Tras las huellas de la política El siguiente trabajo está dedicado a reexaminar el legado de Lenin, defendiendo la necesidad de construir organizaciones y partidos revolucionarios sobre la base de las nuevas condiciones sociales y políticas existentes. Vamos a rescatar en un sentido crítico la experiencia de Lenin y del movimiento socialista internacional desde comienzos […]
Tras las huellas de la política
El siguiente trabajo está dedicado a reexaminar el legado de Lenin, defendiendo la necesidad de construir organizaciones y partidos revolucionarios sobre la base de las nuevas condiciones sociales y políticas existentes. Vamos a rescatar en un sentido crítico la experiencia de Lenin y del movimiento socialista internacional desde comienzos del siglo XX. Sin embargo es necesario preguntarse, cuando la idea de la revolución y el partido se encuentran hoy desacreditadas ¿tiene algo que decirnos aquel revolucionario de las opciones estratégicas, los eslabones débiles, las delimitaciones tajantes y los momentos decisivos? ¿Tiene algo para ofrecernos aquel que por primera vez transformó la irrupción violenta de la rebelión de los esclavos en un minucioso mecanismo de relojería, en una insurrección planificada para economizar sacrificios, en un ‘arte’? ¿Qué se puede rescatar de aquel que irrumpió con la ‘política como economía concentrada’, en el campo somnoliento de lo que Hanna Arendt denominaba como una ‘cuestión de conducta estadística’ para transformarlo en acontecimiento histórico? ¿Qué puede decirnos hoy una figura revolucionaria, un hombre, el hombre de partido, en el período de la mundialización capitalista donde la política pública parece haberse ahogado definitivamente en el mar inconmensurable de lo social y lo privado?
Nos preguntamos todo esto porque la hegemonía neoliberal, aunque está siendo cuestionada por una creciente oposición política en todo el mundo desde principios del siglo XXI, sigue estructurando hoy las coordenadas ideológicas del mundo en que vivimos, sobre todo porque dicha hegemonía nace desde el fondo de las relaciones materiales cada vez más mercantilizadas y sometidas crecientemente a la «competencia libre» del mercado (Anderson, 2004). Los fundamentos liberales defendidos por pensadores como Hayek nunca habían alcanzado un triunfo tan resonante. La idea liberal de «resguardar un ámbito mínimo de libertad individual y privada» se expandió hasta su opuesto ‘arréglatelas como puedas’. La libertad fue hallada en el mercado, en la opción por la elección personal en un mundo abarrotado de mercancías y consumidores, donde cualquier opción por la reforma social, la planificación o acción colectivas fueron denunciadas como atentados a la libertad humana. El principio que Isaíah Berlin había asociado a la libertad negativa («yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad», Berlin, 1998) nunca se declaró tan cabalmente exitoso como cuando los críticos radicales confirmaron que el socialismo y el marxismo no eran más que variantes de las filosofías realistas y racionalistas, que pretendían «moldear» la vida y la mente humana manipulando y dirigiendo la vida de las personas hasta ahogar sus voces en el ruidoso edificio de la burocracia de estado. Las experiencias de los países socialistas abonaron este triunfo que pareció más brillante que nunca después de la caída del Muro de Berlín en 1989.
En el campo de la izquierda radical el culto por la «libertad» individual, el relativismo filosófico, la ambigüedad, lo fragmentado, el margen y lo efímero fueron celebrados como auténticas expresiones de la espontaneidad humana, mientras el proyecto, la asignación planificada de recursos y la realización colectiva, fueron etiquetados como expresiones autoritarias, dictatoriales y contrarias a la misma naturaleza humana. El concepto de totalidad como instrumento para comprenden el mundo y su dinámica mediante las conexiones internas globales de la sociedad han sido descalificadas, junto con el objetivo de transformarlo, como totalitarias. De esta manera el concepto mismo de sistema había desaparecido. Las nuevas teorías culturales remplazaron la teoría social o histórica por el más ‘democrático’ perspectivismo ideológico, donde todos los gatos son pardos y las opiniones más dispares igualmente válidas. La totalidad, por otra parte, cobra razón si existe un sujeto que pueda ser un punto de referencia. Ese sujeto también fue barrido del escenario. El proceso histórico en tanto lucha de clases fue denunciado como una nueva teleología semi-religiosa y se abandonó al proceso espontáneo y azaroso los destinos de la historia. De hecho la Historia como tal desaparecía del horizonte. Si la historia, el sistema y la totalidad no existen o lo que es parecido no pueden ser modificados, bien se podría aspirar a realizaciones más modestas, casi microscópicas.
La despolitización del espacio público no eliminó el poder o el estado. Simplemente lo dualizó y desplazó: de una parte lo transfirió al mismo mercado dominado por las grandes trasnacionales, que ofreció un campo más amplio para el ejercicio del poder del capital sobre el trabajo, en un mercado mundial de trabajo des-regulado y competitivo. El comando despótico se concentró y al mismo tiempo se ocultó tras la más espontánea e impersonal fuerza natural del mercado, donde el poder se esconde detrás de la libre elección e intercambio entre iguales. Una segunda localización del poder político fue reunida en los poderes ejecutivos de los estados, reforzando el militarismo, el autoritarismo y el control social, y sustrayendo del debate de masas la toma de decisiones. Un poder reforzó a otro, mientras el estado dejó de jugar el papel redistribuidor del acceso a bienes y servicios por medio del cual las masas fueron integradas desde los años ’30 mediante los grandes partidos, sindicatos y otras asociaciones. Es este espacio vacío, esta conversión de los grandes partidos en instrumentos directos de la racionalización capitalista, la que impone un rechazo abierto y una crisis de la política tal cual la conocimos en el capitalismo de posguerra.
Las nuevas teorías de muchos movimientos sociales de oposición a la globalización, no escaparon a dichas coordenadas. El estado, cualquiera sea su contenido, se volvía un peligro imposible de remontar. El reflejo ideológico de semejante derrota fue la exaltación de la lucha en los márgenes, las fallas y grietas del sistema y la interdicción para cualquier combate que se propusiera avanzar por el centro, pues el centro ya no existía. Peor aún, puesto que asaltándolo y construyendo uno propio, volvería a reproducirse inexorablemente las condiciones de explotación y la opresión que se querían suprimir.
La revolución social pareció entonces una quimera o un mal sueño. Las corrientes autonomistas han sabido interpretar este espíritu de época. La revolución contra el estado capitalista, con su violencia innata, sus sacrificios y sus peligros, parece haber dado paso, incluso para la inmensa mayoría de la autodenominada izquierda radical, a una ‘nueva revolución’ mucho más saludable, imperceptible y cotidiana, en el que todos somos ‘hacedores’ de la sociedad comunista en cada acto pequeño, diminuto, de resistencia y de producción social. Los sistemas de bancos de horas y trueque de créditos que había ideado Proudhon volvieron a aparecer con la fuerza de un huracán, como se vio en Argentina en el 2001. La auto-producción de sobre-vivencia, la auto-gestión y otras formas denominadas ‘biopolíticas’ fueron vistas como la quintaesencia del alternativismo al sistema mercantil y al estado, que parecían evitar el doloroso trabajo de parto de la lucha política y los movimientos de masas. El comunismo indoloro concebido por el autonomismo como el movimiento de fuga de una multitud emancipada, o como un movimiento alter-capitalista fue considerado como el modelo revolucionario de nuestros días, frente al más prosaico y desacreditado campo de la política revolucionaria, donde Lenin inauguraba a principios del siglo XX conceptos utilizados en el arte militar aplicados a la política del proletariado, como la estrategia, la táctica, la hegemonía o las alianzas sociales.
En definitiva, ¿qué puede decirnos el Lenin del Qué Hacer cuando desde hace más de dos décadas doblan las campanas para la ‘representación política’, el proletariado y el partido?
Para una gran porción de la militancia social la izquierda debe refundarse, pero sobre bases anti-leninistas. Después de todo, ¿no fueron sus mismos compañeros de armas, Rosa Luxemburgo y León Trotsky quienes previeron en las fórmulas ultra-centralistas del Qué Hacer de 1902 el destino inevitable de la burocratización del partido y el estado?
Sin embargo, mientras persista la explotación clasista y el mundo de las necesidades se imponga a los hombres como una condena divina, mientras las causas de la alienación en el trabajo y la sociedad, y el dominio del mundo encantado de la mercancía siga reinando, y como consecuencia de todo ello la esfera política permanezca esencialmente separada y en oposición a la sociedad donde se resuelven las necesidades humanas, como instrumento de opresión y dominio, la luchas de poder y las guerras de clase seguirán siendo una realidad presente y el espectro de Lenin, así como el de Trotsky y de toda la tradición revolucionaria seguirán surcando el horizonte de nuestro tiempo. Después de todo el intercambio mediante el trueque terminó en inflación y desaparición de la moneda sustituta y la auto-producción autónoma no pudo eclipsar ni un solo poro de la sociedad asalariada, con su plaga de desempleo estructural y trabajo precario e informal.
La cuestión del partido entonces sigue siendo insoslayable y desde un punto de vista, más candente hoy que hace unos años, cuando todavía no se vislumbraban rebeliones populares como las que atravesaron el continente latinoamericano en los últimos años y todavía no se veían fuerzas sociales que den sustento material para pensar el relanzamiento del proyecto socialista.
Repensar la cuestión del partido
Para aquellos que militamos décadas en el marxismo revolucionario y a favor de una política partidista en Argentina, una defensa de Lenin presupone en primer lugar una delimitación clara y definitiva de los proyectos y las concepciones que en nuestro mismo ámbito se han defendido y practicado. Vale decir, una nueva izquierda revolucionaria debe ser refundada, incluso, y este será el objetivo de nuestro trabajo, sobre muchas de las bases estratégicas y teóricas abordadas por Lenin; pero y esto es fundamental, debe ser una superación de las concepciones arraigadas en la izquierda política local. Lo que estamos diciendo es que toda una tradición debe ser revisada. En primer lugar aquella que ha hecho de Lenin un icono y un dogma. ¿Es posible rescatar otro Lenin de aquel fosilizado por el ‘leninismo ortodoxo’, que se ha prestado durante décadas a la crítica fácil y el estereotipo por parte de sus detractores? Esto permite además la tranquilidad de la simplicidad intelectual, la certeza de lo ya dicho, la apelación de autoridad. Por otra parte, siempre una buena fórmula es más reconfortante y fácil que, como decía Hegel, el doloroso trabajo de lo negativo.
Para la izquierda argentina este debate tiene un significado muy concreto: las corrientes revolucionarias se encuentras dispersas, incluso más aún que antes del argentinazo del 2001. No existe hoy un partido revolucionario ni siquiera embrionariamente. Esto tiene una base material: el profundo retroceso de las ideas socialistas y las derrotas de las dos décadas pasadas, que aún no han podido ser remontadas por la nueva situación más favorable que abrieron las rebeliones en el continente. Y una base espiritual: el fracaso de los intentos de las diversas corrientes socialistas revolucionarias de constituir ‘su’ propio partido, intento que han emprendido por lo menos más de cinco o seis equipos dirigentes que se han venido subdividiendo, provenientes en su gran mayoría de lo que fue la dirección del viejo MAS y de algunos dirigentes de la segunda generación que le siguió.
No tenemos recetas universales para distintos países y momentos históricos, puesto que la construcción de cada corriente depende de factores históricos y sociales concretos. Pero la experiencia del pasado nos puede enseñar lecciones fundamentales en el presente. Tenemos ante todo un espíritu crítico y abierto, el espíritu mefistofélico que ‘todo lo niega’ que tal vez sea el prerrequisito imprescindible para construir positivamente sobre nuevas bases teóricas y políticas.
Un balance en disputa
Si el leninismo puede aún ser una fuente de inspiración política, necesitamos saber en primer lugar qué es el leninismo. ¿Es un cuerpo de doctrina? ¿Un método definitivo? ¿Un tipo de partido especial? Quienes lo acusan de ser la fuente del totalitarismo estalinista coinciden curiosamente con aquellos que construyeron una ‘escuela marxista leninista’ ortodoxa, repleta de guías, fórmulas y definiciones tajantes, terminantes y definitivas. En ambos casos Lenin vendría a formular un nuevo tipo de organización política, Blanquista[1], peligrosamente alejada de las masas a las que pretende representar. Un grupo de especialistas profesionales colocados ‘afuera’ del movimiento de masas real, unida por una completa coherencia de doctrina, homogénea en sus procedimientos, absolutamente centralizado en sus acciones, que procede de manera conspirativa y que se ha venido arrogando la propiedad indiscutida de los intereses históricos de la clase trabajadora. Bonefeld y Tischler aprueban a los «críticos contemporáneos de la concepción leninista de la revolución que rechazaron enérgicamente su carácter autoritario» (Bonefeld, Tischler, 2003, Pág. 11). Para Mike Rooke «el bolchevismo también contuvo el bagaje teórico del kutskismo y el sustitucionismo inherente a su metodología socialista de estado» (Idem, Pág. 129). Holloway cree que el planteo expresado por Lenin en el Qué Hacer «no sólo tiene sus raíces en la tradición autoritaria del leninismo sino también en el concepto positivo de ciencia establecido por Engels» (Holloway, 2002, pág. 193)[2].
¿Qué es entonces el partido de Lenin, tan poco popular, tan censurado y de tan poca fortuna? ¿Un grupo humano sin fisuras, un cuerpo compacto y homogéneo en su ideología, sus tácticas, sus principios, su organización y hasta en sus costumbres? ¿No había dicho ya Lenin que ‘un milímetro de diferencia en la teoría se transforma en kilómetros de distancia en la política’?
Una vez que podemos deslindarnos del anti-partidismo de moda, nos queda aún una tarea ardua, puesto que no estamos conformes con el leninismo oficial practicado por las corrientes existentes, que ha llevado a un callejón sin salida a la izquierda revolucionaria y nos exige repensar otros caminos y otras vías. ¿Fue el partido de Lenin un edificio monolítico y apartado del movimiento socialista nacional? ¿Fue Lenin un sectario empedernido (y por lo tanto legítima la intención de algunos seguidores de imitarlo) en abierta oposición al mismo Marx? Por último, ¿qué tuvo de particular, de original el aporte de Lenin respecto de la tradición socialista que le antecedió? ¿En qué medida se puede hablar de una ruptura en las concepciones sobre el partido en Lenin respecto a los cánones del siglo XIX y qué puede decirnos sobre las condiciones de la lucha política del siglo XXI?
Parte 1: La cuestión del partido de un siglo a otro
Marx nunca fundó o fue el organizador de lo que conocemos hoy como un partido revolucionario, no por lo menos tal como lo concebimos en su forma moderna, es decir, luego de la experiencia bolchevique. Es verdad que participó de la Liga de los Comunistas entre 1847 y 1851 y escribió para ella el histórico Manifiesto Comunista; fue un participante crucial en la construcción de la Primera Internacional entre 1864 y 1872, aconsejó y se sumergió en polémicas teóricas y políticas como con Lassalle[3] en Alemania e incluso mantuvo contacto y correspondencia con decenas de organizaciones y partidos de la clase trabajadora. Tampoco puede decirse que no haya sido un verdadero ‘fraccionalista’ como se insinúa a menudo para exagerar su repulsión a los grupos sectarios y utopistas[4]. Sus ácidas disputas con los prudhonistas, bakuninistas[5], su desprecio por el aburguesamiento de muchos líderes laboristas ingleses, tuvieron expresiones políticas incluso en algunos casos hasta organizativas. Sin embargo como lo definieron desde el Manifiesto Comunista, se consideraban a ellos y sus seguidores como el sector avanzado del proletariado: «Los comunistas no forman un partido aparte opuestos a los otros partidos obreros. No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado. No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario. Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo porque pasa, la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto» (Marx, 2003 Pág. 15).
En resumen, se trataba de ganar a los partidos obreros para sus propias concepciones. La Liga, el primer círculo de correspondencia, su participación en la Nueva Gazeta Renana, la primera internacional, el círculo de amigos alemanes, no fueron para Marx el partido consumado, un cheque a futuro, con vencimiento a plazo fijo. No, para Marx y Engels esas organizaciones históricas discretas fueron los medios gracias a los cuales el sentido real y efectivo del partido genérico de la clase obrera pudiese progresar. Retengamos esto: siempre fueron medios y nunca fines en si mismos, y aunque parezca insólito y hasta provocador, si se toma en cuenta la historia oficial de aduladores y detractores, este es el punto fundamental, desde nuestro punto de vista, de coincidencia con Lenin.
Marx y Engels sentían desprecio por aquellas sectas utopístas que difundían verdades eternas y ‘predicaban en el desierto’, por fuera de la vida real, los conflictos efectivos y las organizaciones existentes de la clase trabajadora, así como rechazaron dar a luz en su propio laboratorio, un partido obrero sin los obreros. Para ellos el partido del proletariado iría madurando en tanto las condiciones del desarrollo capitalista fueran fortaleciendo y unificando a la clase obrera, dotándola de conciencia y organización. Como expresión del sector más avanzado de la misma clase obrera, consideraron que su propio punto de vista científico había alcanzado un éxito rotundo al haber podido formular en El Capital las condiciones del desenvolvimiento y las contradicciones inherentes a las relaciones sociales capitalistas.
Fue justamente esta actividad teórica de Marx la que permitió iluminar las condiciones estructurales que dan origen y están en la base de las luchas políticas e ideológicas de poder. Esta comprensión de la localización de las luchas reales y efectivas donde «la filosofía puede transformarse en fuerza material» es la que impulsan a Marx y Engels a tomar la tarea de influir con sus ideas a las organizaciones proletarias existentes. Aunque Marx y Engels no se hayan circunscrito a influir sino que también tomaron partido en lo que respecta a las tácticas y la dinámica de la lucha de clases, sin embargo no fueron ‘hombres de partido’, como tampoco fueron sus teóricos, puesto que como lo define con justeza Alain Brossat, aquel fue el período de las ‘premisas de la revolución pero no de la revolución misma’ (Brossat, 1976). La constitución del partido carecía de la urgencia revolucionaria práctica a la que se vieron confrontados los socialistas entrado el siglo XX.
Aunque muchos autores hayan matizado esto, en sus escritos Marx tiende a confundir, a intercambiar, a utilizar indistintamente el partido y la clase, creando una identidad social y política entre uno y otro. Esta identidad clase-partido puede rastrearse en el Manifiesto Comunista, aunque antes ya lo había definido en La Miseria de la Filosofía, pero también en sus escritos posteriores sobre Francia o Alemania, e incluso en la fundación de la primera internacional[6]. A pesar de todas las controversias y ambigüedades, está claro que en la visión teórica de Marx el desarrollo capitalista con su concomitante crecimiento industrial y la reunión de los obreros en las fábricas, la formación de sindicatos y organizaciones reivindicativas, iría dotando a la misma clase de una mayor conciencia, lo que resultaría como conclusión en el crecimiento y extensión del partido del proletariado. En definitiva, Marx pensaba que el desarrollo orgánico del partido obrero no podía darse sino como algo inmanente al crecimiento de la fuerza y la conciencia de clase, lo cual dependía en última instancia del proceso de polarización social dado por la extensión del capital y del maquinismo. En este sentido su dialéctica concebía al proletariado y en consecuencia a la lucha de clases, como la negación determinada por la fuerza del capital. A pesar de algunos pasajes de una intuición sorprendente, Marx no piensa que el partido obrero pueda poseer algún rastro de exterioridad respecto de la clase misma, al revés, supone que es esa misma clase organizada políticamente en el punto en que adquiere conciencia de sus fines históricos. Es justamente esta identidad correlativa entre relación social y conciencia política la que cuestiona Lenin, introduciendo elementos ‘exteriores’ a la inmediatez de la vida corriente del trabajador o incluso a la espontaneidad de la lucha sindical de la clase. Lenin no niega que la base para una política obrera está dada por su extensión y fuerza social, sino que rechaza la opinión más o menos convencional de que es esa práctica social en los lugares de trabajo, en la lucha cotidiana, el ‘hacer’ cotidiano del proletariado el que elevará automáticamente su conciencia a objetivos socialistas. Al revés, él piensa que en épocas normales la conciencia ordinaria, sometida a la explotación capitalista, puede incluso llegar, sometida a la explotación cotidiana y el embrutecimiento de la vida laboral, a ser burguesa. Mientras que su condición de explotado posee instintivamente una conciencia socialista, la opresión cotidiana y la restricción de la lucha al campo del valor de la fuerza de trabajo, le imponen permanentemente un horizonte estrechamente economicista. No nos vamos a detener en esta polémica. Quisiéramos adelantar simplemente que la historia del movimiento obrero en el siglo XX ha evidenciado, fortaleciendo la intuición de Lenin, una relación mucho más compleja entre la fuerza social y su conciencia política, e incluso exigiéndonos comprender el sentido social y la constitución de la clase en su dimensión de lucha y politicidad (Sanmartino, 2004).
La contribución de Lenin
El aporte de Lenin fue la radicalización de la autonomía política como espacio de articulación de los intereses históricos de clase allí donde la explotación social impide o bloquea una autoconciencia real de sí. Lenin no deposita en los intelectuales la tarea de representar al proletariado, no constituye un partido de la inteligencia burguesa ‘exterior’ a la clase, sino que alcanza la conciencia de clase, como diría Hegel, como un ‘universal concreto’, mediante la negación teórico-práctica de la conciencia ordinaria inmanente a la pobreza del mundo fabril, e incluso a la precaria lucha sindical. El partido lo forman no sólo intelectuales sino y sobre todo trabajadores, pero participan en el partido tal como dice Gramsci en tanto intelectuales orgánicos. Lenin es profundamente anti-populista, puesto que le niega al «hombre común», e incluso al luchador social el privilegio de poseer una praxis revolucionaria y estar más próximo a la verdad de sus necesidades por el simple hecho de vivir más próximo en el mundo práctico-utilitario que el intelectual o el filósofo. Para él esa práctica laboral o incluso la lucha inmediata sólo puede ser praxis reflexiva y transformadora si se introduce y se media gracias a la teoría y la organización colectiva. Como lo explicó Sánchez Vázquez «Sin trascender el marco de la conciencia ordinaria no sólo no es posible una verdadera conciencia filosófica de la praxis, sino tampoco elevar a un nivel superior -es decir creador- la praxis espontánea o reiterativa de cada día» (Sánchez Vázquez, 2003, Pág. 31).
Es este metabolismo social mediado el que posibilita acceder a la conciencia de clase socialista, a grados superiores de organización, es decir al concreto-universal. Es esta negación, este ‘espíritu de escisión’ leninista la que facilita mediante la interrelación metabólica de la clase y el partido, la participación del proletariado con conciencia de clase (como tribunos del pueblo, como socialdemócratas) en la vida política nacional. Lenin no niega la acción espontánea revolucionaria de las masas. La tarea del partido como intelectual colectivo consiste en articular un proyecto revolucionario, generalizar y procesar teóricamente la experiencia de la lucha de clases pasada e inscribir las luchas locales y particulares, fragmentadas, en una perspectiva totalizadora, histórica. En este sentido Lenin percibe mejor que Rosa Luxemburgo y Trotsky los medios para alcanzar esos resultados. Aunque sus denuncias del peligro sustituísta y totalitario fueron clarividentes, esto no significa que sus perspectivas fueran en sí correctas o que el posterior proceso de burocratismo estatal fuera un producto destilado de la «teoría leninista de partido». En definitiva, en 1904 ellos no lograron comprender las mediaciones gracias a las cuales podía estructurarse un bloque social y político que consolidara y diera forma y dirección a la espontaneidad azarosa y voluble de las masas, y más aún, a la continuidad socialista en períodos de depresión y derrotas proletarias.
Lenin no da una vuelta de página sobre aquella definición histórica de que «la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos», ni pretende sustituir ‘a lo Blanqui’ a las masas. Fue conciente que un verdadero partido revolucionario sólo podía surgir allí donde germinaran las condiciones que hacían posible un movimiento obrero «verdaderamente de masas» y «verdaderamente revolucionario», sólo que concibió su desarrollo en una dialéctica de masas y partido que representó un cambio en la forma en que esta relación había sido concebida en el siglo XIX.
Como el marxismo para Lenin es la ‘ciencia de lo concreto’ no hay tampoco aquí un modelo universal de partido. Que los desplazamientos entre el ser social y la conciencia puedan expresarse de manera más compleja que la que parecía evidente en el siglo XIX, no autorizó a Lenin a recetar al movimiento socialista de la época alguna fórmula definitiva; después de todo, sin la disposición de masas a la lucha revolucionaria no hay ni puede haber acontecimiento revolucionario. El Que Hacer está restringido, por este motivo, a una polémica muy precisa, que en realidad no tiene un efecto real más que durante dos años y algo más, hasta que un ascenso de masas y la formación de los soviets le exigen un tratamiento mucho más ‘luxemburguiano’ de la cuestión de la socialdemocracia rusa, e incluso, no hay que olvidarlo, pensaba que el partido Alemán, tan distinto a las medidas propuestas en su folleto de 1902, era un ‘modelo’ para los socialistas.
Este ‘desplazamiento’ de las correspondencias entre los agentes, la asimetría y desigualdad en las formas sociales y políticas de representación se manifestaron con particular intensidad en la atrasada Rusia, que como Trotsky demostró, era la síntesis específica de una combinación de factores económicos y sociales desiguales. No por casualidad muchos críticos han denunciado esta teoría del ‘eslabón débil’ y la ‘oportunidad estratégica’ como una respuesta asiática y antimarxista, y a la revolución que nació de ella como prematura. Algo de esta naturaleza anti-marxista hubo en la revolución del ’17, que como dijo Gramsci fue «contra El Capital», y que como toda revolución jamás podría llegar a tiempo ni alcanzar la madurez perfecta.
La superación de la correlación socio-política entre la clase y el partido que Lenin lleva a cabo facilita un tratamiento enteramente distinto de la construcción partidista como una esfera especial y distintiva, vinculada si, pero no ajustada directamente a los avances y retrocesos del movimiento social. Es este marco conceptual más general el que permite a Lenin abordar las cuestiones partidistas de manera autónoma y específica. Pero también engendra, como dijimos, nuevos peligros, puesto que una concepción hipostasiada de la ‘ruptura’ entre la clase y el partido desemboca en la independencia e incluso la subordinación del movimiento al partido y la transformación del mismo en el representante inequívoco, definitivo de la clase y el depositario del saber y la experiencia, tal cual la hemos conocido en la monstruosa degeneración anti-socialista que fue el estalinismo. En esta lógica se inscribe las concepciones estalinistas que han deducido de Lenin y el Que Hacer una concepción burocrática e incluso policial del partido.
Si estamos obligados a discutir seriamente el balance y el legado de los aportes de Lenin y el socialismo de comienzos de siglo, es justamente porque junto a sus beneficios y cualidades, vigentes al día de hoy, no se puede obviar los peligros que engendra como embrión del partido autoritario. Qué este punto sea azuzado por la derecha liberal y el reformismo no significa que podamos soslayarlos. Que el estalinismo no sea la continuidad natural del bolchevismo, que su imposición y triunfo en la URSS sólo se haya podido consolidar sobre la base de una guerra civil al interior del partido y la sociedad contra la oposición (Trotsky, 1935; Broué, 1973a), no significa que el estalinismo no se haya servido de muchos procedimientos, métodos y formas de acción políticas que, en un nuevo paradigma social y político dominado por una burocracia de estado ajena a los intereses históricos del proletariado, haya servido para fines de represión y opresión.
Algo parecido sucede en el campo anti-estalinista. ¿Qué Lenin debemos resaltar? ¿Qué costado, qué momento de la historia bolchevique precisamos destacar? ¿El que supo aprender de las masas en los soviets, el de la intransigencia en los fines perseguidos y flexibilidad táctica y organizativa, el de la astucia y perspicacia en los momentos críticos de la toma del poder? ¿El Lenin libertario del Estado y la Revolución, y el que denuncia las tendencia a la burocratización del partido al final de su vida? O por el contrario aquel que desprecia durante meses los soviets de 1905, de las expulsiones del extremismo bolchevique de 1910, el que avala la separación de líderes alemanes o italianos en la Internacional Comunista y prohíbe las fracciones y los grupos en los terribles y excepcionales días de 1921? ¿El democrático y pluralista revolucionario o el monolítico y autoritario conspirador? Los héroes míticos se encuentran sólo en el género de la literatura fantástica, no en el de la historia viva. Encontraremos rastros de ambas perspectivas, fruto de las contradicciones y vicisitudes de la historia de aquel período. Pero en la medida en que encaramos un balance, una evaluación de su legado, no es posible hacerlo mediante sumas y restas. Sobre todo porque la recuperación histórica está impregnada de lucha teórica y política. ¿Fue el bolchevismo, como método, cómo sistema político, un movimiento monolítico, sectario y organizativamente implacable? Nuestra respuesta es que no, aunque Lenin haya atravesado períodos monolíticos y sectarios.
En el campo de las corrientes revolucionarias anti-estalinistas, la experiencia del bolchevismo ha sido el fundamento teórico y práctico de la construcción de sectas sin conexión con las masas y con las corrientes y tendencias socialistas, basados en un centralismo democrático formal y monolítico; una concepción más próxima a la escuela de Amadeo Bordiga en la Italia de la primera posguerra que a la experiencia esencial de la corriente bolchevique y del comunismo europeo luego de la revolución rusa.
No hay, como en la mitología, un «monstruo de mil cabezas», aunque en este caso diversas facetas a la luz de las cuales es posible extraer las más dispares conclusiones teóricas y prácticas. Debemos saber si en la experiencia práctica del bolchevismo y en las concepciones políticas de Lenin podemos encontrar una dominante política de masas, pluralista y libertaria que nos ofrezca no un modelo, ni alguna fórmula, sino elementos y experiencias que nos sirvan para acometer los desafíos que el socialismo revolucionario tiene por delante.
Nosotros vamos a rescatar al político socialista que aspira a construir un auténtico partido revolucionario de la clase trabajadora, no una secta auto-celebrada; al revolucionario que no se ata a ninguna fórmula universal, fuera del tiempo y lugar, ni cae en el normativismo abstracto, sino que persigue sus fines mediante el análisis concreto de la situación concreta y utiliza para ello las herramientas y las materias primas que tiene a disposición. Al creador heterodoxo que piensa con su propia cabeza y destroza todo lo establecido si es necesario, abandonando a su suerte a los ‘monasterios socialistas’ donde muere toda posibilidad de revisión crítica del dogma establecido.
Pero pongámonos de acuerdo, no es este el Lenin que sobrevive entre la mayoría de los militantes revolucionarios que hemos atravesado el desierto de las últimas dos décadas. El espectro de Lenin pareció abonar más nuestro propio aislamiento y doctrinarismo, en un período en el que parecía que sólo podíamos remitirnos a manuales y recetas del pasado, más que a construir por nosotros mismos los instrumentos teóricos necesarios sobre la base de la nueva realidad social y política. La izquierda política argentina está más huérfana que nunca de una revisión crítica y científica del mundo en que vivimos, tan distinto social y políticamente del que conocieron y criticaron Lenin y Trotsky.
Este Lenin de «fin de siglo» puede aparecer como una barrera de defensa ante la deserción y la moda antimarxista, aunque no es suficiente adversario, puesto que expresa sobre todo el debilitamiento y la crisis del movimiento socialista revolucionario, golpeado por las derrotas y el retroceso inaudito de la experiencia socialista en la conciencia de las masas.
Quizá ahora, en el nuevo período que lentamente parece comenzar a despuntar, parece más oportuno la tarea de sanear y redescubrir las aportaciones de la experiencia del bolchevismo y la Internacional Comunista, en vistas de la apuesta activa y militante hacia una recomposición teórica y política del socialismo revolucionario.
Parte 2: Mito y realidad del «leninismo»
El mito del «partido bolchevique»
Una característica esencial de muchas corrientes de posguerra fue la adopción del leninismo como ideología de lo que denominamos el proto-partido, es decir, un núcleo de revolucionarios que piensan poseer un auténtico partido, que con su programa definitivo y organización acabados sólo les resta, mediante ‘una política justa’ estrechar el abismo que existe entre ellos y las masas. Esta evolución del organismo embrionario hacia la plena madurez atraviesa períodos inexorables: nace como grupo o círculo, se desarrolla a un segundo nivel como «grupo de propaganda» y si logra atravesarlo eficazmente ya se puede auto-titular como un «partido de vanguardia». En el medio pueden darse formas inacabadas o transicionales, para el caso un «grupo de propaganda con influencia en la vanguardia» o alguna otra denominación. En todos los casos la aspiración es llegar a ser un «partido con influencia de masas». Para los más «sofisticados» esto no podría llegar a darse «linealmente», sino mediante «avances y retrocesos», es decir mediante «rupturas» (depuraciones de los elementos de oposición no digeribles por la dirección) y «fusiones», es decir la unidad de otros grupos e individuos que ingresan a la corriente revolucionaria (en la mayoría de los casos «rompiendo con sus antiguos dirigentes» y eventualmente «girando a la izquierda», es decir hacia las «posiciones revolucionarias» propias).
Para algunos esto puede ocurrir gracias a la crisis capitalista permanente que empuja a las masas en su propia dirección. Para otros se consuma definitivamente en la tribuna de los soviets. En cualquier caso esto exige que, como lo describió agudamente Hal Draper, el mini-partido, hasta que las masas ‘lo encuentren», actué como si lo fuera, y consolide estructuras organizativas propias a veces durante décadas. Haciendo una revisión de los grupos revolucionarios de la posguerra en 1970 Draper escribió que: «hay una falacia fundamental en la idea de que el camino de la miniaturización (imitando un partido de masas en miniatura) es el camino al partido revolucionario de masas. La ciencia prueba que la escala en la que vive un organismo vivo no puede cambiarse arbitrariamente: los seres humanos no pueden existir a la escala de los liliputienses o los brobdingagenses, pues sus mecanismos vitales no podrían funcionar. Las hormigas pueden cargar 200 veces su propio peso, pero una hormiga que midiese seis pies no podría levantar 20 toneladas, incluso aunque pudiera existir en algún monstruoso modo. En la vida organizativa, esto también es cierto. Si se intenta crear una miniatura de un partido de masas, no se consigue un partido de masas miniaturizado, sino un monstruo. La razón básica es la siguiente: el principio vital de un partido revolucionario de masas no es simplemente su programa completo, que puede copiarse sin más que un activista mecanógrafo y puede ser ampliado o reducido como un acordeón. Su principio vital es su involucramiento integral como una parte del movimiento de la clase obrera, su inmersión en la lucha de clases no por la decisión de un Comité Central, sino porque vive en ella. Este principio vital no puede imitarse o miniaturizarse; no se reduce como un dibujo animado ni se encoge como una camisa de lana. Como una reacción nuclear, este fenómeno se produce únicamente cuando existe una masa crítica, por debajo de la cual el fenómeno no es menor, sino que desaparece» (Hal Draper, 2003) . Esta idea da en el centro de la concepción según la cual se tiene un partido por el simple expediente de poseer un programa e incluso una tendencia de revolucionarios, hipostasiando el Que Hacer e independizando las estructuras partidistas del movimiento real de las masas y olvidando que un partido es tal cuando su existencia depende de fuerzas sociales e históricas. Esta idea evolucionista vulgar está en la raíz de la concepción facciosa del partido, cuya máxima expresión es el mini-partido, concepto que definió y hemos tomado de Draper. Esto no implica, sin embargo, adoptar un curso invertido, es decir, abandonar todo intento de construcción partidista a las fuerzas contingentes de la historia. Esto lo llevó a Draper en el mismo texto a dibujar un Lenin literato y al bolchevismo sólo como un círculo de ideas, y aunque en parte la Iskra cumplió ese papel, es imposible reconstruir la historia del bolchevismo sobre la base del Lenin literario, del escritor revolucionario o incluso de la dirección por ideas, que podría corresponder más a la figura del trabajo de Luxemburgo en Alemania anterior a 1917. La ansiedad de Draper por delimitarse del trabajo sectario de los grupos americanos lo condujo a subestimar al Lenin constructor, es decir, al fabuloso luchador político y arquitecto de tendencias y fracciones. La idea literaria conduce a rechazar incluso la organización de militantes obreros en corrientes políticas, y necesitamos precavernos de esa imagen un poco angelical de la formación del marxismo ruso. Necesitamos, en consecuencia, precisar los límites de nuestra crítica, tanto al mini-partido sectario, como al simple circulo director. Asegurada esta delimitación, el concepto del partido liliputiense y la exigencia de una masa crítica pueden ser de mucha utilidad.
Muchas corrientes que poseen una existencia independiente han buscado por sus propias fuerzas su propia masa crítica, incluso llegando a grados absurdos de miniaturización, en el que mini partidos con un puñado o un par de decenas de obreros han pretendido refundar una tendencia clasista en el movimiento o dirigirse a las masas «por sobre los aparatos», es decir, independientemente de las demás corrientes revolucionarias.
Esta concepción lineal, desde la semilla hasta el árbol, requiere un complemento organizativo, en la delimitación estricta con respecto a los grupos adversarios. En el micro-partido, la unidad ideológica debe ser absoluta, sin fisuras. ¿No había expulsado Lenin a los Otzovistas por rechazar el dudoso materialismo dialéctico que defendían Lenin y Plejanov en 1910, acusando a la oposición izquierdista de misticismo? ¿No se debía extraer de la experiencia bolchevique la idea de que no se podía tener contemplación para quienes se «desviarán un milímetro en la teoría»?
Las fronteras organizativas, son por lo tanto fundamentales, puesto que «delimitan» los revolucionarios de los centristas y reformistas, separación que se establece no en la realidad viva de la revolución, en los momentos decisivos, sino que se formaliza mediante divergencias programáticas o a veces incluso en cuestiones menudas, de tradición o simplemente de aparato.
Esta tensión real de los períodos no revolucionarios, hace de las sectas revolucionarias factores de continuidad programática y política del socialismo revolucionario, cuando las masas carecen de conciencia de clase y son indiferentes incluso a la participación política. Pero ellas caen a menudo, como ocurre en la actualidad, en la degeneración sectaria más palpable al transformar la situación de aislamiento en una condición de desarrollo partidario y el sectarismo es identificado con la claridad de doctrina.
Cómo nació la fracción de Lenin
Cuando Lenin entabló la lucha por constituir un partido socialdemócrata de toda Rusia no lo hizo separado del movimiento socialista real. Luchó contra la tendencia economicista, puesto que ningún partido político podría fundarse sólidamente sobre la base de la subestimación de la lucha política o lo que es peor depositando las tareas políticas contra el régimen zarista en los líderes de la burguesía liberal. En segundo lugar batalló contra las tendencias disgregadoras de los círculos locales y regionales que carecían de un horizonte político mayor. Esa unidad no podía hacerse legalmente y por lo tanto la condición para la existencia de un partido tal era la clandestinidad y una dirección exterior en Europa, un periódico centralizador, revolucionarios profesionales y células dirigidas desde arriba para impedir o limitar el accionar policiaco del régimen. Aquellos que quieren dar la visión de que los bolcheviques se separaron de los mencheviques en 1903 sobre cuestiones programáticas o incluso de divergencias estratégicas ocultas bajo la polémica de los estatutos, no alcanzan a explicar los acuerdos programáticos fundamentales a los que habían llegado todas las tendencias reunidas en dicho congreso o el hecho de que Plejanov y todo el viejo grupo dirigente de Iskra tuvo unanimidad de criterios frente a los economistas. En el prefacio que Lenin escribió con motivo de una compilación nunca aparecida titulada 12 años, afirma que «antes de la revolución, el Partido socialdemócrata se había elaborado un programa, aceptado formalmente por todos los socialdemócratas, y, aunque introducía en este programa modificaciones, no se escindía por cuestiones programáticas» (Lenin, 2004, Pág. 10).
Es verdad que el primer capítulo del Qué Hacer denuncia el oportunismo de Berstein y de la llamada ala revisionista. Pero esta denuncia es compartida por la mayoría de los socialdemócratas rusos, incluidos la mayoría de los que posteriormente serán denominados mencheviques. En los hechos Lenin al perder la mayoría de Iskra y emprender la tarea del Pravda, no estaba pensando en un ‘partido aparte’ sino en un circulo directivo del periódico que centralizara la labor política de los comités socialdemócratas en toda Rusia. Su misma fracción, organizada luego de la ruptura con los mencheviques estaba lejos de ser ‘monolítica’, como lo atestiguan los debates posteriores.
Lo paradójico de la situación de 1905 y 1906, es que mientras la fracción bolchevique cambia radicalmente sus formas organizativas, abriendo el partido, la reunificación de 1905 se hace sobre la base de la aceptación menchevique de los puntos estatutarios establecidos por Lenin en su texto de 1902.
Por supuesto se trata, como sostiene Shandro, no de eliminar las bases partidistas de 1902, sino de una adecuación a la nueva situación en la que incorporando las enseñanzas del movimiento espontáneo de masas en su análisis de la lógica político estratégica de la lucha por la hegemonía, Lenin lograría rectificar, mediante una nueva dialéctica concreta, la relación entre la espontaneidad y la conciencia, entre el partido y el proletariado y el campesinado revolucionarios (Shandro, 2002).
La unificación de partido y la lucha de tendencias
Para Lenin la organización común o independiente de las organizaciones de base estaba conectada con las luchas ideológicas del momento. Aún antes de la reunificación de 1906, muchos comités locales y células de empresas formadas por nuevos militantes ingresados en el período revolucionario ya habían establecido por su propia cuenta comités comunes entre mencheviques y bolcheviques. Lo que demuestra que el bolchevismo no era ese fetiche de las células cerradas y disciplinadas al Comité Central ‘delimitadas’ tajantemente de los otros grupos y tendencias.
En el congreso de unificación 1905 veintiséis delegados de la antigua fracción bolchevique, entre los que se cuenta Lenin, declaran que, «a pesar de sus divergencias con la mayoría del congreso, se oponen a cualquier escisión y que continuarán defendiendo sus puntos de vista con el fin de imponerlos dentro del partido» (Broué, 1973a Pág. 58).
Para Lenin la fracción organizada dentro del partido unificado no es el embrión de un nuevo partido sino «… un bloque para aplicar dentro del partido obrero una táctica concreta (Lenin, 1960, Tomo XIII, Pág. 461).
La unidad y al mismo tiempo la existencia de profundas divergencias en torno a cuestiones fundamentales introducía en el movimiento socialista ruso el tipo de alas, característicos del movimiento socialista europeo, lo que para Lenin imponía no restringir a las minorías, sino la necesidad de su existencia: «No puede haber un partido de masas, un partido de clase, sin que se manifiesten con toda claridad los matices fundamentales, sin lucha abierta entre las diferentes tendencias» (Liebman, 1978, Pág. 74). Para él las divergencias, aún las de extrema agudeza, facilitan no sólo la educación política del partido sino incluso lo preservan de excesivas desviaciones, es decir, constituyen un contrapeso político: «Consideramos como una importante conquista ideológica de este congreso el deslindamiento claro y preciso entre el ala derecha y el ala izquierda de la socialdemocracia. Una y otra existen en todos los partidos socialdemócratas de Europa. Desde hace mucho tiempo se vienen perfilando también entre nosotros. Un deslindamiento más preciso entre las mismas, una más clara definición de aquello que origina las disputas, son una necesidad en interés de un sano desarrollo del partido, en interés de la educación política del proletariado y para preservar al partido socialdemócrata de excesivas desviaciones del camino justo» (Lenin, 1960, Tomo X, Pág. 371 y 372).
La colaboración posterior con los mencheviques del partido, se explica por tanto, no sólo como una maniobra táctica, sino también «como reflejo de la convicción, expresada desde 1906, de que ‘hasta la revolución social, la social-democracia presentará inevitablemente un ala oportunista y un ala revolucionaria». Esta es la postura que defiende Inés Armand en Bruselas 1912: «con la única salvedad de los liquidadores, todo social‑demócrata tiene lugar en un partido donde, en Rusia como en Occidente, deben coexistir elementos revolucionarios y reformistas, pues sólo la revolución, en su calidad de expresión definitiva del «desarrollo de la vida política», podrá separarles nítidamente» (Broué, 1973ª, Pág. 76).
La cuestión del partido independiente era para Lenin una cuestión de oportunidad y este sólo podía basarse en un análisis concreto de la situación, pero siempre tratando de conectarse con el movimiento de masas. Cuando en junio de 1909 el ala ultra-izquierdista de Bogdánov, apoyados por varios dirigentes bolcheviques exige un congreso independiente, y la formación de un partido compuesto «sólo de bolcheviques» Lenin lo rechaza categórico e incluso hace un llamado a todos los elementos mencheviques pro-partido a realizar un congreso común.
La cuestión de la formación de un partido independiente propio, con organismos y disciplina propia, más allá de que ese partido tenga 10 militantes o millones, se sigue discutiendo hasta el día de hoy, incluso quizá con más fuerza, puesto que cada una de las fracciones y micro-fracciones se han dado a la tarea de formar un partido, o como dijimos, un proto-partido independiente de las otras tendencias. Pero este criterio de secta, no tiene nada que ver con la forma en que pensaba Lenin la construcción del partido, que se basaba en la flexibilidad táctica, incluso, como veremos más adelante en el período «escisionista» de la Tercera Internacional.
Análisis concreto de una situación concreta
Lo paradójico de la lucha de 1905 ha sido el hecho de que mientras la fracción bolchevique se ha hecho en el campo organizativo más ‘menchevique’ y ‘trotskista’, flexibilizando e incluso en parte abandonando las premisas más radicales del Que Hacer, en las filas de los mencheviques se habían operado cambios en el sentido inverso: organizativamente se volvieron ‘leninistas’, aceptando las tesis del centralismo democrático, mientras que políticamente se volvían permeables a la colaboración con los liberales, llegando a considerar la revolución de diciembre como falsa y equivocada. Quién ha sacado las conclusiones más moderadas al respecto ha sido -criticado incluso por muchos mencheviques- el mismo Plejanov, para quién «la insurrección ha sido un error». Lo que vuelve al caso más paradójico aún es el hecho de que fue el mismo Plejanov el mejor aliado de Lenin en los años que le siguieron hasta 1911, cuando se trató de preservar al partido en el período contrarrevolucionario, tanto de los liquidadores mencheviques que rechazaban el trabajo clandestino como del izquierdismo anti-parlamentarista de la fracción bogdanovista bolchevique. ¿Cómo pudo Lenin formar bloque en el POSDR con quién según él mismo creía «repudiaba veladamente la insurrección» mientras expulsaba de su propia fracción a aquellos que coincidían en lo fundamental con las tesis insurreccionalistas? La explicación parece estar en el hecho de que Lenin no apunta a cuestiones abstractas y programáticas generales (el balance de la revolución), sino a las medidas concretas que repercuten y tienen un valor efectivo, inmediato, tanto para el movimiento de masas como para la socialdemocracia. Lenin apunta a la tarea fundamental, preservar el partido y reforzar tanto el trabajo legal como el ilegal. El acuerdo con Plejanov tiene ese sentido tan característico de Lenin, que nacía de la comprensión de las tareas precisas de determinada etapa histórica y que estructuraban sus coordenadas políticas y su sistema de alianzas.
No era un acuerdo de «principios» generales, ni estuvieron basados en «tesis programáticas» sino en principios específicos, basados en las posiciones pro-partido de Plejanov. Para Lenin se trataba de «…un acuerdo sobre la base de la lucha por el partido y por el partidismo contra el liquidacionismo, sin ninguna clase de compromisos ideológicos, sin ningún ocultamiento de las divergencias tácticas u otras dentro de los límites de la línea de partido». (Lenin, 1960, Tomo XVI, Pág. 96).
Partido orgánico
El bolchevismo como fracción revolucionaria aún cuando era una «insignificante minoría», formaba parte de la vida política de las masas justamente por representar el ala izquierda del POSDR. Para sus dirigentes, era impensable una formación monolítica, sin debates y contrastes en cada uno de los congresos, sin alas y tendencias permanentes.
Su objetivo no es el de desenmascarar y romper a plazo fijo la organización, sino el de imponer sus propias ideas y métodos al conjunto del partido. En ese sentido no hay ni rastros de lo que después se conocería como la «táctica entrista», que reconoce por anticipado su contenido exterior y conspirativo.
Los durísimos choques entre fracciones y corrientes de la socialdemocracia constituían una forma del metabolismo político del socialismo ruso, puesto que cuando no había acuerdos o fuerzas suficientes para definir en forma definitiva un curso de acción a favor de una o otra postura, era la lucha de grupos y su contraste con la lucha de clases real la que permitía algún curso de acción definido.
La capacidad del bolchevismo de volverse una corriente genuinamente popular se debe, no solo a la «corrección de la política», sino a que eran parte del partido que las masas veían como propio, es decir, que poseían una tradición y un enraizamiento en la cultura política de las masas que no puede suplantarse por ninguna táctica de «desenmascaramiento» y de delimitación con las alas oportunistas, por más justa que sea desde el punto de vista de los principios. Ese elemento de tradición es fundamental porque marca una continuidad entre dos períodos reaccionarios y preserva en la memoria de las masas la identidad política que un partido revolucionario, hoy virtualmente proscrito y desaparecido en la vida política nacional, emerge mañana con la fuerza de un volcán. En la historia del movimiento socialista este proceso ha sucedido con frecuencia, como se pudo comprobar con el auge socialista luego que se levantaran las leyes antisocialistas de Bismarck en Alemania a fines del siglo XIX y en una escala mayor con el Partido Comunista Italiano dominado por los estalinistas, que de la virtual desaparición bajo el gobierno de Mussolini, emerge como el gran partido dirigente de la resistencia, ganando a cientos de miles de nuevos militantes en pocos meses. El concepto de partido o fracción orgánicos puede servir para clarificar la diferencia esencial que existe entre un grupo aislado de revolucionarios para los cuales es fundamental encontrar un camino a las masas, o una fracción o partido conectada con la tradición y las aspiraciones por lo menos de un sector de la clase obrera y los explotados. El número por supuesto es fundamental, pero no lo decisivo. Esta cuestión que parece crucial habría que estudiarla de acuerdo a las particularidades de cada una de las formaciones nacionales.
Monolitismo y régimen de partido
Detrás de la «homogeneidad ideológica» y la «unidad política», se ha querido ver una corriente bolchevique sin fisuras, un partido que siempre vota por unanimidad. En este espejo se miran muchas organizaciones de la izquierda revolucionaria.
No hay nada más lejos de la realidad que esta versión estalinizada del bolchevismo. Aunque en el terreno de las corrientes anti-estalinistas siempre se ha luchado contra el autoritarismo y el despotismo político de los partidos comunistas, en el régimen interno se tendió a repetir el monolitismo y unanimidad políticas características. Aunque se reconoció formalmente en sus estatutos las garantías democráticas y los derechos a formar agrupamientos especiales, en los hechos las desavenencias terminan en expulsiones o rupturas, en nombre de la lucha contra el oportunismo o las desviaciones pequeño burguesas, mientras que esos estatutos y garantías no tienen más solidez que la interpretación de la dirección oficial. Salvo alguna que otra excepción, el funcionamiento corriente de los grupos y sus direcciones se garantiza mediante la unanimidad no sólo en cuestiones de táctica, sino incluso en lo que respecta a la teoría, las previsiones económicas y el carácter de los gobiernos, las situaciones y en algunos casos hasta en cuestiones de arte, moral y ciencia.
Desde la crisis del movimiento comunista en los años ’30, las corrientes revolucionarias han tendido a reproducir estas prácticas. A falta de un movimiento revolucionario de masas auténticamente popular, los grupos deben reproducir en su propio interior condiciones revolucionarias intelectuales y morales que no existen en la realidad. Gramsci había dicho que toda asociación política necesita de cierta ética común compartida por sus miembros. Pero destacaba la diferencia sustancial entre el partido político y lo que él denomina mafia o familia. Mientras que en la mafia la comunidad que los une se vuelve un fin en sí mismo, porque el interés particular se pone como interés universal, confundiendo la ética y la política, el partido como intelectual colectivo no se concibe como algo definitivo, sino como un medio y en consecuencia expande sus intereses hacia diversos grupos sociales, es universalista y aunque sus miembros comparten determinada ética, ella no se confunde con la política, como ocurre en los lazos de familia (Gramsci, 1955). Es la crítica y la batalla de ideas la que se impone y no la fidelidad a los lazos de la «comunidad de los que participan». Esa es la explicación concomitante de que la figura del jefe y su autoridad como argamasa de la familia o comunidad sea fundamental. La cohesión interna descansa en la estabilidad del dirigente, frente al cual el cuestionamiento y la oposición se perciben como destructoras no de tal o cual liderazgo, sino de la organización y del colectivo mismo. Todo grupo marxista aislado de las masas corre el riesgo de volverse particularista, pero tampoco aquí existe alguna ley fatalista e inevitable y la cultura política y la concepción de la relación entre los fines y los medios ejerce influencia en la política práctica.
Este fenómeno social no hay que confundirlo con el más amplio y abarcativo proceso de burocratización de las estructuras de la sociedad moderna, y mucho menos aún con la separación entre representado y representante desde Hobbes a nuestros días. Que este impulso está inscripto en toda institución sumergida en la sociedad clasista es un hecho incuestionable incluso para aquellos anarquistas y autonomistas que pretenden el ejercicio de la horizontalidad, pero que inevitablemente fracasan en impedir la formación de jerarquías o liderazgos en sus propios movimientos. En ese caso se trata de decidir si esos liderazgos inevitables en toda sociedad política, estarán sometidos a la voluntad colectiva y autoorganizada o si se ejercerá más allá de la misma. En ese sentido la organización centralista democrática, en tanto conduce al equilibrio dinámico entre la decisión colectiva y la eficacia práctica, aún no ha sido superada.
En el micro-partido el progreso de la organización descansa en la estabilidad del poder del liderazgo. Es ese factor el que impide traspasar las barreras invisibles del formalismo estatutario y por el cual toda tentativa de cuestionamiento efectivo se hace insoportable e incluso es considerado con sospecha y desconfianza, hasta que la lucha abierta transforma a la oposición en un factor inasimilable. Sólo el choque de las más diversas tendencias revolucionarias, expresando los matices ideológicos y políticos que nacen como expresión de una realidad muy compleja puede ser efectivo para contrarrestar los liderazgos despóticos en las pequeñas corrientes de conducción única, pero aún así, la experiencia demuestra que hace falta una voluntad y concepción política que faciliten un régimen político de partido y no de camarilla. En ese sentido el régimen está en conexión íntima con el contenido político, determinando la distancia que separa al partido orgánico del micro-partido.
A su vez esta distinción puede servir para deslindar la labor partidista de Lenin. El bolchevismo rara vez ha padecido el unicato y la unanimidad, puesto que tanto en su propia fracción como al interior del POSDR formó parte del arco iris de agrupamientos y tendencias políticas que germinaron al interior del socialismo ruso y europeo.
Es verdad que también Lenin se ha salido con las suyas en la mayoría de las oportunidades, y sobre todo en los momentos decisivos. Sin embargo ha sido minoría no sólo dentro del POSDR sino también en la misma fracción bolchevique, algo impensable para la dirigencia de los grupos actuales y desconocido por las nuevas generaciones de militantes socialistas. Ya hemos visto que la reunificación de 1906 lo dejó en minoría en las filas del POSDR, pero también dentro de la organización bolchevique, por ejemplo a propósito del boicot a la Duma. Cuando Lenin decide dar lucha contra los «otzovistas» antiparlamentarios y anti-legalistas se encontró con una oposición considerable dentro de su propia fracción. Aunque la conferencia de París de agosto de 1909 se saldó con el triunfo de las posiciones de Lenin, no hubo una sola votación en la que no se hayan registrado votos contrarios y muchas abstenciones. (Woods, 2003, Pág. 398). En este período encuentra mayor oposición en su misma fracción que entre los delegados letones y polacos. Sus antiguos y más estrechos colaboradores eran otzovistas y una gran cantidad de otros dirigentes de importancia, como Kamenev eran «conciliadores», es decir, no estaban dispuestos a encabezar la lucha «filosófica» contra los izquierdistas y se inclinaban por alcanzar acuerdos dentro y fuera de la fracción. En relación a la búsqueda de recomponer la unidad partidista ya casi rota en los hechos «Trotsky estuvo realmente a punto de conseguirlo. Muchos dirigentes bolcheviques estaban de acuerdo con él en la cuestión de la unidad (…). Los bolcheviques Rojkov y Noguín eran conciliadores. (…) Así eran Zinoviev y Kamenev. La popularidad del periódico de Trotsky entre los trabajadores en Rusia hizo que varios dirigentes bolcheviques se declararan a favor de la utilización del Pravda para conseguir la fusión de los bolcheviques con los mencheviques pro-partido. En la reunión de París del Comité de Redacción de Proletari, Kamenev y Zinoviev, ahora estrechos colaboradores de Lenin, propusieron cerrar definitivamente Proletari y que Pravda se convirtiera en el órgano oficial del Comité Central del POSDR. Tomsky y Rikov también apoyaron esta postura. La propuesta fue aprobada con la oposición de Lenin.» (Woods, 2003, Pág. 413). A principios de 1910 Lenin vuelve a perder frente a las tendencias unitarias y a la reorganización conjunta de la dirección en Rusia con elementos mencheviques, operación encabezada por Noguín, y que expresaba una tendencia a la unidad en el seno de los trabajadores, que Lenin cree obligado a contrabalancear en una irreductible lucha contra lo que denominaba conciliacionismo. Incluso, a pesar de las amargas protestas de Lenin los bolcheviques decidieron entregar sus fondos financieros en tenencia a una comisión de la Internacional Socialista a petición de los mencheviques, a favor de un último intento de unidad. Puede decirse que hasta 1912, cuando fracasan las propuestas de unificación y Plejanov se aleja del bolchevismo, las vacilaciones de Lenin en relación a la unidad lo colocaron en una lucha sorda y muchas veces en minoría. Lo mismo puede decirse frente a la cuestión del poder y el gobierno de los soviets desde febrero de 1917, y luego de la revolución ante la paz de Brest Litovsk en 1918 en la que la dirección bolchevique se divide en tres tendencias distintas, la cuestión de los sindicatos frente a Trotsky y Riazanov, la guerra de Polonia, el problema nacional y muchas otras cuestiones, algunas de vida o muerte para la revolución. El partido monolítico ha sido un mito, y la «unidad» en torno a la «línea de partido» y la «disciplina de hierro» transformadas en caricaturas con la estalinización de la Internacional comunista permanecieron como tradición de todo el movimiento comunista posterior.
Balance provisorio
Liebman asegura, en su documentado trabajo, que el inicio de la reacción luego de la derrota de la revolución hacia 1907 le impone a Lenin, por el peso de la realidad, un curso cada vez más sectario, autoritario y monolítico. En los hechos el bolchevismo vuelve a las fuentes de Qué Hacer, impulsado por el período de reacción, la clandestinidad, el hiper-centralismo y con él las expulsiones, la intransigencia desmedida y los métodos inaceptables. Liebman afirma que el período de descomposición, fraccionamiento, deserciones y suicidios impusieron a Lenin una vuelta al partido monolítico como única manera de sobrevivir. «Lenin no reconoció derechos reales en el seno del partido a ninguna de esas corrientes. Más bien al contrario, surgió un primer intento de imponer en el partido una línea rígida y de introducir el monolitismo. Las excomuniones sucedieron a las diatribas y algunos procedimientos, que los herederos del leninismo iban a imponer y llevar hasta el paroxismo, tienen su origen en este período en que el partido leninista naciente se redujo a una secta». (Liebman, 1978, Pág. 80). Estos rasgos característicos, para Liebman, del sectarismo, «eran la consecuencia de una realidad objetiva: después de su período de expansión y de apertura, la organización leninista, volviendo a sus postulados del principio y acentuándolos reafirma los principios de centralización y clandestinidad de antes de la revolución de 1905». (Liebman, 1978, Pág. 80).
A pesar de todo, incluso bajo el período de retroceso y descomposición, las luchas de tendencia no dejaron nunca de existir, y sería difícil asimilar la tradición del bolchevismo a muchas corrientes actuales que no han visto o han eliminado de un plumazo cualquier agrupamiento interno, a veces durante más de 20 o 30 años.
No se trata de negar los excesos de Lenin en el período contrarrevolucionario e incluso su justificación doctrinaria. Así, la lucha filosófica contra la extrema izquierda parece desde hoy un exceso, no por la evaluación que tenemos de su libro Materialismo y Empiriocriticismo, que parece hoy francamente más materialista que marxista[7], sino porque instaló el debate entre filosofías en el centro de la lucha fraccional, algo que él mismo juró que deploraba. O por el hecho de que terminó expulsándolos de la fracción bolchevique e insinuando que debían serlo también del POSDR, aún cuando nunca pudo negar sus acuerdos estratégicos comparados, por ejemplo, con lo que tenía con Plejanov. No pueden dejar de mencionarse tampoco los procedimientos posrevolucionarios, fundamentalmente la prohibición de fracciones, aunque no puede dejar de decirse que había sido dictaminada por circunstancias excepcionales, lo cual no deja de ser un error que luego jugaría en contra del mismo bolchevismo asediado por la burocracia policial estalinista. Sin embargo, el hecho de que sus seguidores los han tomado como método permanente parece constituir una ruptura radical con la experiencia y la vida real y efectiva del bolchevismo y del POSDR. Porque en los hechos la vida política del socialismo ruso estuvo plagado de corrientes internas y luchas ideológicas y políticas que fueron una verdadera escuela de masas donde se educó el proletariado ruso.
Debatiendo sobre el régimen interno del partido, Trotsky recordaba que en el bolchevismo «la vida ideológica del partido no podría concebirse sin agrupamientos provisionales en el terreno ideológico. Hasta el momento todavía no ha descubierto nadie otra forma de proceder; quien ha intentado hacerlo sólo ha logrado demostrar que su receta no servía más que para sofocar la vida ideológica del partido» (Trotsky, 1977, Pág. 220).
Fue el mismo período intenso de la lucha de clases, dos revoluciones en menos de 13 años, ascenso y caída de las luchas y las huelgas, la diversidad de los métodos de lucha y la sofisticación de la política socialista del momento la que alimentó la amplia democracia interna y la disputa abierta de ideas en el movimiento socialista. Incluso después de la toma del poder las luchas internas fueron dramáticas y a pesar de la prohibición de fracciones jamás dejaron de formarse distintos agrupamientos. El último bloque formado por Lenin tuvo como socio a Trotsky, unidos contra las tendencias crecientes de Stalin y su camarilla al centralismo gran ruso y al burocratismo (Lewin, 1970, Pág. 50), así como frente a la política de comercio exterior (Deutscher, 1970). Sólo con la muerte de Lenin y el ascenso de la camarilla estalinista se consuma la teoría del partido monolítico y sólo la bolchevización posterior impuso la regimentación de todos los partidos comunistas bajo dirección del PCUS.
Parte 3: Mito y realidad de la Internacional Comunista
La idea de que luego de la revolución rusa y la primera guerra mundial hemos entrado en la época de guerras y revoluciones es el fundamento de la política inmediata de la Internacional Comunista, basada en la idea de la inminencia de la revolución. Esta percepción inspiró a los partidos comunistas nacientes a una lucha implacable contra los viejos partidos reformistas y a denunciar a las formaciones intermedias o centristas, en la creencia de que sólo la más radical intransigencia respecto a las viejas organizaciones, podría forjar partidos que se dirigieran a la lucha por el derrocamiento del orden burgués y no, como lo había revelado la experiencia alemana, hacia su preservación. Esta experiencia, impulsada por los efectos de la revolución rusa, empujó por primera vez a los más decididos revolucionarios a abandonar las formaciones consideradas reformistas y centristas, para constituir, iluminados por el desafío inmediato de hacer la revolución en Europa, organizaciones independientes.
En la base de la fundación de la Internacional Comunista están las 21 condiciones, que exigían la ruptura con el reformismo y el semi-reformismo y el centralismo internacional. Se pensaba una organización para el combate inmediato, quizá algunos meses, en los que la lucha revolucionaria decidiría no sólo la suerte de Europa occidental sino también de la joven revolución rusa. Es este mismo modelo, extrapolado de la experiencia de principios del siglo XX, en el que han abrevado los grupos que han defendido su propia existencia independiente, aún sin ser partidos. Así, de muchas premisas y caracterizaciones justas se han extraído, por la vía del exceso, conclusiones temerarias, entre ellas el monolitismo, la uniformidad ideológica estricta, la disciplina centralista más rigurosa bajo condiciones no revolucionarias, etc. De aquí en más el partido revolucionario nacería de una minoría firme y devota a la doctrina, basada en tácticas justas dirigidas a derribar a los partidos obreros competidores.
El ascenso del estalinismo, la expulsión de la oposición del PCUS y de la Internacional Comunista, y la derrota de la clase obrera alemana, que empuja a Trotsky a la formación de corrientes independientes desde 1933, ha fortalecido la idea de la independencia organizativa de pequeñas corrientes separadas entre sí y respecto al movimiento real, puras y homogéneas, que han degenerado en muchos casos en sectas más preocupadas en su auto-preservación que en el progreso real del movimiento revolucionario entre las masas.
Para algunas corrientes trotskistas es posible incluso reconocer que el bolchevismo no fue el fruto de una secta inspirada por Lenin, sino que nació del movimiento real del socialismo ruso, aunque luego de la guerra y la revolución, toda corriente revolucionaria, para ser tal, debe asegurarse antes que nada su propia independencia. Un «partido con alas» tal como surgió en Rusia ya no sería posible. Si en la época de Marx los revolucionarios podíamos ser «el sector más avanzado de la clase trabajadora» pero permanecer en la misma internacional con Proudhon y Bakunin, ahora, que el reformismo es el producto sociológico de la extensión de la aristocracia obrera y no sólo una consecuencia de divergencia ideológica, esto se vuelve imposible. Esta nueva época exige la creación de un partido revolucionario deslindado de toda impureza, y en el que se requiere vigilancia para separar toda tendencia que se desvíe de la «línea de partido».
Antes de hacer un racconto de la experiencia de la IC es necesario decir unas palabras sobre la teoría de la aristocracia obrera. Efectivamente Lenin había acuñado ese término para describir las condiciones económicas y sociales que habían alcanzado algunas capas del proletariado desde fines del siglo XIX, privilegios que le eran asegurados por la burguesía imperialista de los países centrales a costa de la explotación colonial. Este fue el argumento central para explicar la traición la de dirección socialdemócrata en Europa durante la guerra. La misma apunta al desarrollo de esta capa socia del capital por intereses materiales y no por sumisión ideológica. Lenin preveía que la lucha de clases facilitaría el pase de la mayoría del proletariado a las filas comunistas dejando en minoría política a las tendencias reformistas que eran a su vez una minoría social privilegiada. Salvo algunas excepciones esto no sucedió y la teoría de la aristocracia sirvió más como propaganda política y denuncia, que como explicación científica. Aunque esas capas privilegiadas de aristocracia obrera existieron incuestionablemente, la teoría poseía déficits importantes ya que no lograba explicar el apoyo duradero de la mayoría de la clase obrera a las políticas reformistas. En países como Inglaterra, EEUU, y muchos otros de Europa, las masas más explotadas nunca lograron alcanzar un estado de independencia espiritual y político respecto a la burguesía. En otros con tradición revolucionaria como Francia y Alemania a mediados de la década del ’20 se percibe un nuevo crecimiento de los partidos reformistas a costa del comunismo. No se trataba de un fenómeno minoritario y pasajero, una borrachera pacifista y democrática, sino que estaba expresando una tendencia más profunda que anclaba en los procesos de cambio y recomposición capitalista que comienzan a darse desde fines del siglo XIX, que se expresaron en la sindicalización masiva, la extensión del sufragio universal, las políticas de integración en cuestiones arbitraje laboral y contención social entre otros. Aquí no podemos extendernos más sobre este punto, salvo la de mencionar que la teoría de la aristocracia obrera sirvió para darle un fundamento material a la separación de partidos y dar por finalizada la experiencia previa de partidos de masas con alas. Esta concepción que el leninismo siguió sosteniendo durante décadas, fue sin embargo cuestionado en la práctica misma por Lenin, quién en los hechos comprendió que el fenómeno de la aristocracia no parecía ser pasajero y que había que replantearse las tácticas políticas de acuerdo a la nueva situación de relativa estabilización capitalista y de un comunismo todavía minoritario, cuestión que encarará en el tercer y cuarto congreso de la IC. Como fuere que sean los fundamentos para construir partidos sin tendencias políticas, la vida real del comunismo de posguerra desmiente cualquier teoría monolítica de partido.
El pluralismo de la tercera internacional durante sus primeros años
Aunque el balance de tal o cual suceso puede inspirar dudas y cuestionamientos, cotejamos que los primeros años de la IC abruman por el tipo, la calidad y la cantidad de debates y posiciones que se expresaron en los partidos nacionales y en los congresos internacionales.
Tomemos el ejemplo clave de la experiencia de la Comintern, el Partido Comunista Alemán. Luego de la debacle patriotera del partido socialdemócrata, y como consecuencia de la lucha política establecida al interior del USPD, se funda, en enero de 1919 el Partido Comunista de Alemania. Este agrupamiento era verdaderamente muy minoritario, aunque poseía el prestigio que le daba la imagen popular de Liebknecht y figuras descollantes aunque marginales como Rosa Luxemburgo. Pero este partido, si se le podía dar este nombre a una formación que agrupaba apenas a algunos miles de miembros, no se parecía en nada a las pequeñas agrupaciones actuales. En primer lugar emergieron como corriente separada desde el interior del partido socialdemócrata en el que participaron como dirigentes importantes durante años. Liebknecht en particular era un personaje reconocido por las masas alemanas por su valiente actitud ante la guerra. Muchos de sus cuadros y militantes construyeron durante años corrientes de izquierda al interior de la socialdemocracia y dieron batalla a las posiciones derechistas de los sindicalistas y del revisionismo teórico de Berstein. A principios de 1919 son formalmente sólo dos organizaciones, la Liga Espartaco y los Comunistas Internacionales de Alemania, quines se unen para fundar el Partido Comunista. En ellas cristalizan toda una serie de grupos izquierdistas que tanto por fuera como al interior del socialismo independiente batallaron por un gobierno de los consejos obreros. Al interior de los Comunistas Internacionales se reunieron los «radicales de Bremen» y otro grupo del mismo nombre pero independiente de ellos con influencia en Berlín, a los que se suman el grupo radical de Hamburgo y los restos del grupo Berlinés de Borchardt, encabezados por el joven escritor Werner Moller (Broué, 1973b, Pág. 240). Por su parte los Espartaquistas eran aún un grupo muy laxo con un centro político encabezado por sus figuras principales y un periódico, el Die Rothe Fahne, mientras que aglutinaba un conglomerado heterogéneo de grupos locales. En su interior han tenido divergencias profundas sobre la oportunidad de ruptura con el USPD, a la que eran reticentes tanto Luxemburgo como Leo Jogiches. En ambos grupos coexistían con los izquierdistas que impusieron una orientación boicotista frente a la asamblea constituyente, con la abierta pero minoritaria oposición de Luxemburgo, Paul Levi y otros. Para fundar el PCA con la velocidad exigida desde Moscú los espartaquistas han debido abandonar a toda una serie de grupos de izquierda que permanecían dentro del USPD. Su máxima representante es Clara Zetkin quién se mantiene en acuerdo con Luxemburg. Agreguemos el sector de los delegados del Consejo Obrero de Berlín, encabezados por los delegados revolucionarios, sobre todo de las fábricas metalúrgicas, representando a miles de obreros organizados y actores claves de la revolución de noviembre. Como grupo aparte, estaban dispuestos a conformar el nuevo partido a condición de que éste participe de la asamblea constituyente, de que los espartaquistas abandonen el método puchista y se les conceda una participación importante en la elaboración del programa (Broué, 1973b, Pág. 262-263). A pesar de las negociaciones estas no prosperan y sellarán el aislamiento del naciente Partido Comunista del movimiento obrero real. Aún así la nueva formación es saludada por anticipado por un Lenin que no conoce los debates del congreso y que considera la fundación del partido, el dato clave para la constitución de la Tercera Internacional. Este conglomerado de grupos y corrientes estaban lejos de compartir un balance común sobre la experiencia soviética de Rusia o sobre los caminos de la revolución alemana. Aún así, este puñado de grupos revolucionarios no alcanzaba para fundar una auténtica representación de la clase trabajadora alemana. Sólo la posterior ruptura del mismo USPD (cuya ala izquierda estaba compuesta según algunos historiadores por más de 350 mil militantes), y su afiliación a la Tercera Internacional dos años más tarde, fusionándose con los viejos elementos espartaquistas y radicales, da origen a un verdadero partido comunista de masas. Ello ocurrió en el histórico congreso de Halle, en el que Zinoviev arengó a los delegados por más de 4 horas y persuadió a su mayoría de afiliarse a la Comintern y fusionarse con el PCA.
En resumen, la historia de la formación del PCA no resiste la visión de un pequeño núcleo, una secta de revolucionarios fervientes con un programa acabado y haciéndose con la mayoría de la clase obrera mediante tácticas adecuadas. Es cierto que la unidad de los grupos radicales salidos desde 1914 de la socialdemocracia pudieron aglutinarse gracias al enorme respeto que inspiraba la revolución rusa y la persuasión que su dirección ejercía, pero este hecho expone más claramente aún el contraste entre el proceso real de formación de los partidos de la tercera internacional y la doctrina del «mini partido» que se pretende heredera de los partidos de la tercera internacional.
La lucha de tendencias en las secciones de la Tercera Internacional
Otros casos difieren del alemán por su génesis y por la situación planteada en sus respectivos países. En Inglaterra no existía una situación revolucionaria. El imperio británico, a diferencia de Alemania resultó victorioso de la primera guerra mundial y ella contribuyó, si lo observamos en perspectiva histórica a la estabilidad política y la integración política y económica de la clase obrera, fenómeno que ya habían descrito en el siglo XIX Marx y Engels. Aún así el período del «malestar obrero» entre 1910 y 1914 presenció un auge sin precedentes de la protesta y las huelgas obreras, radicalizando la militancia sindical. En ese período (1911) «la federación socialdemócrata, reforzada por otros grupos de izquierda, se había convertido en el Partido Socialista Inglés» (Cole, 1969, Tomo III, Pág. 217-219). Mientras tanto «El pequeño y muy enérgico Partido Laborista Socialista, empezaba a extenderse desde la región de Clyde a algunas ciudades inglesas, especialmente del norte» (G. D. H. Cole, 1969, Tomo III, Pág. 217). A su vez fue la época en que el Sufragismo Militante Femenino cobra fuerza, de la que nacerá la Federación Socialista de Trabajadores de Sylvia Pankhurst. No es sino al influjo de la revolución rusa que se fundará en 1920 el Partido Comunista británico, también este como un conglomerado de corrientes y grupos de la izquierda del partido Laborista y del Laborista Independiente. Será sin embargo el Partido Socialista Inglés el eje articulador de la nueva formación, donde veremos no sólo los grupos activos mencionados anteriormente previo al estallido de la guerra, sino también la contribución de la Sociedad Socialista de Gales del Sur y los elementos más radicalizados del movimiento de los delegados sindicales de los años de guerra, entre los que se destacan las combativas secciones de mineros del sur de Gales. A ellos se le vinieron a sumar miembros procedentes del Partido Laborista Independiente que pretendían el ingreso del PLI a la Comintern, y un sector de los socialistas gremiales, además de militantes y dirigentes a título personal. Es este abigarrado grupo de corrientes y tendencias dispersas las que se reúnen en torno al ideario de la revolución rusa. Según Hobsbawm las característica sobresalientes de este partido fueron: «a) Que la ultraizquierda se identificó apasionadamente con los bolcheviques. b) que se componía de pequeños grupos enfrentados unos con otros. c) que la mayoría de estos no quería sino convertirse en el Partido Comunista, fuera cual fuera la voluntad de los rusos. d) Que la posición natural y sensata de éstos consistía procurar que surgiera un solo partido unificado» (Hobsbawm, 1978, Pág. 27). Lenin y los rusos persuadieron a muchos de estos grupos reunidos en el PC Británico a permanecer en el Labor Party, impulsar decididamente la política de frente único y mantenerse en los sindicatos laboristas. A pesar de la separación organizativa entre reformista y revolucionarios que se había exigido en otros países mediante la imposición de las 21 condiciones, Lenin sostiene la permanencia del partido comunista junto al resto de la clase trabajadora y pide que no se separe de ella.
En Francia el congreso de Tours ratifica la fundación del PCF, que se constituye sobre la base de dos sectores: los antiguos miembros del Partido Socialista Francés (…) y un grupo variopinto de antiguos anarquistas, sindicalistas y partidarios de la izquierda de Zimmerwald durante la guerra…» (Carr, 1975, Tomo III, Pág. 149). Formado por la mayoría del viejo Partido Socialista, que en sus tres cuartas partes adhieren a la Tercera Internacional y deciden adoptar el nombre de Partido Comunista, está desde el comienzo liderado por Frossard y Souvarine, dos dirigentes que representan a su ala derecha e izquierda respectivamente. Lejos de cualquier ‘unidad ideológica’, las tendencias en lucha no dejarán de disputar la dirección del partido. Sólo el paulatino triunfo del estalinismo pudo eliminar la vida política fecunda del partido francés, que incluso publicó los textos y plataformas de Trotsky cuando este ya era anatema en la misma URSS. En su campaña del año 1924 el remplazante de Frossard, Albert Traint, molesto por la «falta de unidad ideológica» denuncia que el partido está integrado ideológicamente por «veinte por ciento de Jauresismo, un diez por ciento de marxismo, un veinte por ciento de leninismo, un veinte por ciento de trotskismo y un treinta por ciento de confusionismo» y declara que «para hacerlo capaz de dirigir a las masas proletarias y campesinas en las batallas decisivas el partido debía llegar a un cien por ciento de leninismo». Fue justamente Traint el que habla por primera vez en el Quinto Congreso de la «bolchevización» que en Francia significaba no sólo la uniformización ideológica sino también «un reforzamiento de los órganos centrales del partido a expensas de los miembros individuales, y (…) de París a expensas de la provincias» (Carr, 1975, Tomo III, Pág. 163).Cuestión que no lo salvó de la expulsión bajo los mismos fundamentos: la bolchevización.
En Italia el Partido Comunista se funda en 1921 como producto de la escisión del ala izquierda del Partido Socialista. Allí dominó de conjunto una posición antibelicista durante la guerra, y la mayoría de su dirección se reunió en torno a la Tercera Internacional desde 1919. Pero el ala centro, encabezado por Serrati, rechaza las 21 condiciones impuestas en el 2º congreso y la exigencia explícita de la dirección rusa de expulsar de sus filas a la derecha de Turati. De este modo sólo el ala más radical y fiel a Moscú se aparta del partido socialista para fundar el PCI. Pero aquí también van a ir surgiendo un conglomerado de tendencias, las que se entrecruzan con aquellas que luego de la ruptura de 1921 permanecen en el PS. La fundación del PCI encuentra a su cabeza a la tendencia de extrema izquierda encabezada por Amadeo Bordiga, que rechaza las tesis del frente único sostenidas desde el Tercer Congreso de la Comintern. Luego de la ruptura en el XVIII Congreso Socialista de Livorno, que muchos dirigentes alemanes y de la internacional consideran prematura, la situación es particularmente delicada puesto que el fascismo aumenta las acciones contrarrevolucionarias contra el movimiento obrero mientras la dirección extremista de Bordiga considera a los propios socialistas, sometidos a la peor represión, como social-fascistas.
Otros partidos comunistas, como el Checoslovaco, el Austríaco, el Belga, nos muestran la diversidad de tendencias y corrientes que confluyeron y convivieron en su interior, y aunque hubo casos de expulsiones y rupturas -tal es el caso de Levi y los que se le unieron posteriormente en Alemania-, la gran mayoría de los equipos dirigentes se transformaron en minorías y mayorías según las circunstancias.
El giro político de la Comintern
La IC, igual que el bolchevismo en su época prerrevolucionaria, tuvo la suficiente flexibilidad organizativa y política para adecuarse a las circunstancias cambiantes de la lucha de clases. El giro político «hacia las masas» del Tercer Congreso, y su profundización con la política del frente único y la táctica del «gobierno obrero» en el Cuarto, demuestran esa flexibilidad y barren, de paso, con el mito del ultra-bolchevismo organizativo. Es el caso de la propuesta de unidad entre el PC y el PS en Italia, cuando el fascismo está asentándose en Roma.
Este cambio está directamente asociado a las modificaciones operadas en los dos años transcurridos desde la fundación de la Comintern, donde aún se creía que la revolución alemana y por lo tanto europea era una cuestión de meses. Toda la estrategia de la Comintern estaba sustentada en la inminencia de esta revolución, acicateada por el torbellino proveniente del este. El reflujo y una relativa estabilización, incluyendo la marcha sobre Roma de los fascistas, persuadieron a la dirección de la Comintern, en primer lugar al mismo Lenin, de la necesidad de nuevas tácticas. Es en ese contexto que la tercera internacional y Lenin comienzan el combate contra las tendencias extremistas que la misma orientación de 1919 y 1920 en cierto sentido habían fomentado. Es en esas condiciones en que mientras formalmente las 21 condiciones siguieron siendo la carta de presentación de la Tercera Internacional, se entablaron negociaciones con el PSI para su adhesión a la internacional y la eventual fusión con el PCI, a la que Bordiga se oponía. Esta política italiana desandaba en parte la rigidez y delimitación organizativa del Segundo Congreso, puesto que se aceptaba la participación de todas las alas socialistas, una vez depurado dicho partido del sector derechista de Turati. Desde el año 1921 Lenin y Trotsky se vieron frente a una situación sin precedentes, puesto que desde 1917 su política organizativa centrada en el llamado a la escisión de los viejos partidos no había logrado darles a los comunistas la mayoría de la clase obrera. Ahora, cuando el reflujo y la estabilización imponían una política defensiva, la misma dirección italiana, que la Comintern se encontró en su apresurada ruptura en Livorno, sostenía la inminencia de la revolución, denunciaba a los «social-fascistas» de Serrati y descubrió en la forja inflexible de las 21 condiciones del 2º Congreso y las Tesis sobre la estructura de los partidos votada en el tercero (Documentos, 1973) la materia prima para sus concepciones ultimatistas, así como en Alemania otras tendencias extremistas habían construido una estrategia antisindical y antiparlamentaria.
A pesar de que el PSI rechazaba el cambio de nombre y la disciplina de la IC, el Comité Ejecutivo de la Comintern ampliado «estaba dispuesto a no dejar ni una piedra sin remover con el fin de demostrar sus deseos de unión, y adoptó una resolución que preveía la formación de una unión (…) el PSI fue invitado a enviar lo antes posible sus delegados a Moscú para lograr ‘su adhesión a la Internacional Comunista» (E. H. Carr, 1975, tomo 2), y presionó a la dirección del partido italiano para que acepte la fusión, aún incluso con los denominados centristas de Serrati y semi reformistas de Nenni. Pero en el proyecto de programa escrito en Roma en 1922 Bordiga había ofrecido los lineamientos de las tesis ultraizquierdistas que aprobaría la mayoría del partido, y que impulsarán a la Comintern un año después a incentivar la formación de un ala centro anti-bordiguista encabezadas por Gramsci y Togliatti y el viejo equipo del Ordine Nuovo. El partido italiano nació mucho más homogéneo que los otros, aunque al precio de su reducida influencia. Sin embargo pronto las divergencias estallaron y nuevos grupos fueron formándose en su interior. El Comité Ejecutivo de la Internacional, contra la línea de Bordiga, prevé un compromiso mutuo, una fusión política con el PSI sin abandonar cada uno sus propios puntos de vista, por más que esa lucha política sea implacable, igual que en Rusia ya lo habían practicado con la unidad del POSDR a partir de 1906.
La posterior estalinización de la internacional no sólo liquidó el debate interno entre las más diversas tendencias, sino que hizo de las 21 condiciones y la ‘disciplina’ devenida luego de la «bolchevización» en un instrumento de control total de las más pequeñas disidencias dentro de los partidos y la internacional. En el período posterior no sólo se denunciaría a la socialdemocracia como social-fascista, sino que se apelaría también a la independencia organizativa entre reforma y revolución como un instrumento de homogenización burocrática y la liquidación de cualquier tendencia y corriente interna.
Enumeremos las marchas y contramarchas que realiza la IC en tan poco tiempo: Ruptura completa para establecer un centro internacional revolucionario. Centralización y delimitación precisa en el período de la inminencia de la revolución en Europa. Revisión de la rigidez organizativa en el período de estabilización relativa y ascenso del fascismo en Italia, hasta el pedido de unidad y elaboración de las tesis sobre el «gobierno obrero» que volvía a establecer la hipótesis del gobierno compartido, a pesar de que habían sido rechazado años antes en Hungría. El marxismo no parecía un catálogo de procedimientos reglados por anticipado ni un dogma de lo que habían profetizado los maestros.
Nuestra conclusión no reposa en las tesis de la «ofensiva» ni de la «defensiva», no hace de la ruptura ni de la unidad «a toda costa» ninguna panacea; trata de establecer las relaciones recíprocas entre las perspectivas estratégicas y las opciones prácticas a las que efectivamente se vieron confrontados los revolucionarios de la década del ’20, superando los mitos oficiales del «dogma leninista» que se ha continuado como una historia inmaculada hasta el día de hoy permitiendo que los muertos «opriman el cerebro de los vivos» .
Bordiguismo y leninismo
Podríamos asegurar que una porción importante del movimiento trotskista, suele estar más próxima a las tesis bordiguistas que a las del mismo Lenin o Trotsky. Bordiga le opuso a Lenin una concepción relativamente coherente de lo que debía ser un partido revolucionario en Europa y particularmente en Italia. En primer lugar rechazó la idea de que se necesitaba ganar a la mayoría de la clase trabajadora para hacer una revolución, tomando incluso el ejemplo del «partido de vanguardia» bolchevique. En segundo lugar creyó que las tesis sobre el frente único decididas en la IC eran oportunistas, exigiendo que se prosiga con la denuncia y la ruptura con las viejas organizaciones dominadas por los reformistas, incluso las organizaciones sindicales. Hizo de la ruptura organizativa y de la lucha contra los socialistas y los centristas el objetivo fundamental de la estrategia comunista. Concomitantemente, rechazó la propuesta de unidad con el PSI que la IC formuló en noviembre del ’22. Con estas concepciones el máximo líder del partido italiano enfrentó los debates en el seno de la internacional, creyendo defender e interpretar, como muchos contemporáneos, las enseñanzas de la revolución rusa. Bordiga sólo aceptaba de mala gana la táctica de frente único que había comenzado a impulsar la internacional como una «táctica de desenmascaramiento» cuyo objetivo esencial es el de «ganar terreno en el seno del proletariado, incrementando sus efectivos y su influencia en detrimento de los partidos y corrientes políticas proletarias disidentes» (Bordiga, 1922). No veía cómo una asociación táctica con «los partidos enemigos del proletariado» (y mucho peor si se inclinaban a su izquierda) podía beneficiar al proletariado. De allí que fue el primer «teórico» de las tesis del «social-fascismo» que le endilgaba a sus colegas socialistas.
Aunque los bolcheviques habían practicado una política esencialmente escisionista durante los primeros años de la IC, en cuanto sostuvieron la táctica del frente único, lo hicieron en primer lugar en beneficio de la unidad proletaria amenazada por la ofensiva capitalista. Sólo como subproducto de dicha experiencia las masas podrían comprobar la corrección de las tesis comunistas y la inconsecuencia de los socialdemócratas. De modo que nunca formularon dicha táctica con el objetivo primario de «desenmascarar al reformismo». Lenin creía que un planteo de este tipo era sólo una caricatura del frente único. Es verdad que en el Tercer Congreso las formulaciones son todavía ambiguas y reflejan el compromiso que Lenin debió realizar con una buena parte de las delegaciones al congreso, incluso con su ala izquierdista en el seno de la dirección bolchevique. Pero se expresa con mucha mayor claridad en el Cuarto Congreso. La cuestión del frente único es encarada como tarea imprescindible del proletariado, a pesar y venciendo la resistencia de los reformistas y semi-reformistas, que atados estratégicamente a la burguesía serían inconsecuentes en la línea de la unidad proletaria. En el mismo sentido y reflejando justamente la confusión en las filas de la internacional sobre el tema, Humbert-Droz, emisario del Ejecutivo de la Internacional Comunista en Francia en el año 1923, sostenía en una carta dirigida a Zinoviev que «fundamentalmente, se trataba de saber si con nuestros proyectos nos esforzamos en realidad por la creación de un frente único o si, por el contrario, únicamente elaboramos nuestros proyectos para que sean rechazados». (Milos Hajek, 1984, Pág. 83). A Lenin le exasperaba el lenguaje extremista de los italianos que rechazaban cualquier compromiso y cualquier aproximación a las demás corrientes. Polemizando con el delegado bordiguista sostiene: «Y cuando ahora aparece Terraccini diciendo que es preciso proseguir la lucha contra los centristas, y luego enuncia los métodos propuestos para librarla, digo que si estas enmiendas implican una determinada tendencia, debemos combatirla sin piedad porque, de lo contrario, no habrá comunismo ni internacional comunista» (Lenin, 1960, Tomo 32, Pág. 462-463). Es en esa misma lógica que Lenin había escrito su célebre texto de 1921, El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, donde insiste en que la experiencia rusa no enseña a los comunistas europeos lecciones de elitismo, aventurerismo revolucionario y sectarismo infantil.
Aunque Lenin estaba persuadido de la separación organizativa más tajante entre reforma y revolución, y esta separación era vista como condición de claridad y unidad estratégica sin las cuales no se puede luchar por el poder, ahora parece percibir que no basta con proclamarla, sino que esa delimitación sólo puede surgir como producto de una intensa lucha y construcción partidistas sobre la base del material disponible, tal como en su momento habían hecho los mismos bolcheviques en Rusia (Documentos, 1973, Pág. 221).
Partido de elite o partido de masas
Amadeo Bordiga creía seguir fielmente el «modelo bolchevique» cuando rechazaba conquistar la mayoría de la clase trabajadora. Siguiendo la idea de un «partido leninista de vanguardia», pensaba que igual que Rusia, en Europa bastaba con reunir a una vanguardia revolucionaria decidida, que en momentos claves de crisis podría empujar y conducir a las masas por el camino revolucionario. Por eso propone suprimir en los documentos de la internacional la formulación de «ganar a la mayoría» de la clase trabajadora. Hablando de las enmiendas que propone Terraccini (en ese momento portavoz del izquierdismo) al Tercer Congreso de la internacional Lenin responde: «Quién no comprenda que en Europa -donde casi todos los proletarios están organizados- debemos conquistar a la mayoría de la clase obrera, quién en tres años de una gran revolución no aprendió esto, está perdido para el movimiento comunista y jamás aprenderá nada (…) Aquí se dijo que en Checoslovaquia el Partido Comunista tiene de 300 a 400 mil afiliados, que es preciso atraer a la mayoría, crear una fuerza invencible y continuar conquistando nuevas masas. Terraccini se dispone a lanzarse al ataque y dice: ‘si el partido tiene ya 400 mil obreros, ¿Qué más necesita? (…) Teme la palabra ‘masas’ y quiere tacharla. El camarada Terraccini entendió muy poco de la revolución rusa…» (Lenin, 1960, Tomo 32, Pág. 465).
Es en ese mismo espíritu de revisión y corrección de la política del período de ofensiva y a la luz de los debates con el izquierdismo, que Lenin reconsidera las Tesis sobre la estructura organizativa de los partidos comunistas tal como habían sido redactadas. En el informe al 4º congreso de la IC del 13 de noviembre de 1922 reflexiona que «En el Tercer Congreso de la IC, realizado en 1921, aprobamos una resolución relativa a la organización de los partidos comunistas y a los métodos y el contenido de su trabajo. La resolución es magnífica, pero rusa hasta la médula, es decir, está basada en las condiciones rusas. Este es un aspecto positivo, pero también el negativo. Y no es bueno porque estoy convencido de que casi ningún extranjero podrá leerla (…) porque está penetrada por completo del espíritu ruso. En tercer término, si en un caso excepcional algún extranjero llega a entenderla, no podrá llevarla a la práctica. (…) Mi impresión es la de que hemos cometido un gran error, que nos hemos puestos a nosotros mismos un obstáculo en el camino de nuestros futuros éxitos. Repito que la resolución está muy bien redactada, y acepto sus cincuenta o más párrafos; pero no hemos comprendido cómo hacer llegar nuestra experiencia a los extranjeros. Y todo lo que se declara en la resolución es letra muerta (…) Necesitan asimilar una buena parte de la experiencia rusa. Cómo lo harán, no lo se; es posible que los fascistas de Italia, por ejemplo, nos presten un buen servicio si hacen ver a los italianos que son aún incultos, que no tienen ninguna garantía de que en su país no aparezcan las centurias negras.» (Lenin, 1960, Tomo 33, Pág. 397-398). Esta trágica caracterización llevará años más tarde a decir a los estalinistas que el fascismo y el socialismo eran en esencia lo mismo.
En conclusión, mientras que Lenin enseñaba a los inexpertos comunistas europeos la necesidad de ganar a la mayoría de la clase trabajadora, éstos creían encontrar en la experiencia bolchevique una fuente de inspiración para su elitismo. No estaban del todo equivocados. Aunque Lenin insistió en que ellos habían obtenido el apoyo mayoritario de la clase trabajadora, los campesinos y la mitad del ejército, esto había sido logrado efectivamente mediante un partido inserto en las masas pero relativamente pequeño, que reunía sólo a una vanguardia proletaria. Su alianza soviética con campesinos y soldados es lo que les ofreció la oportunidad de asaltar el poder. No se equivocaba Lenin al señalar que ellos conquistaron la mayoría, pero no se equivocaban tampoco los extremistas europeos en señalar que había sido conquistada mediante un partido de vanguardia. Lo que estaba en el fondo de la discusión era el hecho de que la formación social rusa permitió los bolcheviques reunir a una mayoría de masas mediante alianzas programáticas tácticas en torno a los soviets, mientras que en Europa Occidental Lenin comienza a intuir que esa mayoría no podrá lograrse de la misma manera.
Intuiciones sobre Oriente y Occidente
En definitiva Lenin parecía aproximarse intuitivamente a pensar que en países donde el proletariado está fuertemente organizado en sindicatos, asociaciones y partidos, el partido de vanguardia tal como el ruso, no alcanzaba para lograr una influencia política de masas. Aunque las particularidades, tradiciones y estructuras políticas y culturales nacionales son fundamentales para adecuar las formas de partido a las circunstancias precisas, el debate en la década de los veinte parecía ser la superficie de un profundo problema en relación a las estructuras sociales e institucionales de las sociedades modernas más complejas. Será Gramsci el que echará luz en la década del ’30 a lo que en ese momento parecía implicar movimientos puramente instrumentales y tácticos, utilizando el concepto de «oriente» y «occidente», y ampliando y conectando algunas de las particularidades de la estructura social y política de Europa y Rusia, con los problemas candentes de la estrategia y la táctica política (Gramsci, 2003). Esta tarea no ha concluido, puesto que en la segunda posguerra como en las últimas décadas las formas institucionales, los cambios en las estructuras económico-sociales han visto modificaciones sustanciales y nos ha ampliado el complejo entramado de las relaciones de clase contemporáneas. El análisis de los mismos es en sí mismo un hecho político-estratégico insoslayable.
En aquel período el extremismo era conciente de las diferencias fundamentales que separaban a oriente de occidente, pero sacaron conclusiones inversas a las de Lenin. Para ellos la política de la IC, caracterizada por la táctica de Frente único se equivocaba al apoyarse en la experiencia de lucha de la atrasada sociedad rusa que ya no era utilizable en occidente; la salida la veían «a la izquierda» puesto que la situación de crisis del capitalismo Europeo llevaba digamos, «objetivamente» a la clase obrera por la vía revolucionaria, evitándole así a los partidos comunistas, los vericuetos de las tácticas y en definitiva, del arte de la política en sus sentido más leninista. En los hechos, para Bordiga, las sociedades occidentales, sometidas al catastrofismo inherente a las relaciones de producción capitalista y bloqueadas en su «etapa imperialista de decadencia» parecían ofrecer la oportunidad de bloques sociales homogéneos enfrentados, un período post-político, en el que las cuestiones de las alianzas, los frentes, la conquista de la hegemonía, los compromisos, eran cosa del pasado, o mejor, de las sociedades atrasadas e inmaduras. Una lectura quizá forzada del folleto de Lenin sobre el imperialismo abrió el camino para completar mediante las tesis estancacionistas, un giro objetivista y catastrofista que llevaría, por la fuerza de las condiciones materiales, a la liquidación semi-espontánea del reformismo y a la lucha de «clase contra clase», tesis que adoptará años más tarde en su giro ultra-izquierdista la dirección de la Comintern bajo la dirección de Stalin.
Depuradas de sus excesos, son tesis parecidas en su fondo conceptual a muchas actualizadas interpretaciones estancacionistas y objetivistas del folleto de Lenin y del programa de transición de 1938 (Trotsky, 1938). Gramsci saca conclusiones opuestas a Bordiga como resultado de su investigación y análisis del triunfo del fascismo en Italia. En un año tan temprano como 1924 polemizando con Bordiga Gramsci ya veía que «… la determinación, que en Rusia era directa y lanzaba a las masas a la calle, al asalto revolucionario, en Europa central y occidental se complica con superestructuras políticas creadas por el desarrollo más avanzado del capitalismo que torna la actividad de las masas más lenta y más prudente y exige así de un partido revolucionario una estrategia y una táctica mucho más compleja y de mayor vigor que las que fueron necesarias a los bolcheviques en el período entre marzo y noviembre de 1917» (Gramsci, 1924). Lenin había comprendido esto cuando afirmó, como al pasar, que en los países avanzados, a diferencia de lo que había ocurrido en Rusia sería más difícil tomar el poder pero más fácil construir el socialismo (Lenin, 2004b).
En los Cuadernos de la Cárcel, Gramsci estudiará los cambios en la morfología del capitalismo, la transformación en el modo de acumulación y en el modo de hegemonía. «El crecimiento de la cohesión de clase del proletariado, la legalización de la actividad de los sindicatos, el avance súbito de los partidos socialistas, todo ello en el cuadro de un proceso profundo de ‘revolución pasiva’ a través del cual eran incorporados al discurso liberal dominante temas democráticos y se modificaban, en extensión y densidad, las funciones del estado, constituían un desafío nuevo para el pensamiento marxista en momentos en que éste comenzaba a hegemonizar ideológicamente al movimiento social» (Portantiero, 1999, Pág. 28). Hay que refutar y demostrar la idea errónea que subyace en la tesis que afirma que este cambio operado a lo largo de más de cuatro décadas en el estado y en la morfología del capitalismo, proceso que es incluso intuido desde fines del siglo XIX por el mismo Engels (Borón, 2000), y por el gran intelectual de la burguesía, Max Weber a principios del siglo XX, no se da más que en la posguerra y que durante el período de entreguerras las tesis gramscianas no tenían sustento social. Es forzoso explicar que en el período de entreguerras se combinaron las tesis permanentistas y de predominio hegemónico como fuerzas de sentido opuesto y que nadie lo entendió mejor que el propio Lenin; y que por otra parte la expansión y el americanismo fordista de posguerra no cayeron del cielo, sino que fueron preparados por todo el ciclo previo de expansión estatal, de lucha Inter.-imperialista y de integracionismo social, que, abortada la revolución proletaria, permitió la expansión hegemónica de Norteamérica hasta nuestros días. La propia guerra mundial fue al mismo tiempo un factor de destrucción y de modernización industrial que elevó a Norteamérica por sobre sus pares.
Estas tendencias contradictorias que aquí no podemos más que mencionar, se encuentran ausentes en la mayoría de los análisis permanentistas del período de entreguerras. Efectivamente el período imperialista es tal no porque implique crisis permanentes, caída absoluta del nivel de vida de las masas, estancamiento definitivo de las fuerzas productivas o una constante repetición de sucesos militares y revolucionarios. Es tal porque a diferencia del período de dominio inglés, la expansión mundial del capital, la formación definitiva de los estados nacionales, la competencia entre espacios económicos y empresas transnacionales, hacen que se abran permanentemente las brechas estatales, económicas y políticas por donde pueden irrumpir las revoluciones obreras. El período imperialista de la primera mitad del siglo XX se caracterizó por el hecho de que en sociedades con mayor capacidad de absorber movimientos anti-sistémicos, fueron sacudidos por revoluciones sociales por los efectos de choques internacionales ineludibles que destrozaron los lazos de subordinación internos. De esta manera Alemania se vio arrastrada al terremoto revolucionario de posguerra no tanto como producto de una diferenciación social interna de carácter revolucionario (lo demuestran los estrechos lazos que un partido obrero de masas como el SPD había establecido con la burguesía y el estado durante décadas), sino por la fuerza extraordinaria de los choques estatales, la guerra y las compensaciones económicas de la derrota, todo lo cual desquició el frente interno. En ese caso los eslabones débiles pueden bien no estar restringidos a países con estructuras sociales débiles, sino incluso países de alta capacidad industrial o desarrollo societal. Esas posibilidades fueron evidentes en Alemania en 1919-1921, en Francia e Italia a la salida de la segunda guerra mundial, Finlandia en la primera posguerra y mucho más aún España en el período de la guerra civil entre 1936-1939. Han sido nudos históricos. Norteamérica, Japón o Inglaterra se encuentran al margen de esta caracterización y exigen estudios particulares. Estas situaciones se hicieron posibles por el contenido general de la crisis capitalista que se había acumulado en los decenios «pacíficos» anteriores y estallaron mediante la guerra. Esto explica que en las sociedades modernas hayan existido desde finales del siglo XIX fuertes tendencias a la integración del proletariado mediante el sufragio y los sindicatos de masas y al mismo tiempo algunas de ellas se veían sacudidas por las guerras y las revoluciones. Se puede ver la combinación de luchas de posición tanto como las de movimiento y se puede cotejar cómo el período de entre guerras responde tanto a los parámetros de análisis de Gramsci sobre las sociedades complejas, así como a los de Trotsky y la tercera internacional del período posrevolucionario basados en las tesis permanentistas. La época imperialista en consecuencia se caracteriza por las crisis en los eslabones débiles y las luchas políticas, por las cuestiones del arte militar y la revolución. Pero no descartan ni subestiman las tendencias integracionistas de las sociedades modernas, el estatalismo como instrumento de amortiguación y administrador de las crisis y las manifestaciones más variadas de colaboración de clases y alienación social nacidas de la expansión de la industria y los servicios. De ahí que hayamos visto expresiones de embotamiento reaccionario y chovinista durante décadas en el movimiento obrero de Inglaterra o manifestaciones revolucionarias extremas como la de algunas secciones del proletariado alemán de la década de los años ’20 o español en los ’30, pasando por toda una gama de posiciones intermedias y variables en el tiempo y el espacio histórico. Es esto mismo lo que Lenin comenzó a vislumbrar en los últimos años de su vida y que en definitiva le exigían no descartar ninguna táctica de lucha, ninguna forma organizativa y comprender las tesis generales sobre el imperialismo de acuerdo a la especificidad de las formaciones nacionales y su interacción con el proceso mundial capitalista.
La crisis del movimiento comunista internacional
Las condiciones en las que se consolida el estalinismo y la «bolchevización» de la IC impidieron que la oposición de izquierda pueda rescatar al movimiento comunista de su desbarranque. Trotsky era perfectamente consciente de que por fuera del movimiento obrero revolucionario que permanecía en la IC corría el peligro de consolidar a la oposición de izquierda como una secta estéril. Esa era justamente el objetivo del estalinismo. Según Trotsky «la Oposición de Izquierda se habría desarrollado si hubiese seguido en contacto con el movimiento de masas. Pero el aparato stalinista aisló automáticamente a la Oposición desde que la misma dio los primeros pasos de su existencia. De este modo se alcanzaron dos resultados: 1) se ahogó la vida interna de la Comintern, y 2) se privó a la Oposición de la necesaria esfera de acción política» (Trotski, 1934a).
Fue ese motivo el que lo mantuvo como fracción dentro del movimiento comunista durante más de 5 años. En ese período se resistió a la tentación de los grupos marginales y resentidos que se desprendían de la IC de formar sus propios «partidos» sin una base mínima para encarar dicha empresa. Cuando Trotsky creyó que ya no podía seguir permaneciendo como fracción comunista a raíz del affaire alemán, sintió que como corriente independiente los peligros se acrecentaban. Buscó desesperadamente entrar en bloques con las corrientes progresivas que se desprendieron tanto de los PCs como de los PSs (El bloque de los cuatro) e incluso ideó la táctica del entrismo a los Partidos socialistas que se volvían a la izquierda como la SFIO en Francia y el PS en España, o aprovechando incluso la oportunidad ante el dudoso giro izquierdista del socialismo norteamericano. Ante la constitución del frente único entre el PC y la SFIO en Francia, Trotsky aconseja a la Liga la entrada al Partido Socialista. «Es necesario ir a las masas. Es necesario que hallemos un lugar para nosotros dentro del frente único, es decir dentro de los marcos de alguno de los dos partidos que lo componen. En la realidad práctica, eso significa dentro de la SFIO» (Ídem).
Aunque algunos recordaron que la oposición había planteado la necesidad de construir un partido independiente Trotsky sostuvo «Así es; sin embargo, la Liga no es todavía un partido «, había que reconocer su debilidad. «Nos reducimos a admitir honestamente que nuestra organización es demasiado débil como para atribuirse un papel práctico independiente en las luchas que se están entablando. Al mismo tiempo, y como buenos revolucionarios, no queremos quedar fuera del juego. En 1848, Marx y su débil organización comunista entraron en el partido democrático. Justamente para no quedar fuera del juego, Plejanov trató de unir su grupo ‘Emancipación de la clase obrera’ con el grupo «Voluntad del pueblo» (Narodnaia Volia), con el cual había roto por cuestión de principios sólo cinco años atrás. Por razones distintas y en situación diferente, Lenin aconsejó al Partido Comunista de Inglaterra unirse al Partido Laborista. Por nuestra parte, hemos estado dispuestos a formar una nueva internacional con el SAP[8] y el OSP. También aconsejamos a nuestros camaradas británicos unirse urgentemente al ILP[9] y algunos de ellos siguieron nuestra sugerencia. ¿Ha sido eso una capitulación? En modo alguno» (Ídem). Días más tarde, insistiendo sobre lo mismo afirmaba con más precisión «La irreconciabilidad de principios nada tiene que ver con la osificación sectaria, que negligentemente pasa por alto los cambios en la situación y en la actitud de las masas. Partiendo de la tesis según la cual el partido proletario ha de ser independiente a cualquier costo, nuestros camaradas ingleses llegaron a la conclusión de que no podían permitirse el ingreso al L.P. ¡Vaya! Sólo olvidaban que estaban lejos de ser un partido, que eran apenas un círculo de propaganda» (Trotski, 1934b).
La ‘tactica del entrismo» sin embargo, ni duró mucho, ni facilitó la formación de un ala izquierda, sino sólo la duplicación de la militancia de la Liga. En cuanto la salida de los partidos socialistas estuvo definida, la tentación del «partido propio», sobre todo en EEUU, ganó la partida. Trotsky pareció fluctuar entre la hipótesis de que la liga podía ganar al partido socialista francés de conjunto para sus posiciones («No conocemos ley alguna que declare imposible la repetición de un Congreso de Tours. Por el contrario, muchas de las actuales condiciones indican la posibilidad de esa repetición») y la idea de una simple incursión temeraria y audaz detrás de las filas del enemigo, oscilando entre un trabajo orgánico en el seno del movimiento obrero y la idea de una excursión entrista a favor de un rápido desarrollo como corriente independiente. Habría que recordar que la forzada ruptura en el PS dejó sectores muy amplios de la izquierda dentro del partido, que en Norteamérica el entrismo pasó sin pena ni gloria, a pesar del balance de ocasión y que la cuestión de constituir una internacional con las formaciones provenientes del ILP, SAP, OSP y otras menores fue de dudosa aplicación, puesto que el método de acuerdos programáticos absolutos dejaba fuera de juego a todo aquel que difiera con los principios fundamentales de la Oposición de izquierda internacional, y en consecuencia un movimiento con alas y corrientes internas. De hecho la cuarta internacional nunca superó su estadio como fracción ideológica internacional, y nunca pudo contener a las tendencias disidentes.
Trotsky comprendió desde el principio la tensión real que existía entre su programa y las fuerzas reales para la formación de partidos independientes. El entrismo como táctica fue una forma de resolverlo, aunque quizá una forma a su vez sectaria y externa. A pesar de sus declaraciones, cuando se estudia el período queda la duda de si Trotsky se refería a la misma política que la de Marx en Alemania en 1848 y sobre todo de Lenin en Inglaterra, o sólo a un brillante repertorio polémico. La misma denominación de «entrismo» no parece corresponder con el vocabulario utilizado por Lenin para procurar la pertenencia de los comunistas en el Partido Laborista de Inglaterra. No responde tampoco a la «externalidad» descrita en el Qué Hacer, puesto que en 1902, como ya lo vimos, Lenin pensaba en una forma especial de metabolismo mediado entre la clase y el partido, refiriéndose no a una modesta Liga de ideas, sino al POSDR, referencia insoslayable de toda la clase obrera rusa a pesar del tamaño y la organización. Es cierto que Trotsky rechazó siempre los engendros de laboratorio, y parece luchar dramáticamente contra las tendencias aislacionistas y sectarias que se le imponían con la fuerza extraordinaria de los acontecimientos y que parecían a veces no tener salida. Su propuesta de incentivar la formación de un Partido Laborista en Norteamérica parece también ir en un sentido distinto al «entrismo», puesto que presuponía una lucha viva de tendencias para conquistar la mayoría, aunque nunca pasó de cierta discusión, a diferencia del experimento entrista que se aplicó en la práctica. Hay que estudiar hasta qué punto el concepto de entrismo está asociado a la caracterización catastrofista que embargó a toda la izquierda mundial en ese período -sobre todo a las corrientes luxemburguistas y consejistas- y que imponía ritmos siempre retrasados y siempre a destiempo, sobre todo porque el dominio de los partidos obreros oficiales era abrumador; y hasta qué punto esta tradición reflejada en el programa de transición incidió mucho en las corrientes herederas que transformaron la disonancia entre la crisis de entreguerras y la debilitada dirección revolucionaria en una filosofía de la historia, siempre traicionada y siempre a punto de resolverse por la voluntad de un pequeño grupo independiente.
Hay que investigar también en qué medida una distorsión de las tensiones de la oposición de izquierda y la IV internacional en la década de los ’30, llevadas al paroxismo por sus continuadores, fue el origen de la evolución política posterior del movimiento trotskista, cuyas decenas de grupos tendieron a crear sus internacionales, sus partidos independientes y a denunciarse y deslindarse mutuamente.
Nuevo período histórico
Las presiones sectarias y oportunistas, fueron una constante a la que fueron sometidos los revolucionarios de la posguerra por las condiciones en las que se desenvolvió la lucha de clases en ese período. Se caracterizó por un pacto social sin precedentes a la salida de la segunda guerra en los países centrales, con partidos comunistas fortalecidos por el papel de la URSS en la lucha contra el fascismo y porque, como se ha discutido apasionadamente, nuevas direcciones estalinistas o pequeño burguesas han encabezado revoluciones adoptando medidas de tipo socialistas, replanteando las relaciones entre las agencias sociales y políticas. Estas revoluciones de posguerra en los países del este europeo (Yugoslavia) y de los países semi-coloniales y dependientes (China, Cuba, Corea del Norte, Vietnam) constituyeron una presión muy fuerte para todos los socialistas anti-estalinistas, empujados hacia el apoyo incondicional o la denuncia sectaria.
Muchas de las discusiones del período de entreguerras han sido superadas, puesto que ya no existen, por ahora, grandes partidos obreros reformistas ni mucho menos el aparato estalinista mundial, los cuales han sido asimilados con mayor o menor fortuna por las instituciones y estados capitalistas. Existen por supuesto partidos reformistas de izquierda como Refundación Comunista en Italia, o partidos obrero-burgueses como el PT de Lula en Brasil. Pero el desafío que se ha abierto para los socialistas revolucionarios en el nuevo período histórico que se viene abriendo no responde a las mismas exigencias y problemas que en el pasado. Hoy en día la construcción de partidos revolucionarios no parece incluir la táctica de participar en alguna organización reformista de masas. El primer paso apunta al reagrupamiento de aquellas organizaciones revolucionarias que están dispersas en un mismo espacio nacional e incluso internacionalmente, con los matices y diferencias que la tradición arrastra.
Mientras que la implosión de los estados dirigidos por regímenes estalinistas constituyó el punto más alto del retroceso y el reflujo de la lucha de clases desde la derrota del ascenso de los años comprendidos entre 1968 y 1979, parecía que las viejas querellas entre reforma y revolución estaban superadas. Pero ellas no nacieron con los vaivenes de la lucha de clases ni de las disputas partidistas, sino por la evolución misma del sistema capitalista caracterizado por una renovada sobre-explotación del trabajo, guerras y catástrofes sociales y naturales que son la consecuencia inherente a la expansión del capital en la era del dominio imperialista, porque, como sostiene Métzaros «Al terminar el ascenso histórico del capital, las condiciones de la reproducción ampliada del sistema se han alterado radical e irremediablemente, proyectando arrolladoramente a un primer plano las tendencias destructivas y, como natural complemento de estas, un despilfarro catastrófico» (Mészaros, 2003, Pág. 18). Mientras éstas sean las condiciones estructurales en las que se desenvuelva la lucha de clases, la polaridad entre la estrategia reformista y revolucionaria seguirá guiando la actividad práctica de los socialistas revolucionarios para la construcción de partidos. Esto no significa, desde luego, y esto es lo que hemos tratado de demostrar a lo largo de nuestra exposición, que ese partido pueda nacer evolutivamente desde un «grupo de propaganda» hasta abarcar a las grandes masas, algo que ha fracasado definitivamente en la experiencia de las corrientes revolucionarias desde la década del ’30 a nuestros días. Pero tampoco de la confusión ideológica y el sometimiento político, algo que en ocasiones se ha realizado en nombre del frente único o de la lucha contra la marginalidad y el sectarismo. A esta falsa superación entre reforma y revolución se han aferrado las corrientes más oportunistas del movimiento trotskista, para volver a utilizar, como si la historia del movimiento obrero comenzara realmente de nuevo, prácticas ministerialistas y de colaboración de clases, como en el caso de Brasil[10], con el sutil argumento de que los revolucionarios debíamos «romper el aislamiento». Las consecuencias políticas han sido, como se sabe, devastadoras.
Por otra parte, en los peores años de la reacción conservadora y neoliberal, la contracara defensiva consistió para muchas corrientes en el enquistamiento y la sectarización mesiánica, pagando un precio muy alto por la defensa de los principios marxistas, garantizada a costa de un dogmatismo paralizante. Desde luego, el verbalismo revolucionario puede ser ejercido sin inconvenientes, mientras no se sale del círculo de amigos políticos y de un público extremadamente restringido. En este mismo sentido, la idea de pequeñas y caricaturescas mini internacionales que en el plano nacional se encuentran deslindadas unas de otras por aquellas fronteras exteriores y que basan su existencia en la concepción de la auto-reproducción independiente, no han podido y no podrán aportar nada a la reconstrucción política de la izquierda revolucionaria.
Bajo la presión combinada del integracionismo ministerialista y la colaboración de clases de un lado, y el sectarismo estéril y auto-proclamatorio bajo la cobertura del leninismo, del otro, necesitamos estudiar las bases teóricas y experimentar las vías prácticas que pueden conducirnos en el período abierto desde principios del años 2000 a la construcción de nuevas formaciones revolucionarias capaces de enraizarse en los movimientos de lucha y resistencia y sea capaz de ofrecer una alternativa proletaria revolucionaria a la nueva generación que alimenta las luchas populares y anticapitalistas tanto en los países centrales como en nuestro continente. No es algo que nacerá sólo de alguna buena idea. Ella surgirá de la recíproca relación entre la actividad militante de los socialistas revolucionarios y los nuevos fenómenos políticos, ideológicos y organizativos que ofrezca la lucha de clases. En otra oportunidad hemos insistido en la tendencia, lenta pero persistente, a la recomposición política de masas, cuyas máximas expresiones han sido los movimientos juveniles contra el capitalismo y contra la guerra y las luchas y levantamientos nacionales en América Latina. Ello se ha evidenciado también en el auge del neo-anarquismo y autonomismo como ideas que expresan, como dijimos, un «sentido de época», revelando un cambio en la mentalidad de porciones importantes de las masas, que cuestionan y rechazan los paradigmas culturales e ideológicos que se vinieron imponiendo desde la época de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Pero también en un quizá imperceptible pero importante renacimiento del pensamiento marxista. Hay que profundizar en el estudio de la nueva configuración de clases, la reestructuración y expansión del capital a nivel global y su expresión en las nuevas formas político-estatales de dominio que engendra, que permitan comprender mejor las vías de una reconstrucción general del movimiento socialista.
La cuestión del internacionalismo militante planteado por el movimiento anti-globalización, la radicalización campesina y popular en los países andinos de América Latina y quizá ahora nuevamente en México, la emergencia de nuevos sectores de la clase trabajadora como los desempleados en Argentina y los nuevos trabajadores precarizados de El Alto en Bolivia, la combinación entre los nuevos sectores y los viejos pero fundamentales y estratégicos de la clase trabajadora que se combinan dando nuevas formas de lucha y organización como en Venezuela y también en Argentina; todas estas experiencias por más incipientes que sean en el nuevo período abierto, ya están mostrando figuras, y esbozos de los grandes movimientos del futuro.
En estas nuevas condiciones necesitamos de esa intransigencia estratégica y esa flexibilidad táctica que poseía Lenin para abordar la tarea de poner en pie nuevas organizaciones. Mientras que la tarea central de la época es la de construir partidos socialistas revolucionarios de la clase trabajadora, las formas de encararla será distinta según el país de que se trate. En este caso, las formaciones nacionales, en cuyos ámbitos se desenvuelven de distinta manera la clase obrera con sus tradiciones, experiencia y cultura política, son decisivas para dar pasos concretos. Las tácticas partidistas en países como Norteamérica, Inglaterra o Suiza, por dar sólo algunos ejemplos, diferirán notablemente de la experiencia de países como Bolivia, Venezuela o Argentina, que han vivido procesos importantes de la lucha de clases y de la actividad de un movimiento social militante y combativo.
La reciente experiencia de la formación del PRS en Venezuela como agrupamiento socialista revolucionario pluralista y heterogéneo, donde convergen cuadros trotskistas y militantes y dirigentes sindicales clasistas, sobre la base de la independencia política frente al estado y sus partidos; la constitución de un agrupamiento socialista ambiguo en disputa como el PSOL en Brasil empalmando con las corrientes de izquierda del PT, en el que es fundamental constituir un ala izquierda que impida el deslizamiento al electoralismo y el oportunismo, sobre todo ahora que viene capitalizando la crisis del PT, son experiencias que por más mínimas que parezcan, pueden ser útiles y abren un nuevo camino.
En Argentina, donde existen cuatro o cinco agrupamientos y sesenta y siete núcleos y círculos de militantes socialistas revolucionarios, tenemos el desafío de alcanzar una masa crítica mínima que haga del disperso y extendido campo de cuadros y militantes revolucionarios, enraizados en cierta tradición de lucha sobre todo por la experiencia del MAS de los años ’80, un factor visible y potente en el escenario político nacional, cuestión que ninguno de los grupos por sí mismos puede lograr. Una de las variantes posibles es la formación de un partido revolucionario unido con libertad de tendencias y agrupamientos en su interior, que de por sí atraería a toda una diáspora de militantes sociales y sindicales que hoy no encuentran lugar en los grupos existentes.
Por último, mientras uno de los requisitos fundamentales será la de establecer lazos reales con las tradiciones, la cultura y la experiencia obrera y popular de cada uno de los países, ellas exigen un tratamiento y un anclaje teórico nuevo que en el movimiento revolucionario de América Latina ha sido, la mayoría de las veces, olvidado o incluso despreciado. Este simplismo practicista ha sido catastrófico y liquidador en el pasado, e impedirá en el futuro el desarrollo de una nueva intelectualidad marxista sin la cual no hay ni habrá nunca un partido revolucionario. Esta carencia ha facilitado el divorcio entre una intelectualidad de izquierda académica alejada de la lucha de clases, y agrupamientos sometidos a la lucha práctica de todos los días pero incapaces de elevar su mirada por sobre el movimiento cotidiano de la lucha social y la política menuda. El elitismo vanguardista no es más que la contracara del populismo anti-teórico y el obrerismo sindicalista, incapaces de forjar una tradición y una cultura política de izquierda verdaderamente nacional.
Hemos comenzado nuestro itinerario sometiendo la historia y tradición del bolchevismo y la Tercera Internacional, a una nueva mirada teórica, reconstituyendo el contenido fecundo de las corrientes y tendencias que se desarrollaron en el suelo fértil del movimiento socialista ruso y europeo. Hemos tratado de demostrar que la concepción de un partido independiente en miniatura creciendo a expensas de los otros ha sido una ficción que no existió en la realidad histórica del movimiento socialista. Hemos tratado sobre todo de mostrar lo que pensamos que está agotado. En ese sentido nuestra actitud ha sido sobre todo de una negación radical de las experiencias partidistas fallidas.
Las corrientes sectarias de carácter revolucionario, han tenido la virtud de conservar el marxismo, aunque hayan tenido que pagar un elevado costo en dogmatismo y esclerosis teórica y política. En el período de retroceso y derrotas inauguradas en los años ’80, esto implicó una actitud revolucionaria imprescindible. Pero en el período que se ha iniciado hay que reafirmar que ese papel ya no es posible cumplirlo sin transformarse al mismo tiempo en un factor reaccionario y paralizante. La renovación política y organizativa deberá estar acompañada inevitablemente por una de carácter teórico, realizando una revisión pormenorizada de nuestra experiencia pasada y tratando de pensar con nuestras propias cabezas el complejo mundo en que nos toca actuar. Cuando más imprescindible parece ser la exigencia de seguir el espíritu crítico y reflexivo de Lenin, más parece que deberemos abandonar para siempre el leninismo oficial de las últimas décadas.
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* Con la colaboración de Ignacio Mininni.
[1] Louis Auguste Blanqui (1805-1881), fue un comunista utópico. Participó de las revoluciones de 1830 y 1848. Pasó casi la mitad de su vida en la cárcel y fue condenado dos veces a la pena capital. Su pensamiento socialista se formó bajo el influjo del materialismo, el racionalismo y el ateísmo. Poseía una táctica conspirativa que engendraba una concepción errónea que llevó al fracaso a muchas acciones que realizaron sus partidarios. Tuvo influencia en movimientos de otros países, como el populismo ruso.
[2] Bonefeld, Tischler, Rooke y Holloway pertenecen en mayor o menor medida a la corriente denominada Open marxism (marxismo abierto) con epicentro en Inglaterra que priorizó la lucha de clases por sobre las leyes del valor en el análisis de los procesos de crisis y reestructuración en el siglo XX. .
[3] Ferdinand Lassalle (1825-1864) Durante su participación en la revolución alemana de 1848, por la que fue encarcelado, entabló amistad con Karl Marx. Fue uno de los máximos exponentes del socialismo alemán. El 1863 fundó el primer partido obrero alemán. Disfrutó de una alta consideración entre los trabajadores, pero su ideario, aunque influido por Marx, desarrolló posturas opuestas al marxismo sobre la estrategia revolucionaria que fueron criticadas por Marx en su Crítica al Programa de Gotha y otros textos.
[4] Es el caso de Hal Draper para quien Marx jamás se dedicó a formar lo que él denomina una secta, lo cual es cierto sólo si se considera al mismo tiempo su participación partidista en las luchas políticas encarnizadas y fraccionalistas de las que fue un animador constante (Hal Draper, 1971).
[5] Bakunin (1814-1876) fue uno de los padres del movimiento anarquista. Participó de la revolución de 1848 en Francia y Alemania. Deportado y encarcelado en Rusia. Fue expulsado de la Primera Internacional en 1872. Propagaba la idea actos revolucionarios preparados clandestinamente y creía que el sujeto social serían los campesinos y el lumpen proletariado. Prudhon (1809-1865) fue un gran teórico autodidacta, inspirador de ideas anarquistas-cooperativistas. Escribió entre otras cosas Qué es la propiedad y Filosofía de la miseria. Promovía la organización de la clase obrera fuera del mercado, la formación de pequeñas cooperativas agrarias, un banco del pueblo, rechazaba las huelgas y la participación en política. Marx polemizó en su libro Miseria de la filosofía con sus ideas a las que consideraba «socialistas burguesas».
[6] Esta identidad entre la clase y el partido fue luego utilizada de manera espuria por los estalinistas para insistir en que a cada clase le corresponde un partido, denunciando a toda formación opositora como ‘agentes’ de otra clase no proletaria y rechazando cualquier pluripartidismo en el seno de la clase trabajadora, obviando y rechazando la heterogeneidad social de la misma clase y las disputas ideológicas y políticas que nacen de la lucha de clases.
[7] Sus definiciones claramente materialistas, su teoría del reflejo en el campo cognitivo y filosófico que se oponían a sus concepciones sociales y políticas mil veces más dialécticas y mediadas, nunca serán corregidas a pesar de su enorme rectificación, nunca explicitada, en sus notas sobre la Lógica de Hegel años más tarde. Sobre el tema ver Dialéctica y Revolución de Michael Lowy.
[8] El Partido de los Trabajadores Socialistas de Alemania (SAP) se formó en octubre de 1931 de rupturas provenientes del socialismo y del partido comunista alemán y que en su fundación contaba con más de diez mil militantes.
[9] El Partido Laborista Independiente (ILP), fundado en 1893, influyó mucho en la formación del Partido Laborista británico, al que estaba afiliado y en el que frecuentemente se ubicaba a la izquierda. Luego volvió a ingresar al Partido Laborista.
[10] La corriente Democracia Socialista, integrante del Secretariado Unificado sigue aún hoy, luego de la implementación de las políticas abiertamente fondomonetaristas y del escándalo de corrupción, participando en el gobierno de Lula.