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Ponencia presentada en el Coloquio Internacional "Con todos y para el bien de todos"

Para una historia del pensar de los latinoamericanos

Fuentes: Rebelión

Para Atilio Borón El quehacer cultural latinoamericano, incluso restringido a las formas en que nuestras sociedades han reflexionado y reflexionan sobre lo que son y lo que desean llegar a ser, constituye un objeto de estudio de extraordinaria complejidad. Al respecto, basta el ejemplo de la intimidad de los vínculos – nunca meras correspondencias reflejas […]

Para Atilio Borón

El quehacer cultural latinoamericano, incluso restringido a las formas en que nuestras sociedades han reflexionado y reflexionan sobre lo que son y lo que desean llegar a ser, constituye un objeto de estudio de extraordinaria complejidad. Al respecto, basta el ejemplo de la intimidad de los vínculos – nunca meras correspondencias reflejas – entre las obras de José Carlos Mariátegui y César Vallejo; de Paulo Freire y Jorge Amado; de Ernesto Guevara y Alejo Carpentier, o de Aníbal Quijano y José Arguedas. No es de extrañar, así, que el sociólogo comunista Agustín Cueva, uno de los hombres más cultos de su generación, llegara a soñar con el proyecto de construir una bibliografía literaria que – desde el Facundo, de Sarmiento, hasta los Cien Años de Soledad, de García Márquez y La Casa Verde (pero no más allá), de Mario Vargas Llosa – , ayudara a conocer y comprender el desarrollo del capitalismo en América Latina en su socialidad.

Esta complejidad aconseja abordar la formación y las trasformaciones del pensamiento latinoamericano de nuestro tiempo en su doble carácter de estructura y de proceso, como nos enseñara a hacerlo el maestro Sergio Bagú. En esta tarea, la cultura, entendida – con Gramsci – como una visión del mundo dotada de una ética acorde a su estructura, resulta una categoría indispensable para encontrar organización y sentido en nuestro quehacer intelectual. Así, la cultura se presenta a un tiempo como una estructura de valores que se expresan en objetos y conductas característicos, y como un proceso cuyo desarrollo en el tiempo esa estructura contribuye a organizar.

En esa perspectiva, el tiempo pasa a ser una categoría fundamental para la organización de nuestro entendimiento. Por lo mismo, hay que tratarlo con especial cuidado, para evitar sobre todo la confusión entre el tiempo cronológico, vacío de significado social, y el histórico, que sólo encuentra en lo social su significado. Para el primero, el registro es lo fundamental. Un siglo empieza al iniciarse su primer año, y concluye cuando su año cien termina. Para el tiempo histórico, en cambio, lo esencial es la valoración – un hecho de cultura. De ese modo, Fernand Braudel podía referirse a un siglo XVI «largo», que iba de 1450 a 1650, para designar el período de transición desde las viejas economías – mundo de la Europa medieval a la economía mundial organizada en centros, semiperiferias y periferias a la vez cambiantes y constantes, que aquella Europa creó para el desarrollo del capitalismo y de su propia modernidad.

Este conflicto de tiempos opera entre nosotros a partir de una singular combinación de circunstancias. Somos en efecto un pequeño género humano, como lo advirtiera en 1815 Simón Bolívar, constituido de modo original en el marco del proceso, más amplio, de la formación del sistema mundial, y expresamos como ninguna otra región del mundo las contradicciones y las promesas en que ese sistema involucró a la Humanidad entera.

En ese proceso de formación, destacan algunos hechos de especial influencia en la definición de nuestra modernidad. Uno, por ejemplo, es el de habernos constituido al interior del primer gran sistema colonial establecido por Europa en otro continente. Y esto incluye que seamos, también, producto de la forja de la colonialidad – tan ricamente analizada por Aníbal Quijano – que vino a servir de garantía cultural y política a ese sistema, operando como una mentalidad y como un criterio de relacionamiento social cuyo espíritu, diría Martí, sobrevivió a la caída de su orden de origen para seguir operando en las Repúblicas que lo sustituyeron.

Ese hecho colonial incluyó el mestizaje masivo al que concurrieron indígenas sobrevivientes a la catástrofe demográfica provocada por la Conquista europea; grandes masas de esclavos de origen africano, y trabajadores provenientes entre los grupos más pobres de múltiples sociedades de Europa y Asia. Y como consecuencia de ese orden, también, operaron aquí otros dos procesos de extraordinario significado histórico. Uno, la crisis y liquidación de aquel primer sistema colonial; el otro, la formación, en el territorio que hoy han llegado a ocupar los Estados Unidos, de la primera economía capitalista forjada sin las trabas ni los rezagos de ninguna sociedad anterior.

En esta perspectiva, cabe preguntarse por los puntos de contacto y de conflicto entre el tiempo cronológico y el histórico en lo que hace a la formación y las transformaciones de la cultura y el pensamiento social de la América Latina. Si por ejemplo fuera – como queremos aquí -, el siglo XX el de nuestra contemporaneidad y el XXI el de nuestro por venir, ¿cuándo concluyó, y cuándo se inició el XIX? Y el XVIII, ¿desde dónde venía, y hasta dónde llegó?

Para Francois – Xavier Guerra [1] , por ejemplo, el siglo XVIII se inicia en Hispanoamérica hacia 1750, con la Reforma Borbónica, y concluye con la disolución del imperio español en América entre 1810 y 1825. Se trata, pues, de un siglo «corto», más vinculado a la Ilustración que al liberalismo europeo, y más cercano por tanto a Humboldt que al propio Adam Smith. Aún más breve podría ser el XIX, delimitado por lo que va de las guerras de independencia – en sus dimensiones civil y patriótica -, a las de Reforma, que definieron los términos en que vino a constituirse el sistema de Estados nacionales que harían viable una inserción nueva de Iberoamérica en el sistema mundial por entonces aúnen formación. En el plano de las ideas, este ciclo se inicia con la Carta de Jamaica, escrita por Simón Bolívar en 1815 para afirmar la legitimidad de la independencia de las colonias españolas de América, y encuentra su momento más alto en el ensayo Facundo Quiroga. Civilización o barbarie, de 1845, en el que Domingo Faustino Sarmiento estableció de una vez y para siempre el programa cultural que legitimó a esos Estados como agentes de aquella inserción.

El XIX hispanoamericano culmina de este modo hacia la década de 1880, con la creación y consolidación del Estado liberal oligárquico. Y esto no es poca cosa si se considera que, hasta mediados del siglo XX, la comunidad de Estados nacionales creados por reformas o revoluciones liberales permanecerá reducida a los existentes en Europa Occidental, Norteamérica, y la América nuestra – aquella de la que podía decir Martí que «De factores tan descompuestos, jamás, en tan breve tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas». [2] De este modo, entre el XVIII y el XIX no hubo solo una diferencia de duraciones, sino también de énfasis, que en es te último se concentró en la construcción de realidades nuevas, antes que en la destrucción de estructuras del pasado. Y esa labor de construcción será el punto de partida de nuestra contemporaneidad.

Aquí, sin embargo, hay que hacer una importante salvedad. Como lo señalara el historiador panameño Ricaurte Soler, en la transición del siglo XIX al XX en nuestra América opera un factor externo de trascendencia aún mayor que la Reforma Borbónica en nuestro ingreso al XVIII. Ese factor consiste en el surgimiento del imperialismo como fase superior del capitalismo. Dicho proceso, que ya se hiciera sentir en la Conferencia de Berlín de 1884 para el reparto de los territorios africanos entre las potencias coloniales europeas, madurará con extrema rapidez en las primeras guerras imperialistas de fines del XIX y principios del XX – la hispano – cubana – norteamericana de 1898, y la de Inglaterra contra los Boers sudafricanos. Después, desembocará en la larga cadena de conflictos armados que va de la Primera a la Segunda Guerra Mundiales, hasta culminar con la conquista de la hegemonía de los Estados Unidos sobre el sistema mundial a partir de 1945.

El surgimiento del imperialismo, diría Soler, contribuyó a frustrar el contenido progresista de la Reforma Liberal , favoreciendo en cambio la formación de un sistema de Estados de corte autoritario, que promovían el libre comercio mediante la oferta, como ventaja mayor de las economías de la región, de recursos naturales y mano de obra baratas, a cambio de capital de inversión y de vías de acceso para la comercialización de esos recursos como materias primas en el mercado mundial. Esa frustración del componente más radical y democrático de las revoluciones de independencia constituyó un importante elementos formativo en una nueva generación de jóvenes intelectuales de la región, que se percibían a sí mismos como modernos en la medida en que se ejercían como liberales en lo ideológico, demócratas en lo político, y patriotas en lo cultural, y aspiraban desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado «el concierto de las naciones».

Para esa generación, en efecto, la formación del Estado Liberal Oligárquico opera una circunstancia de crisis cultural que, hacia 1881, Martí captó en los siguientes términos:

No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.[…] Las instituciones que nacen de los propios elementos del país, únicas durables, van asentándose, trabajosa pero seguramente, sobre las instituciones importadas, caíbles al menor soplo del viento. Siglos tarda en crearse lo que ha de durar siglos. Las obras magnas de las letras han sido siempre expresión de épocas magnas. Al pueblo indeterminado, ¡literatura indeterminada! Mas apenas se acercan los elementos del pueblo a la unión, acércanse y condénsanse en una gran obra profética los elementos de su Literatura. Lamentámonos ahora, de que la gran obra nos falte, no porque nos falte ella, sino porque esa es señal de que de que nos falta aún el pueblo magno de que ha de ser reflejo […] ¿Se unirán, en consorcio urgente, esencial y bendito, los pueblos conexos y antiguos de América? ¿Se dividirán, por ambiciones de vientre y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas, extraviadas, laterales, dialécticas…? [3]

Con reflexiones como ésas empieza a tomar forma la transición a nuestro siglo XX, que encontrará su acta de nacimiento en el ensayo Nuestra América, publicado por José Martí simultáneamente en periódicos liberales de Nueva York y México en enero de 1891. A partir de aquí empiezan a conformarse las líneas de fuerza en torno a las cuales irán cristalizando los momentos fundamentales del nuestro pensamiento social y nuestra cultura contemporáneos, como lo señalara Armando Hart en el discurso que ofreció al ser distinguido con el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Córdoba, Argentina.

Una de esas líneas estará constituida por el pensamiento democrático de orientación popular y antioligárquica, radical en su afán de ir a la raíz de nuestros problemas, y centrado en la construcción de nuestras identidades a partir de la demanda martiana de injertar en nuestras repúblicas el mundo, siempre que el tronco en que ese injerto se haga sea «el de nuestras repúblicas». En diálogo con ese pensamiento democrático, por momentos como su expresión y en ocasiones como su contradicción, florecerá desde temprano entre nosotros un pensamiento revolucionario de orientación socialista, que alcanzará su primera plenitud en la década de 1920, a través de la obra de José Carlos Mariátegui, y se prolongará hasta nuestros días en la de Ernesto Guevara, y en la de la Revolución Cubana.

El liberalismo latinoamericano, por su parte, aún daría de sí un aporte de trascendencia mundial – otra vez, en sus afirmaciones como en sus contradicciones – en la Teoría del Desarrollo, que dio forma a la que fue la metáfora más poderosa del imaginario político regional antes del envilecimiento de nuestra gran tradición de pensamiento económico por el neoliberalismo triunfante, de 1980 en adelante. De este modo, en el momento de más espléndida madurez de aquella teoría, Osvaldo Sunkel pudo definir así el objetivo al que aspiraba:

Se entiende por desarrollo un proceso de transformación de la sociedad caracterizado por una expansión de su capacidad productiva, la elevación de los promedios de productividad por trabajador y de ingresos por persona, cambios en la estructura de clases y grupos y en la organización social, transformaciones culturales y de valores, y cambios en las estructuras políticas y de poder, todo lo cual conduce a una elevación de los niveles medios de vida. [4]

Resulta notable que esa definición, tan acabada, fuera producida precisamente en las vísperas del derrumbe de la teoría que la sustentaba. Y aun así, la Teoría del Desarrollo tendría un enorme poder de fecundación en el conjunto del pensamiento y la cultura latinoamericanos. La crítica de que fue objeto desde el terreno de las ideas económicas y políticas tuvo por ejemplo sus expresiones más radicales en la Teoría de la Dependencia, y en el estímulo que ésta ofreció a la renovación del pensamiento socialista y revolucionario en la región. Y su crítica en el terreno de la cultura se encuentran otros aportes de gran riqueza: la educación popular, como la entendiera y promoviera el brasileño Paulo Freire; la Teología de la Liberación que, a partir de la obra pionera del peruano Gustavo Gutiérrez, vino a iluminar y transformar para siempre el papel de la religiosidad – en sus expresiones más concretas de fe, esperanza y solidaridad – en la vida y las luchas de nuestros pueblos, y nuestra gran tradición artística, en lo que va de Gabriel García Márquez a Osvaldo Guayasamín.

La enorme vitalidad de la cultura construida por los latinoamericanos a lo largo del período ascendente de su siglo XX histórico se expresa, hoy, en la riqueza con que se despliega la (re)construcción de nuestras identidades en el inicio de la transición a lo que haya de ser nuestro siglo XXI. La prueba inicial de esa vitalidad se expresó en la capacidad de esa cultura para sobrevivir a la brutal ofensiva política, ideológica y cultural con que se produjo el asalto al poder en nuestras repúblicas por parte de lo más conservador y reaccionario de dentro y de fuera de nuestras sociedades, de 1970 en adelante.

No cabe olvidar, en efecto, que el consenso neoliberal de la década de 1990 no fue el mero resultado de la confrontación de ideas, sino el producto de las condiciones creadas por la política de represión de las organizaciones populares y de trabajadores de la región entre aquella década y la siguiente, que incluyó de manera destacada el acoso sistemático contra la intelectualidad que encontraba en esas organizaciones a su interlocutor natural. Entonces fue segada en flor lo mejor de nuestra juventud, como fueron dispersados nuestros mejores maestros y asediados los espacios de encuentro que permitían una reflexión sobre los problemas de la realidad desde la perspectiva de los trabajadores, los oprimidos y los excluidos. De allá data el prolongado período de crisis y oscuridad en el pensamiento latinoamericano, del que finalmente hemos empezado a emerger, en medio de un coro de voces nuevas que resuenan, otra vez, del Bravo a la Patagonia.

Hoy, empezamos a entender que aquel período de sombras no tuvo su origen ni en el agotamiento del marxismo, ni mucho menos en el de nuestras mejores tradiciones políticas y culturales. La crisis intelectual y moral de nuestra América provino, sobre todo, de la desintegración de la teoría del desarrollo en su versión liberal tardía, bajo el acoso de la Teoría de la Dependencia desde la izquierda, primero, y del neoliberalismo desde la derecha, después.

Ambos coincidían en que la promesa de un crecimiento económico sostenido, capaz de traducirse en movilidad social ascendente y una ampliación de la participación política para todos, no podría lograrse en el marco del modelo de desarrollo protegido que imperó en nuestros países entre 1950 y 1980. Para la Teoría de la Dependencia , faltaba ir mucho más allá. Para los conservadores que llegarían a presentarse como neoliberales, en cambio, se había avanzado en exceso, y era necesaria una reconstrucción integral de la capacidad de los grupos más tradicionales de poder económico para negociar en sus propios términos nuestras relaciones de dependencia con el capital financiero que emergía como nueva fuerza dominante en el sistema mundial.

La recomposición, en esos nuevos términos, del Estado (neo)liberal oligárquico reeditó, como una farsa cruel, lo que una vez fue la tragedia de la imposición del llamado «modelo de crecimiento hacia fuera» por las dictaduras de todo pelaje que organizaron la inserción de nuestras sociedades en el mercado mundial entre 1880 y 1930. Hoy, el modelo que pareció encarnar la modernidad posible en 1990, bajo la hegemonía del gran capital especulativo, no ofrece ya siquiera la ilusión de un progreso material creciente que eventualmente pudiera contribuir a llevar a nuestras sociedades de la barbarie a la civilización.

Está a la vista, en cambio, el desenlace: sociedades devastadas por el deterioro social, la degradación ambiental y el despilfarro de la riqueza pública, regidas por minorías incapaces de ofrecer salidas viables al laberinto en que hoy desemboca el estilo de gestión del que ayer decían que sólo podía ser cuestionado por ignorantes, incompetentes o deshonestos. Ante esta situación, los vientos de cambio que empiezan de nuevo a recorrer nuestra región comprueban la sabiduría del viejo refrán campesino: en política no hay sorpresas, sino sorprendidos.

Tres elementos han tenido una importancia decisiva aquí. Uno ha sido la disposición al trabajo organizado frente a una persistente política estatal de des – organización de las estructuras de trabajo intelectual que no estuvieran directamente subordinadas al capital privado o a instituciones financieras internacionales. Otro, la disposición a renovar, ampliar y hacer más complejos los vínculos entre el trabajo intelectual y los nuevos movimientos sociales que emergen en la región. Y otro, finalmente, la permanente defensa de la autenticidad de nuestro pensamiento, como garantía mejor de su universalidad. La labor realizada en cada uno de estos planos por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, para citar un solo ejemplo, ha significado una contribución de primer orden a este renacer.

En ese marco, la crítica a la Teoría del Desarrollo en su formulación liberal se expresa hoy, ya, en la construcción de campos enteramente nuevos en nuestro pensar. Una vez más, nos constituimos en un factor de fecundación de Occidente, planteando en nuevos términos las preguntas que buscan respuesta en su cultura, y abriendo a esas respuestas horizontes inéditos de renovación en terrenos a veces conocidos, como los de la economía y la ciencia política, y a veces inéditos hasta hace poco entre nosotros, como el del debate sobre los problemas de la crisis ambiental.

En este plano, el ambientalismo latinoamericano viene haciendo aportes de singular importancia al movimiento ambientalista contemporáneo, en general, y al de las sociedades más desarrolladas, en particular. De entre ellos, ninguno es quizás a un tiempo tan sutil y decisivo como el de nuestra capacidad para trascender la metáfora del desarrollo y relevar su contenido más sustantivo y contradictorio, resaltando que el desarrollo de cuya sostenibilidad se trata es el de nuestra especie, en la enorme diversidad de sus expresiones, y no el de alguna forma histórica particular del mismo.

Esto, a su vez, ha permitido al ambientalismo latinoamericano afirmar la politicidad inherente al problema de la sostenibilidad. Entre nosotros, en efecto, la sostenibilidad no es entendida ya desde una perspectiva meramente tecnológica, sino y sobre todo desde la necesidad política de crear las condiciones sociales indispensables para hacer posible el uso de los inmensos recursos financieros, tecnológicos y de conocimiento con que ya cuenta nuestra especie para encarar el desafío de establecer, en sus relaciones con el mundo natural, un modelo de desarrollo que sea sostenible por lo humano que llegue a ser.

Y esta politicidad de lo ambiental se expresa, a su vez, en la demostración del carácter fundamental de la crisis que enfrentamos – global, general, de intensidad creciente, y en vías de transformarse en ecológica -, a partir de capacidades para el pensamiento sistémico, el análisis dialéctico y la comprensión de los hechos del presente en perspectiva histórica, cuyas raíces encuentran suelo fecundo en lo más contemporáneo de nuestra cultura, de Martí y Mariátegui a nuestros días. ¡Y cómo contrasta esta disposición al estudio de los factores reales de nuestra circunstancia – atendiendo a la advertencia martiana de no poner de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, para no caer a la larga por la verdad que faltó, » que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella» – con el pragmatismo vulgar y la tendencia constante a la fragmentación que han venido a ser dominantes en los grandes y pequeños centros de cultura del moderno sistema mundial!

Hemos compartido y compartimos con nuestros colegas de Europa y Norte América el análisis crítico del deterioro de las relaciones de nuestra especie con el mundo natural del que formamos parte, sin temor ni al debate ni al aprendizaje. Y en el balance de esa labor compartida, como en los resultados que emergen en los nuevos campos del saber que ella ha creado – como la ecología política, la economía ecológica y la historia ambiental -, se expresa en nuestros logros la fecundidad del imperativo ético que nos lleva, siempre, a conocer para resolver, a pensar para servir, a explicar para contribuir a la creación de un mundo surgido de hacer causa común con los oprimidos, » para afianzar» – precisamente- «el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores».

La definición acabada de ese sistema, desde la experiencia de su construcción, constituye sin duda el mayor desafío de nuestro tiempo. La bancarrota ideológica, moral y política del neoliberalismo constituye un hecho indudable. Pero al mismo tiempo, la labor de destrucción cumplida por el neoliberalismo en las estructuras productivas y las capacidades de gestión de nuestros Estados y nuestras sociedades ha sido de tal amplitud, que a primera vista no parece haber alternativas inmediatamente viables a las políticas económicas que padecemos.

Se equivocan, en estas circunstancias, quienes afirman que nuestros pueblos han terminado por oponerse al desarrollo de las fuerzas productivas en nuestros países. A lo que se resisten los trabajadores es a que ese desarrollo se lleve a cabo sin transformar al mismo tiempo las relaciones de producción que hoy imperan en nuestras sociedades, que dan lugar a que haya venido a ser la nuestra la región más inicua del Planeta en lo que hace a la distribución del ingreso, y al acceso a los frutos del progreso técnico y la riqueza social. Y la incapacidad para atender a esa demanda elemental es la prueba mejor del carácter terminal en que ha ingresado la crisis del Estado neoliberal oligárquico.

De este modo, nuestra contemporaneidad, que nació marcada por las contradicciones y conflictos que caracterizaron al Estado liberal oligárquico, culmina en la caricatura de aquel Estado creada por el neoliberalismo de fuera y de dentro de nuestros países. En lo que va del uno al otro – y con la sola excepción de Cuba, y más recientemente de Venezuela -, han sido ensayadas y agotadas todas las opciones de organización del poder y del desarrollo que ese Estado podía asumir y ejercer.

Aun así, no será con la desintegración del Estado neoliberal que cesará de operar el siglo XX entre nosotros. Por esa vía podría incluso prolongarse, en una reedición de las atrocidades que precedieron e hicieron posible la creación de ese Estado. Este siglo solo concluirá con la única gran novedad pendiente entre nosotros: la creación de la República nueva, creada con todos y para el bien de todos los trabajadores, que así ejerzan finalmente su inmensa capacidad para abrir a sus pueblos el camino que los lleve del reino de la necesidad a aquel reino de la libertad cuya imagen plasmó Martí al incitarnos a llegar, «por métodos e instituciones nacidos del país mismo»,

a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas.

El tiempo de resistir, así, abre paso otra vez entre nosotros al tiempo de construir. Y en esa construcción, otra vez también, tocará un papel de primer orden a la cultura de los latinoamericanos. Aquí, ahora, el problema principal para nuestras comunidades de cultura consiste en crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer. Una vez más, no hay entre nosotros batalla entre la civilización y la barbarie, como lo quieren los neoliberales, sino entre la falsa erudición y la naturaleza, como lo advertía en 1891 José Martí.

La circunstancia que hace a un tiempo posible y necesario conocer nuestra naturaleza se encuentra marcada, hoy, por el hecho de que el pensamiento social y la cultura latinoamericanos se encuentran otra vez en aquel punto de ebullición en el que los encontrara Martí al llegar a su primera madurez. No es de extrañar el paralelismo, considerando que la región emerge hoy de los años del neoliberalismo como emergía entonces del primer impacto del triunfo del liberalismo oligárquico.

Para nuestra América, ciertamente, no hay un pasado al cual regresar. En cambio, tiene diversos futuros entre los cuales optar. Es en ese sentido que cabe entender el hecho de que entre nosotros estén luchando nuevamente hoy las especies – pobres de la ciudad y el campo, trabajadores manuales e intelectuales de la economía formal y la informal, indígenas y campesinos – por el dominio en la unidad del género. O, si se quiere, por constituirse en el bloque histórico capaz de crear finalmente el mundo nuevo de mañana en el Nuevo Mundo de ayer.

Ese mundo, en todo caso, será nuevo en la medida en que nuestras repúblicas no vuelvan a purgar «en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos». Para eso están, precisamente, las reservas más profundas de nuestra cultura y nuestra eticidad, sintetizadas en la convicción de la utilidad de la virtud y la posibilidad del mejoramiento humano que nace del conocimiento de nuestro proceso de formación, y se expresa día con día en la labor de constituirnos.

Coloquio Internacional «Con todos y para el bien de todos».

La Habana , Palacio de las Convenciones, 25 de octubre de 2005.



[1] Así, por ejemplo: Guerra, Francois-Xavier, 2003a: «Introducción»; «El ocaso de la monarquía hispanica: revolución y desintegración» y «Las mutaciones de la identidad en la América hispánica», en Guerra, Francois – Xavier y Annino, Antonio (Coordinadores), 2003: Inventando la Nación. Iberoamérica. Siglo XIX . Fondo de Cultura Económica, México. Guerra, Francois – Xavier, 1993: Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Editorial MAPFRE, Fondo de Cultura Económica, México, y 1988: México: del Antiguo Régimen a la Revolución. Fondo de Cultura Económica, México (2a. ed.), 2 t.

[2] «Nuestra América» (1891), en Política de Nuestra América, Siglo XXI, México, p. 38.

[3] Cuaderno de Apuntes 5.[1881] En Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana. Tomo 21, p. 164.

[4] «Introducción. La interacción entre los estilos de desarrollo y el medio ambiente en América Latina», en Gligo, Nicolo y Sunkel, Osvaldo (editores), 1980: Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en la América Latina. Fondo de Cultura Económica / El Trimestre Económico, No. 36, 2 tomos. Tomo 1, p.10.