En estas fechas cargadas de recordaciones litúrgicas, se me agolpa la memoria de mi educación tan cargada de obligaciones con la Iglesia que no nos daba respiro ni en los llamados días de guardar. Son recuerdos dulces algunos porque están cargados de ilusiones infantiles, como la de ser monaguillo o la de no perderse una […]
En estas fechas cargadas de recordaciones litúrgicas, se me agolpa la memoria de mi educación tan cargada de obligaciones con la Iglesia que no nos daba respiro ni en los llamados días de guardar.
Son recuerdos dulces algunos porque están cargados de ilusiones infantiles, como la de ser monaguillo o la de no perderse una sola procesión; pero es imposible no revivir al mismo tiempo el agobio de una agenda litúrgica cargada a un extremo inconcebible. Los colegios católicos de entonces funcionaban, probablemente todos, de acuerdo a un modelo franquista. No pocos de nuestros maestros, aun los buenos, eran franquistas confesos y veían con buenos ojos la permanencia del Generalísimo en el poder sin el menor resquicio para la democracia y con miles de exiliados que acabaron buscándose otra patria.
El Generalísimo tenía un mecanismo ingenioso y sombrío para controlar a la sociedad española, que consistía en agobiar la vida cotidiana con actos litúrgicos. Curas y monjas eran el ojo de Dios al cual nada se le escapa y a nada se tenía más miedo que a morir sin confesión, peor aún si en pecado mortal. Convicciones muy trabajadas en el seno de la familia que se guiaba por las temibles amenazas del catecismo del padre Ripalda sobre las llamas del infierno.
Este modelo fue adoptado por muchos colegios católicos y las víctimas fuimos nosotros. Debíamos madrugar todos los días para ir a clases y, antes de empezarlas, cumplir oraciones agotadoras. Llegaba el domingo pero igual teníamos que madrugar a la misa, que era más obligatoria que asistir al desfile de Fiestas Patrias. Guay del que faltaba porque la semana siguiente le esperaban duras reprimendas.
La confesión era obligatoria y en grupo, y durante la misa siguiente, el ojo de Dios vigilaba si alguno no se acercaba a comulgar. ¿Cómo explicar semejante disidencia en las cosas de Dios?
El arma de defensa más socorrida era la mentira y la simulación: por descuido no estábamos en ayunas y por eso no habíamos comulgado; pero ¿cómo confesar aquellos tocamientos que «sin querer» habíamos ejecutado en la noche de vísperas y que nos impedían comulgar sin una nueva confesión?
Confesarse no siempre fue acercarse a un guía espiritual sino a un detective. El centro de atención era el temido sexto mandamiento: no fornicar. Pero la confesión de ese pecado no se reducía a admitirlo porque había que entrar en detalles: ¿cuándo, dónde, por dónde, con quién, un pecado nefando quizás, tocamientos previos, en qué zonas, con qué resultados, con consentimiento o a la fuerza? Era preferible callar y pasar a otro tema, pero ¿y la amenaza de ir al infierno por no haber contado todo?
Había un tata, por lo demás buen hombre, que al explicarnos la teoría de la evolución nos decía: Los que creen que descendemos del mono son unos hijos de mona. Y otro tata más viejito y amable nos explicaba que el diablo andaba por todas partes pero que era fácil reconocerlo, pues bastaba mirarle los pies: tenía pezuñas de cabra. Curiosa teoría lombrosiana para las cosas del más allá. Cuando ya íbamos a graduarnos, ese tata nos convocó uno por uno para decirnos cómo íbamos a firmar. Entre los disidentes, recuerdo a un buen amigo que hasta ahora se limita a escribir su nombre al revés, de derecha a izquierda. El resto, no sé si todavía firma según la instrucción del tata.
La Iglesia postconciliar desechó muchas de sus prácticas ojalá que para siempre.