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La tercera cultura en la obra de Francisco Fernández Buey

Para los (y las) que aman por igual la ciencia, el arte y las humanidades (y II)

Fuentes: Papeles de relaciones ecosociales y cambio global

Para Charo Fernández Buey, para Nieves Fernández Buey

«Hay que notar que junto a la más superficial infautación por la ciencia existe en realidad la mayor de las ignorancias respecto de los hechos y de los método científicos… lo que conviene es que el trabajo de divulgación de la ciencia lo hagan los propios científicos y estudiosos serios».

Antonio Gramsci (1932), Cuadernos de la cárcel

 

5. Por una objetividad temperada

La idea de que no hay ni podía haber un conocimiento que fuera objetivo, señala FFB en un anexo de su libro póstumo [1], se había expresado a lo largo de la historia del pensamiento con alguna de las siguientes proposiciones: 1º No hay ni puede haber conocimiento objetivo de lo real «porque todo conocimiento es representación y toda representación es producto de la subjetividad de los humanos». 2º. No hay ni puede haber objetividad, ni siquiera en las ciencias naturales, por la sesgada determinación de intereses y cosmovisiones: «porque los científicos, incluso cuando tratan de hechos o fenómenos naturales, están determinados por situaciones e intereses ajenos a la ciencia y por las ideologías dominantes en el momento en que investigan». 3º No hay ni puede haber conocimiento objetivo en el ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales «porque quienes las hacen o las practican viven dentro de sociedades (su objetivo de estudio) y, por consiguiente, tienen intereses sociales, participan en los movimientos sociales y aceptan ciertos modos de vida». La determinación apuntada es, si cabe, mayor aún que en el segundo caso.

Lo que se solía afirmar en la primera proposición era trivial y «no afecta a la afirmación de que haya o pueda haber representaciones objetivas de lo que pasa en la realidad, representaciones elaboradas, obviamente, a partir de la subjetividad». La tesis sólo tenía un sentido polémico aceptable en el caso de que el interlocutor defendiera -la viejísima y poco documentada tesis del reflejo, cercana a algunas lecturas leninistas empobrecedoras- que las representaciones cognoscitivas «son copias o espejos simbólicos de lo que hay o pasa en la realidad exterior». Como es sabido, es esta «una concepción abandonada hace mucho tiempo en el ámbito filosófico y en el ámbito científico». De este modo, «la proposición 1) combate contra molinos de viento». Era, pues, absolutamente marginal, insustantiva.

Lo que se afirma en la segunda proposición, prosigue FFB, confunde los ámbitos en los que puede y no puede hablarse de objetividad: «el ámbito del descubrimiento de tales o cuales teorías o representaciones y el ámbito de la justificación o validación de dichas teorías», el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación por decirlo al modo clásico. Lo que se apunta en la proposición 3) es una tesis que traza una línea de demarcación radical: supone que hay una diferencia esencial entre las ciencias sociales y las disciplinas naturales. Conviene discutirla aparte señala FFB. El punto de vista que algunos autores llaman anticientífico -y que él llamaba «separatista»- no sólo afirma la dificultad de ser objetivos. Apunta más alto, es tesis de muy alta tensión: «niega incluso la posibilidad misma de la objetividad en ciencias sociales». Desgraciadamente, había que admitirlo, la idea de que estas ciencias no podían ser objetivas estaba más que extendida tanto en ambientes de izquierda cultural y política como en territorios de la derecha conservadora y neoliberal.

Un primer paso, apunta FFB, para refutar la crítica a la objetividad de las ciencias sociales sería declarar que es «irrelevante para aquel que centra su atención en la lógica de la investigación social». No hacía falta ser un popperiano más o menos estricto para admitir que no es lo mismo preguntar «cómo ha llegado una persona a formar una creencia que preguntar si existe evidencia suficiente para fundamentarla». Se trata de preguntas que se contestan en dos contextos diferentes: el del descubrimiento científico y el de la validación o justificación racional. Una forma posible de aclarar el problema es decir de entrada que, «más allá o más acá de los caminos y determinaciones que los científicos sociales hayan seguido en cada caso», la objetividad -o la falta de objetividad- «sólo será tomada en consideración en el ámbito de la validación o justificación racional de los resultados o del producto de la investigación», no en el otro contexto o ámbito. El proceso para llegar a tal resultado, hipótesis, teoría o producto no interesaría en este punto. FFB sugiere una definición, un intento de delimitación: «Cabría decir que tal o cual teoría producida es objetiva en el campo de las ciencias sociales siempre y cuando su resultado haya sido suficientemente contrastado». Lo cual equipararía en cierto modo «objetividad» a «verdad», «con independencia de los vericuetos que el investigador o grupo de investigadores haya(n) seguido para su elaboración». Estos últimos, los complejos vericuetos que nos habían conducido a la formulación de tal o cual teoría, «serán objeto de la historia y de la sociología de las ciencias sociales o de la sociología del conocimiento en general». No se niega su interés, en absoluto.

Todavía podríamos seguir preguntándonos «si los problemas referentes a las causas de las creencias del investigador son, como se dice, irrelevantes desde el punto de vista lógico». La respuesta a esa pregunta, como admitía un tratadista de la lógica de la investigación social como Q. Gibson, era que no lo eran.

Pero el que haya que admitir la importancia del examen de la formación de las creencias sustentadas por los investigadores sociales no quiere decir que haya que dar por sentada la acusación sobre la falta de objetividad. Lo que hay que hacer, a partir de ahí, es examinar las influencias que afectan a las creencias.

Una forma posible de abordar este asunto es afirmar que ser objetivo en la investigación quería decir que uno no permite, que intenta no permitir, que las creencias «se vean influidas de un modo adverso por motivos o intereses personales, por la costumbre o por la situación social». Es una excelente intención gnoseológica. FFB recuerda que Marx, como investigador social, empezaba declarando, sin ocultarlo, su propio punto de vista, que era el de la clase trabajadora, añadiendo a continuación aquello de llamar «canalla al investigador que acomoda su ciencia a los intereses partidistas». Algo parecido, «aunque con otro lenguaje», había escrito Max Weber y algo similar habían afirmado «teóricas del feminismo, como Virginia Held, después de reivindicar la aproximación de las mujeres al conocimiento científico». Ahora bien, declaraciones de ese tipo, la crítica del incumplimiento, «es todavía una respuesta insuficiente a la objeción de la falta de objetividad en el ámbito de las ciencias sociales». Era conveniente analizar los factores que interferían en la objetividad de esas disciplinas. En su opinión, eran básicamente los siguientes: a) la influencia de los motivos personales; b) la influencia de la costumbre o el temor a la desaprobación de la sociedad; c) la influencia de la situación social. En los tres casos se podía admitir que existía «diferencia de grado respecto de las ciencias naturales», pero no de sustancia: el físico, el químico, el biólogo, el geólogo «están igualmente expuestos a los prejuicios e ideologías derivados (de hecho Francis Bacon ya había llamado la atención acerca de los idola y de los prejuicios en general en el marco de la filosofía (ciencia) de la naturaleza)».

La observación de que existen diferencias de grado, pero no de sustancia, obligaba a una estimación distinta de lo que se entiende por objetividad. La siguiente: el simple hecho de que el investigador social sea él mismo un participante no pasivo en la actividad pública «no es razón suficiente para admitir la imposibilidad de objetividad». ¿Por qué? Porque «nadie es causalmente independiente del objeto de su investigación» y porque «una cosa es decir que el investigador social está expuesto a peligros especiales y otra muy distinta demostrar que los investigadores sociales sucumben siempre ante ellos». Uno de los caminos más apropiados para examinar la valoración de la objetividad, consistía en someter los casos particulares a diversas pruebas. Admitiendo, desde luego, que «por ese camino no se obtienen pruebas concluyentes». Existía otro camino: «averiguar si la teoría es sostenible o no desde el punto de vista de la razón». Empero, este tipo de prueba, «parte del supuesto de que somos capaces de apreciar la evidencia por nosotros mismos y de que nuestras propias conclusiones no se verán desviadas por los motivos que criticamos en otros». De todo ello, infiere FFB que lo más sensato es concluir que «el verdadero remedio consiste en tener conciencia de esas influencias» y, además, «recurrir constantemente a la polémica y la crítica abierta de las teorías, que son siempre conjeturas o hipótesis en proceso, en construcción».

De este modo, la objetividad en relación con el conocimiento se podría defender razonablemente en uno de estos tres sentidos en su opinión: 1) en términos generales, kantianamente, «como un ideal, como una idea reguladora, como una aspiración a la verdad en el ámbito individual o colectivo», como un ideal que acompaña al deseo de conocer, que es, sea dicho popperianamente «una búsqueda sin término». 2) En el ámbito de la validación de los resultados de las teorías, las conjeturas, las hipótesis, «como contrastación intersubjetiva, como intersubjetividad», en el sentido de que todos y todas y cada uno de los seres humanos, en adecuadas condiciones físicas y psíquicas para ello, «pueden repetir los pasos lógicos dados para alcanzar tal conclusión o resultado dentro de los límites de la argumentación (probatoria o demostrativa, probabilitaria, plausible, etc.)». 3) Finalmente, en el ámbito de la investigación en marcha o en el proceso de descubrimiento como ecuanimidad, «es decir, como conciencia de las influencias sufridas, distanciamiento respecto de las propias hipótesis y apertura a la crítica y a la polémica». Ciencia y consciencia o autoconciencia también en este nudo. Por todo ello, concluye FFB, sería absurdo, poco prudente, nada temperado, desechar, arrojar a la cuneta de lo inservible, tildarla sociológicamente como noción burguesa, la idea de objetividad. Otras tesis y conjeturas acompañan esta reflexión.

6. Tesis tras un largo recorrido.

Tras un recorrido histórico-filosófico novedoso y deslumbrante (el autor reflexiona sobre la obra de autores no muy transitados por él: Husserl, Heodegger, Spengler, entre otros), FFB señala algunas de las principales tesis de su investigación. El trasfondo poliético puede ser resumido de la forma siguiente: dado que no es imaginable ni técnicamente factible, ni siquiera deseable, una universalización del modo de vida y consumo habitual en países como EEUU, Japón o Alemania que «incluyera a los continentes africanos, asiático y americano, hay que pensar ya en alguna forma de socialismo ecológicamente fundamentando» [2], es decir, con pies en ciencias críticas, en «un socialismo que además de poner bozal al Leviatán que es en nuestro tiempo el complejo militar-industrial (particularmente norteamericano y de la OTAN)», y a las grandes corporaciones que le son anexas, nos eduque a todos, abone la búsqueda de «otra forma de producir y de vivir, más austera, más igualitaria socialmente, más respetuosa con la pluralidad cultural existente y capaz de dar satisfacción a las necesidades básicas de la población mundial».

El humanista de nuestra época no tiene por qué ser un científico en sentido estricto pero tampoco tiene que ser necesariamente la contrafigura del científico natural, «el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica». Si se limita a ser esa contrafigura, sostiene FFB, «el literato, el filósofo, el intelectual tradicional (el humanista, en suma) tiene todas las de perder». Podía optar por callarse ante los descubrimientos científicos contemporáneos y abstenerse de intervenir en las polémicas públicas sobre las implicaciones de estos descubrimientos, «sólo que entonces dejará de ser un contemporáneo». Con ello, señala un filósofo amantes de las paradojas con agudeza, se desembocaría en una aporía cada vez más frecuente: «la del filósofo posmoderno contemporáneo de la pre-modernidad (europea u oriental)».

Consciente de ello, el humanista de nuestra época podría ser también un amigo de la ciencia en «un sentido parecido a como lo son, a veces, los críticos literarios o artísticos, equilibrados y razonables, de los narradores, de los pintores y de los músicos». Eso exigía reciprocidad entre lo que se seguía llamando las dos culturas, «y la asunción compartida del ignoramos e ignoraremos, tal como fue formulada en su tiempo (1872) por el fisiólogo alemán Emil du Bois-Reymond». Ambos nudos son «dos factores esenciales para perfilar el tipo de tercera cultura que se necesita al empezar el siglo XXI». A lo que habría que añadir la observación de Gould: «el conocimiento científico no puede ir más allá de la antropología de la moral, no puede decir nada acerca sustantivo de la moralidad de la moral».

Si se ha de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura, a otra cultura y a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración no dependerá sólo o fundamentalmente de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos y científicos sino «de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales». La democracia y la ciudadanía cuentan.

Esto último, como se apuntó, obligaba a prestar atención no sólo a la captación de datos y a su elaboración, al método de investigación, «sino también a la exposición de los resultados». Si se concede importancia a esta segunda cara, había entonces que volver la mirada hacia los clásicos que vivieron cabalgando en esas coordenadas.

Que el humanista o el estudiante de humanidades lleguen a ser amigos de las ciencias no depende sólo y exclusivamente de la enseñanza universitaria reglada. La enseñanza reglada y la reforma de los planes de estudio cuentan desde luego. Pero «tanto como los planes académicos y las reglamentaciones podría contar la elaboración de un proyecto moral con una noción de racionalidad compartida». El sapere aude de la Ilustración no es una mala palabra. «Sólo que esta palabra se tendría que complementar con otra, surgida de la reconsideración de la idea de progreso y de la autocrítica de la ciencia en el siglo XX, la del ignoramos e ignoraremos, que implica autocontención, conciencia de la limitación». Si ignoramos e ignoraremos, lo razonable es darse tiempo para pasar del saber al hacer, «atender al principio de precaución, que nos viene recordando Jorge Riechmann en su reflexión sobre las gentes razonables que no quieren viajar a Marte».

Al plantearse las posibilidades de reencuentro entre una cultura científica y una cultura humanística FFB cree que más interesante que el punto de vista representado por la llamada «cultura de la crisis» era el de los científicos representantes de lo que lo que habría que llamar la «autocrítica de la ciencia» en el siglo XX, «el punto de vista que se ha expresado en declaraciones de los científicos responsables y preocupados por el propio saber en este siglo: desde Ettore Majorana, Leo Szilard, el último Einstein y Bertrand Russell hasta Joseph Rotblat, J. M. Levi Leblond y Toraldo di Francia (entre otros)».

FFB resumía este otro punto de vista del modo siguiente: la ciencia era ambivalente, y en esta ambivalencia epistemológico-moral estaba la fundamentación de un concepto trágico del saber: «el miedo humano a la muerte, al dolor y al sufrimiento producido por las enfermedades es causa a la vez del miedo al saber (qué será de mí) y del desarrollo histórico de la ciencia, de lo que se llama progreso científico». Miedo e hybris, desmesura y soberbia, han acompañado, acompañan y acompañarán siempre las actitudes humanas respecto del saber científico. Era una idea contenida ya in nuce en algunos de los viejos mitos compartidos, desde el libro del Génesis a Prometeo, desde Faust a Frankenstein.

Para tratar de superar los miedos, prosigue FFB, había que partir de dos datos paralelos e inseparables: «la imposibilidad práctica de la renuncia a la ciencia, a la curiosidad incluso exagerada, desmedida, que impulsa la investigación científica (porque no se puede poner puertas al campo)» y, al mismo, de «la inanidad de la crítica unilateral, meramente especulativa, al conocimiento científico (porque no conviene hablar, y menos con petulancia, de lo que no se sabe o de aquello sobre que no se tiene experiencia fundada)». Aquí, como en el caso del último Sacristán, entraba en escena Hölderlin: «Donde está el peligro puede brotar la salvación». O para decirlo con la expresión de otro filósofo moral también amante de la ciencia admirado y reconocido por FFB, Bertrand Russell: necesitamos la ciencia (y su racionalidad) precisamente para salvarnos de la ciencia (y sus desvaríos).

La reflexión filosófica, humanística, sobre la ciencia, lo que se suele llamar «ciencia con conciencia»[3], la conciencia de lo que la ciencia es como pieza cultural, resultaba irrenunciable para superar el miedo atávico del hombre al saber, «su sospecha de que el conocimiento, en cierto modo, va contra la vida». Lo que estaba por ver ahora era cuál era la mejor forma de filosofar sobre la ciencia contemporánea, quién era mejor amigo del saber: «si el filósofo y el humanista licenciados o el científico que reflexiona, con conocimiento de causa, sobre sus propias prácticas, o ambos juntos.» El punto de vista de FFB: ambos juntos. «Pero, independientemente de lo que piense sobre esto, el carácter hoy irrenunciable de la reflexión filosófica sobre la ciencia es el fundamento de las humanidades de base científica». Era una conclusión generalmente compartida.

Empero, cuando se entraba en concreciones, tanto por lo que hacía, por ejemplo, a los planes de estudio como en lo relativo a otras formas institucionales de configurar la tarea, se producía una curiosa asimetría que conviene tener en cuenta. Se tiende a considerar obligatoria la base científica de las humanidades actuales «pero sólo aconsejable, opcional o secundaria la base humanística (literaria, histórica, filosófica o ética) de los saberes científicos». Esta asimetría acababa tomando ahora carácter funcional: «buena parte de la literatura dedicada en las últimas décadas, por ejemplo, a la ética práctica o aplicada (Hans Jonas, Peter Singer, Ronald Dworkin, Ernst Tugendath o Ferrater Mora, por poner algunos ejemplos) da mucha importancia a la información científica o científico-cultural previa a la discusión de temas controvertidos», pero, en cambio, vuelve a insistir FFB, «la información humanística (histórica, filosófica, literaria, etc.) es por lo general considerada en los ámbitos científicos como un simple apéndice curricular, como un añadido a posteriori o a lo sumo, y en algunos casos, como mero motivo para la creación de comisiones deontológicas ad hoc».

Esta asimetría se acentuaba por lo que viene ocurriendo en el ámbito de las ciencias socio-históricas. La pérdida de sentido histórico, la extensión del formalismo y el consiguiente abandono de las historias del pensamiento (económico, sociológico, político) en la aplicación de los planes de estudio de las facultades de ciencias sociales «son factores que concurren a dar una visión unilateral, empobrecida, de lo que han sido y son la política, la sociología y la economía en el marco más general de la ciencia entendida como pieza cultural». Por suerte, esta tendencia a la desvaloración de la historia, la filosofía y la metodología en las carreras de ciencias humanas y sociales contrastaba «con el creciente interés por la historia y por el filosofar sobre los métodos, supuestos, conceptos básicos y resultados que hoy en día existe entre renombrados científicos de la naturaleza».

La superposición de estas dos tendencias, la desvalorización generalizada de la función social de la Historia y de la Filosofía y valorización acelerada de la historia de las ciencias naturales y de la reflexión filosófica, meta-científica, en ámbitos punteros del conocimiento humano, era una de las características de nuestro actual momento cultural. Esta superposición de tendencias complicaba enormemente el discurso y el diálogo acerca de las «letras» y las «ciencias» propuesto de Snow. Con lo que podía quedar para la situación la siguiente aspiración ilustrada, por supuesto renovada:

[…] atrévete a saber porque el saber científico, que es falible, provisional y casi siempre probabilista, cuando no sólo plausible, ayuda en las decisiones que conducen al hacer. Ayuda también a la intervención razonable de los humanistas en las controversias públicas del cambio de siglo. Aunque por lo general esta ayuda se produzca por vía negativa: indicándonos lo que no podemos hacer o lo que no nos conviene hacer.

Como había escrito Maquiavelo, la reflexión era muy del gusto de FFB, era necesario conocer los numerosos caminos que conducían al infierno para intentar evitarlos. Un programa, un studium generale, para todos los días de la semana y todos los meses de nuestras vidas que vislumbró desde mucho atrás.

En una conferencia de diciembre de 1998 impartida en la Fundación Juan March dentro de un ciclo dedicado a la vida y obra de su amigo José María Valverde señalaba FFB que para comprender los hábitos, costumbres y razones del otro, del próximo lejano, «ese comprender no puede ser sólo tolerar la diferencia o añorar una virtud del buen salvaje o subvencionar unas cuantas manifestaciones folclóricas o crear reservas naturales para culturas en extinción y para turistas más o menos depredadores» [4]. No era solo eso: la comprensión de los hábitos, costumbres y razones del otro debería ser autocrítica de la propia civilización productivista y expansionista, tenía que ser, como quería su admirado Bartolomé de Las Casas, «restitución de los bienes del otro que un día decidimos que eran nullius«, cosas de nadie y de todos y, por tanto, sobre todo nuestras. Si la tolerancia había de ser igualitaria y comprensiva de la diversidad, no excluyente, tenía que ser justa y respetuosa y había que pensarla como configuración de un nuevo Derecho Internacional de gentes que respeten otros valores y no sólo ni fundamentalmente los mercantiles o mercantilizables. Una ampliación de la vieja declaración ilustrada de los Derechos del Hombre (y de la Mujer por supuesto).

También para esa finalidad, esencial sin duda, la tercera cultura era necesaria. Para hacer de la pasión de los de abajo «una pasión razonada apta para que tome cuerpo en otra sociedad, en una sociedad sin clases, sin explotación, sin alienación» [5]. Y con ciencia y consciencia desde luego.

Notas.

[1] FFB, Para la tercera cultura, ob cit, pp.

[2] Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann, Ni tribunos. Ideas y materiales para un programa ecosocialista, Siglo XXI, Madrid, 1996, p.122.

[3] Recuérdese el título de su retrato del creador de la teoría de la relatividad

[4] Francisco Fernández Buey, «Prójimo y lejano: dialogando con Valverde sobre una paradoja histórica. A propósito de Bartolomé de las Casas y el indio metropolitano». R-Existencias. Nueva época. Monográfico nº 6, 2013 (edita Izquierda Unida Los Verdes Convocatoria por Andalucía. Asamblea local de Jaén), p.9.

[5] Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann, Ni tribunos. Ideas y materiales para una programa ecosocialista, ob cit, p. 172.