La indiferencia que era la gran pasión colectiva, ha sido desplazada por la pasión misma como un sentimiento de entusiasmo profundo por lo que se siente con toda intensidad. El llamado sujeto de mercado, se pone a prueba para consumir, olvidar, soñar, entrar en éxtasis. Esa pasión la produce el fútbol que según los indicadores […]
La indiferencia que era la gran pasión colectiva, ha sido desplazada por la pasión misma como un sentimiento de entusiasmo profundo por lo que se siente con toda intensidad. El llamado sujeto de mercado, se pone a prueba para consumir, olvidar, soñar, entrar en éxtasis. Esa pasión la produce el fútbol que según los indicadores del rating la vive hoy en todos los espacios cotidianos uno de cada cuatro humanos del planeta. No hay tiempo para largas conversaciones, complejos discursos, argumentos extensos, tampoco para el aburrimiento o la soledad, la pasión es el tiempo mismo, la emoción plena del presente inmediato.
El fútbol, ese juego simple de reglas matemáticas y sentido común del siglo anterior, que permitió conocer países olvidados y geopolíticas excluidas de las Naciones Unidas, pero a la vez saber los humildes orígenes de jugadores criados en barriadas populares que los empresarios compraban para hacer dinero, ha muerto. Ese fútbol dejó de existir, para dar paso al juego complejo, de empresarios que se enriquecen y pueblos enteros que viven la pasión o lo padecen. Hoy el fútbol es una mercancía, creada, calculada, una mezcla de capital trasnacional e identidades colectivas que producen ganancias, es una vía del despojo por otros medios.
Africanos, europeos, asiáticos, australianos y latinos, igualados por un instante, pintados o disfrazados no reparan en el color de la piel o el lenguaje. Los une la pasión, los separa la bandera a la que siguen. En el estadio ocurren cosas impensables en la política. Un país escondido en el mapamundi como Ghana que hace sufrir a la invencible Alemania, que a la vez tiene bajo control a Grecia entera hipotecada por el Bundesbank y ahora es derrotada por Colombia. Costa Rica que saca del camino a Italia, el mismo día que el papa Francisco de Argentina excomulga a la mafia calabresa. España la mejor de Europa destronada por Chile al tiempo que abdicaba el rey. La pequeña Uruguay antiimperialista derrotando a la temible Inglaterra victoriosa en la guerra de las Malvinas.
Los estadios y las pantallas son por estos días un Vaticano, una Meca, un Wall Street, en síntesis un centro de pasiones y negocios donde se combinan jugadas que alegran a unos y enriquecen a otros. Los estadios son en sí mismos una bienal de arquitectura, escenarios imponentes, con alta tecnología, vigilados y controlados, a los que asisten entre 50 o 70 mil personas pagando cientos de dólares por una entrada. Son zonas de distensión real y simbólica del poder en la que gracias a la masa sin forma se puede -como solo puede ocurrir allí- expresar afectos y entusiasmo por Irán o Argelia, sin el temor a ser asesinados por drones o espías americanos. Los estadios adelantan tiempos, el de Manaos -Arena Amazonia- es el primero construido en mitad de la selva más espesa y rica del mundo, apetecida por financistas y mafiosos y por ambos a la vez. El fútbol los traerá de vuelta a implantar bases y trasladar la muerte del desierto al verde amazónico, traen fútbol después guerra.
Afuera de los estadios la política suma inconformidades con oportunismos. Las calles de Brasil muestran lecturas de la realidad: La del Partido de los Trabajadores que llegó al poder con Lula y tiene al país como sexta potencia económica del mundo y cuya presidenta podrá ser reelegida en octubre; la socialdemocracia que quiere el poder y aúpa un no al mundial acusando cuantiosas inversiones que alientan movilizaciones con disturbios; los socialistas que apoyaron al PT que buscan ser gobierno pero no quieren disturbios, su consigna es si al mundial pero no a la FIFA. El gobierno del PT afirma que invirtió en educación 236 veces más que en estadios y que esperan recibir ingresos por 8 veces más de lo invertido. La mercancía fútbol la vende la FIFA convertida en un poderoso para-estado privado que cogobierna al mundo. Coca cola, McDonald y otras trasnacionales a su alcance, controlan el mercado informal que por necesidad habían creado los necesitados y que ellas consideraban despreciable y perseguían. En todo caso nada de este debate y enfrentamiento detiene la pasión ni el consumo.
Por fuera de Brasil, en miles de ciudades del mundo el fútbol llena plazas, como lo hace el Papa cada domingo para anunciar milagros y beatos. La pasión del fútbol también saca milagros de los pies de los jugadores, gente que dice alentarse, amores que se sellan o se rompen, soldados que desertan de sus filas, enfermos que caminan, maldiciones que se van. Las pantallas públicas complacen a funcionarios de jornada continua, taxistas, vendedores informales, profesionales, desempleados, universitarios, colegiales, turistas, vagabundos y transeúntes de todas las nacionalidades. Por suerte o desgracia la mejor manera de pasar la vida para cientos de millones es dejarse llevar por la multitud alegre y ruidosa que grita, que delira. La pasión se preparó, se adecuaron lugares, bares, tiendas, calles, plazas, salas. Se acomodaron horarios, vestuarios, comidas. La pantalla traslada modos de vida, costumbres y necesidades de una clase social a otra al ritmo de una globalización que se muestra natural, seductora. Todo lo imaginable ocurre gracias a un juego de pelota que mueve pasiones para acumular millones.
Como en un mercado de bienes los jugadores tienen precios que suben y bajan en un parpadeo, en una patada. Messi llegó costando 137 millones de euros, Cristiano Ronaldo 105 y Neymar 87. En una hora ganan lo que cuesta un plan de sanidad para millones de enfermos o miles de becas para estudiantes universitarios. Los resultados hablan por países y geopolíticas, llevan supersticiones, producen afectos y rabias. Los racistas sufren los triunfos africanos, los homofóbicos los besos y cariños entre jugadores, los dueños sudan e infartan su jugador falla y la bolsa se deprime, los gobernantes preparan alocuciones, los generales revisan estrategias para eliminar a sus contrarios en cambio de vencerlos. La pasión por el fútbol mercancía exalta un patriotismo que se traduce en ganancias para los financistas. Los pobres del mundo se divierten, festejan y al ritmo de solidaridades y pasión aceleran la fluidez del mercado en todos sus flancos aunque haya que vender un poco de sangre, un riñón o alquilar su cuarto para comprar un televisor. En Colombia para las mayorías la pasión es euforia, color, banderas, cantos, abrazos y gritos incontenibles. Otros pocos siguen la estética mafiosa y camorrera de la patria dividida por el régimen del odio, celebran con estridencia, a balazos y actuaciones de venganza e irrespeto contra el otro sea hincha o adversario, si el equipo gana celebran inclusive hasta matar o morir, si pierde también. Comentaristas irresponsables exaltan a esta especie vengativa con: somos verracos, únicos, invencibles, matadores, machos, los que no se humillan ni perdonan, los asesinos del balón… Viene ahora la pasión por la paz, la que no es mercancía ni negocio, trae con pueblo pero no trae milagros, odios, ni comentaristas.