista, erró, se equivocó o fracasó en tal o cual momento. Hay una imagen en el libro, cuando Rossanda está contando los avatares de los años sesenta, que me parece muy ilustrativa y que enlaza además con aquello de los «tropiezos». Es la imagen de la largartija. Dice Rossanda: «Por entonces me pasó, a mí y a otros muchos comunistas, como a la lagartija a la que el gato mordió el rabo: que volvió a crecerle. Lagartija me parece un término apropiado. No he sido un animal de bosque, ni siquiera un gato montés, pero espero que tampoco una gallina».

Tan interesante como lo anterior: Rossanda ha construido el relato de sus recuerdos escribiendo desde la conciencia de la derrota, con el mismo espíritu crítico de su juventud y, sin embargo, con un respeto exquisito por la mayoría de los personajes con los que se discutió o de los que discrepó en el momento de los hechos que cuenta. Esto es de admirar, por raro en las memorias de los protagonistas de la historia del movimiento comunista, en las cuales, como es bien sabido, ha habido mucho cainismo y no poco veneno. Ahí veo yo la prolongación madura de aquel no estar en el mundo como dios manda que le atribuían en la infancia. El ejemplo más patente que se puede aducir a este respecto, aunque no sea el único, es la consideración con que Rossanda ha tratado, en La muchacha del siglo pasado, a Palmiro Togliatti, el personaje más citado a lo largo del libro, como, por lo demás, es natural teniendo en cuenta el papel que éste desempeñó en el PCI y en la vida política italiana. La advertencia sobre el paso del recuerdo a la reflexión es aquí meridiana:

En la década de 1970 le critiqué tanto como hoy le revalorizo, una vez aceptado que su objetivo no fue derribar el estado de cosas existente sino garantizar la legitimidad del conflicto.

Es difícil decir tanto en tan pocas palabras acerca de lo que se pensaba y de lo que se piensa para dar al mismo tiempo en el clavo sobre el auténtico papel político del personaje, aquel mismo personaje que había espetado un día a la disidente: «Pero aquí ¿quién es el secretario del partido, tú o yo?». El juicio, la valoración política y la reflexión sobre el ayer y sobre el hoy se superponen, pues, en la forma que se considera más positiva posible. Positiva, desde luego, para quien quiera seguir pensando en la actualidad de los problemas del comunismo sin echar la tradición por la borda y sin renunciar, por otra parte, al espíritu crítico.

Hay otros muchos pasos de parecido tenor en el libro, pero mencionaré, para terminar, uno solo que creo particularmente ilustrativo a la hora de valorar el respeto por los otros y el equilibrio en que ha desembocado al fin aquel amor desgraciado. Está ya al final del libro y se refiere justamente al momento tal vez más decisivo en la vida política de Rossana Rossanda: la narración de los orígenes de Il Manifiesto, lo que incluye su relación con Enrico Berlinger en aquellos días de 1969 y la expulsión del PCI de su propio grupo. Después de recordar las ya mencionadas palabras de Aldo Natoli en la reunión del comité central en la que se decidió la expulsión del grupo, Rossanda ha optado, también aquí, por no hacer sangre a destiempo: llama «amigos» a algunos de los que entonces levantaron la mano para expulsarles; deja claro que, de todas formas, el grupo de Il Manifesto era «otra cosa», una cosa distinta de aquel PCI; y acaba la narración así: «No he vuelto a contar los votos. No estaba resentida, ni, a decir verdad, conmocionada […] Ya no éramos de los suyos, de los nuestros».

De los suyos, de los nuestros: ahí está la clave.

He dicho arriba que, por forma y tono, estos recuerdos de Rossana Rossanda nada tienen que ver con la socorrida reconstrucción del espejo que siempre dice lo hermosa que es quien se mira en él. El espejo en el que se mira Rossanda es otro. Mario Tronti ha escrito que hay que fijarse en la foto de la cubierta del libro (que se reproduce, ampliada, en la edición castellana) y ve en ella otra representación de la melancolía. Comparto la observación: ese precioso movimiento del alma sensible, la melancolía, recorre como un hilo rojo las páginas que Rossanda ha dedicado al amor desgraciado y al conflicto interior que produce el desfase entre lo que se pudo hacer y lo que se hizo realmente, entre lo que se quiso y lo que no fue posible. Sólo añadiría a la observación de Tronti que, en este caso, la lucidez del análisis que acompaña la imagen de la melancolía no remite necesariamente al lector a aquella profunda tristeza que la palabra denota. Al contrario: el lector con convicciones, el lector que haya tenido conciencia de la tragedia del comunismo del siglo XX, aún cerrará el libro de la muchacha del siglo pasado, de la comunista sin carnet, esperanzado. Pues, como dice ella, también nosotros habremos aprendido que no todo lo que no ha funcionado históricamente era políticamente erróneo. 

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1.  «La muchacha del siglo pasado» Rossana Rossanda Traducción de Raúl Sánchez Cedillo Ed. Foca, 2008