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Manuel Fraga y la Transición española

Paradojas de la legitimidad

Fuentes: Rebelión

Manuel Fraga ha muerto Manuel Fraga murió el domingo por la noche, de viejo, en su casa. Sin que una sola gota de la sangre derramada y de la que él es en diverso grado responsable haya manchado su impecable perfil de demócrata, de líder político audaz y con un fuerte sentido del deber, de […]

Manuel Fraga ha muerto

Manuel Fraga murió el domingo por la noche, de viejo, en su casa. Sin que una sola gota de la sangre derramada y de la que él es en diverso grado responsable haya manchado su impecable perfil de demócrata, de líder político audaz y con un fuerte sentido del deber, de padre de la Constitución Española de 1978…

Todo esto se ha dicho sobre Fraga hoy, en la prensa y seguramente en los pasillos, pero también se ha dicho mucho acerca de toda esa sangre derramada que no mancha el expediente pero que sí mancha el recuerdo de una porción sustancial de los ciudadanos españoles y de quienes son ciudadanos de otros sitios porque tuvieron que huir de la brutal represión franquista.

Nada hay que reprochar, desde luego, a esas manifestaciones de disenso, que contribuyen a reforzar la idea, hoy más importante que nunca, de que el orden sociopolítico español es ya un cadáver y de que la apertura de un proceso constituyente, uno de verdad, es una necesidad imperiosa. Sin embargo, hay un cierto aire extraño en todo esto que nos gustaría compartir a través de esta reflexión pública:

Manuel Fraga fue profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, lo cual hacía previsible (así lo pensamos ayer) que hoy se organizaría de urgencia un acto en honor al ilustre político y conocido profesor. Si no es en virtud de lo primero, no debería caber duda en cuanto a lo segundo. Y sin embargo no ha sido así.

El minuto de silencio que ha tenido lugar a las tres de la tarde ha sido por las víctimas del franquismo de las que Manuel Fraga fue de alguna forma responsable, y la discusión que ha podido haber hoy en torno al suceso ha estado sin duda monopolizada por las críticas al muerto y la decepción de que haya conseguido evadir el proceso judicial que merecía (él y tantos otros, algunos de ellos con carreras tanto o más despreciables que la suya).

Puede haber muchas explicaciones para este hecho: lo precipitado de organizar una ceremonia solemne un lunes (tal vez la veremos mañana o pasado), que los exámenes están ya cerca, que la correlación de fuerzas haría de un acto así una provocación directa para suscitar una reacción… Pero en cualquier caso hemos participado en los eventos de esta mañana con la sensación incómoda de que estábamos haciendo un ejercicio de contestación a una posición oficial que de hecho no se ha manifestado.

El problema de la legitimidad

Se puede decir que las manifestaciones de disenso de esta mañana, en la prensa y en la Facultad de Ciencias Políticas de la UCM, han tenido como propósito denunciar, una vez más, la ilegitimidad de la Transición española y, en consecuencia, del orden político vigente (o, viceversa, la ilegitimidad del orden político vigente, que está en crisis, y debido a ello la ilegitimidad del proceso de configuración de dicho orden). Sin embargo, nos gustaría plantear la posibilidad de que precisamente denunciar hoy, de esta manera, la ilegitimidad del orden político significa ratificar, de hecho, que éste sigue siendo suficientemente legítimo como para resistir nuestras embestidas. Todo depende de lo que entendamos por legitimidad.

Legítima es, de acuerdo con su acepción «común» en el lenguaje de la movilización política, la institución que ejerce su poder sobre una población determinada con el consentimiento, la aceptación positiva, de dicha población. Una institución sería en ese sentido tanto más ilegítima cuanto mayor fuera el número de individuos que se negaran a consentir el ejercicio del poder de dicha institución. El problema es, claro, decidir qué significa «negar» el consentimiento, y qué significa que una institución ejerza su «poder» sobre nosotros.

La definición weberiana de la institución legítima es algo distinta a esta acepción «vulgar» del término. Para Max Weber, un ordenamiento es legítimo cuando, producido por una institución política (cuyo medio específico es la violencia), consigue determinar la acción social de los individuos sobre los cuales el ordenamiento es aplicable. Que determina la acción social significa que el actor toma la(s) norma(s) como punto de referencia en su comportamiento, pero no necesariamente que la(s) acate. Weber pone el ejemplo de un ladrón que infringe la ley y roba, y luego infringe la ley y huye, se esconde, evita que le atrapen; para Weber, el ladrón está reconociendo la norma como legítima al infringirla porque actúa sabiendo que la infringe y asumiendo que al hacerlo se convierte en objeto de la punición correspondiente [1].

De acuerdo con el sentido «vulgar» del término legitimidad, la violación de la norma por parte del ladrón sería síntoma (al menos potencial) de que el ladrón cuestiona la legitimidad del orden vigente. También se pondría en cuestión la legitimidad del orden vigente al denunciar públicamente el día siguiente a su fallecimiento la gravísima responsabilidad política de Manuel Fraga. ¿Pero qué sucede si asumimos el término en su sentido weberiano?

Orden, legitimidad y libertad

El ladrón, diría Weber, cuestionaría la legitimidad del orden vigente si, en vez de atracar un banco con la cara tapada y huir en un coche, lo hiciera a cara descubierta y saliera de la sucursal paseado plácidamente mientras cuenta los fajos de billetes que ha conseguido. Evidentemente el ladrón sería con toda probabilidad detenido en el acto, pero su acción habría puesto en duda la legitimidad de la norma.

El hecho de que legitimar un orden no sea apoyarlo explícitamente sino simplemente actuar de acuerdo con las posibilidades determinadas de antemano por él, hace evidentemente mucho más difícil, pero también más bello, el acto de contestación política.

Desde esta perspectiva, lo que realmente ha hecho el Movimiento 15M para denunciar la ilegitimidad del orden político no ha sido tanto el «No nos representan» o el «Lo llaman democracia y no lo es» sino el haber tenido la habilidad o la intuición de actuar, no contestando al orden, sino como si el orden no existiera. ¿Ha hecho el 15M algo así? Desde luego. Es actuar como si el orden no existiera manifestarse el día de la jornada de reflexión y también después de la medianoche, y sobre todo hacerlo como si la policía no tuviese la obligación y la función de evitar ese hecho. Es actuar como si el orden no existiera crear espacios de debate y participación en barrios, municipios y centros de trabajo, y sobre todo hacerlo hacerlo como si no hiciera falta que las decisiones colectivas tengan rango de ley y estén protegidas por la amenaza de un aparato represivo.

En el caso de la Transición, como en cualquiera que se quiera abordar desde esta perspectiva inusual, la discusión se complica. Nuestra percepción es que nuestra Transición es «ejemplar» en la medida en que ha conseguido establecer un orden normativo legítimo (en parte consuetudinario, en parte escrito) que es capaz de definir no sólo la postura oficial sino también la de oposición pública sin que los fundamentos del orden mismo estén en peligro.

Un ejemplo paradigmático puede ser el de la Ley de Memoria Histórica en lo que atañe a monumentos, símbolos y manifestaciones públicas (como nombres de calles) del franquismo. La discusión se ha dado, y se da, en torno a si se aplica o no la Ley promulgada, de acuerdo con la cual honrar la memoria de los represaliados consiste, entre otras cosas, en acabar con toda esa simbología. Pues bien, nosotros entendemos que lo que esa Ley hace en definitiva es confirmar, en tanto que compensación oficial a quienes habían sido represaliados, el fundamento mismo y principal de la Transición: que lo pasado, pasado está.

Creemos que borrar las huellas públicas del franquismo contribuye a convertir la dictadura en una etapa nebulosa de nuestra historia, a dulcificarla a través de los relatos sentimentales. ¿Por qué deberíamos pedir, por ejemplo, que la madrileña Calle del General Yagüe cambie su nombre? ¿No contribuirá eso más a olvidar quién fue ese individuo que a mantener vivo el recuerdo de sus atrocidades? La decisión inaceptable, la que habría roto con todo consenso, habría tenido que implicar más bien la creación de placas explicativas; «Calle del General Yagüe», volvemos al ejemplo, «Esta calle fue nombrada así por decisión del gobierno dictatorial del General Franco para reconocer los méritos del General Yagüe, conocido como el Carnicero de Badajoz por ser el responsable de la ejecución de 4000 personas en la plaza de toros de dicha localidad entre el 14 y el 15 de Agosto de 1936».

Si volvemos al caso que ha dado pie a esta reflexión, ¿qué podemos decir al respecto? Es significativa la reacción espontánea, por parte de todos los que nos hemos pronunciado hoy o ayer de alguna manera, ante la muerte de Manuel Fraga. Todos sabíamos que hoy se sucederían las manifestaciones públicas de respeto, admiración y pesar; es lo que legítimamente corresponde a la muerte de un «hombre de Estado». Y todos sentimos la necesidad de hacer precisamente lo que se esperaba de nosotros: que contestáramos. Tanto se esperaba, que en un sitio como la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología no hubo ni intención de convocar a un minuto de silencio por Manuel Fraga, sino que nosotros mismos hicimos un acto de contestación institucionalmente innecesario porque se trataba de responder a un gesto ni siquiera insinuado.

Volviendo al problema de la legitimidad, todos nosotros hemos contestado hoy lunes a los panegíricos con críticas, hemos contestado incluso a panegíricos no pronunciados. Como el ladrón que infringe la ley y huye del policía, hemos escrito hoy contra Manuel Fraga porque hoy era el día legítimo para hacerlo, porque de los hombres de Estado se habla los días que siguen a su muerte.

Creemos que en ese acto fallido, en ese descuido automático que nos ha llevado a comportarnos como se esperaba de nosotros, hemos perdido un poco de nuestra libertad política, o, más bien, hemos tenido la prueba de que todavía no nos hemos hecho libres.

En uno de los textos más brillantes escritos hoy para dar cuenta crítica del historial de Manuel Fraga, se dice que «siguen muriéndose en el anonimato españoles y españolas que se jugaron todo por defender la democracia» [2]. El texto dice que es el hecho de que Fraga sea el ensalzado «nos obliga» a criticarle, pero lo que «nos obliga» no es eso, sino la certeza inconsciente de que es legítimo que hoy se hable de Fraga, bien o mal, porque fue un hombre de Estado y no un anónimo demócrata.

No hemos podido hacer como si Fraga no fuera nadie, como si ya hubiésemos dicho tanto sobre él que fuese más importante recuperar el rostro y la vida del anónimo demócrata, como si ser hombre de Estado no significara ya nada… como si fuéramos políticamente libres y no tuviéramos que decicir entre opciones fijadas de antemano.

Pero aún no lo somos, y por eso es necesario este artículo.

 

Notas

[1] Cf. Max Weber, Economía y sociedad, FCE, 2002 p. 26

[2] Juan Carlos Monedero, «Manuel Fraga, un franquista». En http://blogs.publico.es/juan-carlos-monedero/2012/01/16/manuel-fraga-un-franquista/

* Miguel León es estudiante de Ciencias Políticas y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid.


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