En 1977 el economista estadounidense Albert Hirschmann escribió una obra ya clásica, Las pasiones y los intereses, en la que cuenta la historia del capitalismo a partir de la oposición entre estos dos conceptos. Según el autor, durante siglos se intentó reducir el conflicto y la guerra operando en el terreno de las pasiones: bien […]
En 1977 el economista estadounidense Albert Hirschmann escribió una obra ya clásica, Las pasiones y los intereses, en la que cuenta la historia del capitalismo a partir de la oposición entre estos dos conceptos. Según el autor, durante siglos se intentó reducir el conflicto y la guerra operando en el terreno de las pasiones: bien reprimiéndolas como causa de todo mal, bien activando simultáneamente dos pasiones de signo contrario para que se anulasen mutuamente (el filósofo Pascal lo expresó de la manera más sintética al decir que «los hombres nos sostenemos en la virtud como entre dos vicios contrarios»). Lo cierto es que, según Hirschmann, el fracaso de estas dos estrategias determinó la aparición histórica de una tercera propuesta basada en la promoción de una pasión que en realidad vendría a desactivar todas las demás: el interés. A partir del siglo XVII, en efecto, el interés, «la más banal, mezquina e inofensiva de las pasiones», se va a reivindicar como la mejor manera de poner fin a las guerras. Cuando Locke, Montesquieu o Kant confían en la doucer del comercio, están pensando en un tendero a gran escala cuyas plebeyas ambiciones económicas vinieran a frenar la «pasión de la gloria», que hasta entonces había vinculado la guerra y la destrucción con las clases altas. El ascenso de la burguesía y la generalización del comercio -el alba, en definitiva, del capitalismo- fueron saludados con esperanza por varias generaciones de filósofos y gobernantes ilustrados que asociaron «el fin de la historia», es decir de la guerra, a la capacidad de los intercambios mercantiles para «dulcificar» o «apaciguar» las costumbres. Al aristócrata armado y su afán de inmortalidad se oponía el vendedor pacífico y su sed terrenal de riquezas.
El siglo XIX puso fin a toda ilusión ingenua. No sólo porque el capitalismo se convirtió enseguida en un gran devorador de hombres en las fábricas de Inglaterra sino porque muchas de las guerras que desde entonces han devastado el mundo se han hecho en nombre del «libre comercio». El colonialismo, en este sentido, vino enseguida a desmentir la eficacia pacificadora de los mercados, que necesitaban siempre un ejército para imponer sus contratos. Pero lo cierto es que la propia extensión colonial europea transportó consigo estas utopías mercantiles que aspiraban a consolidar la hegemonía occidental sin violencia. Al guerrero que abría a cañonazos las selvas y los desiertos, se oponían dos figuras que, a su vez, se disputaban entre sí los territorios coloniales: el comerciante y el misionero. En un interesante libro aún inédito sobre la empresa colonial española en Africa entre 1827 y 1913, la investigadora y profesora Dolores García Cantús llama la atención sobre el hecho de que los proyectos de explotación colonial de los territorios del golfo de Guinea se reactivaron varias veces a lo largo del siglo XIX, pero siempre coincidiendo con el regreso de los liberales al gobierno de Madrid. A los sacerdotes y sus pasiones religiosas se oponía el bonachón interés, en cuyo carácter «progresista» realmente creyeron algunos de los comisarios regios enviados a Fernando Poo: es el caso, por ejemplo, de Guillemard de Aragón, médico anticlerical y antropólogo primerizo, que fracasó estrepitosamente en su cometido, acosado por curas y militares, por querer aplicar ingenuamente sus convicciones.
Quizás el capitalismo no tiene la culpa de todos los males, pero hoy sabemos que es incompatible con «el dulce comercio», el cual se convirtió, bajo su impulso imperialista, en la maldición de los pueblos sometidos. Lo cierto es que el interés no sólo no neutralizó las pasiones sino que ha acabado convertido en la peor de todas ellas: por los efectos que introduce en sí misma y porque, en las llamadas sociedades de consumo, ha alimentado, atizado, multiplicado las pasiones que se suponía iba a contener. Por un lado el interés se ha naturalizado de tal forma que ha hecho retroceder sobre todo a las pasiones más nobles: el altruismo, la solidaridad, la generosidad, la confianza. El derecho de los individuos, al igual que el de los Estados modernos «maquiavélicos», a defender los propios intereses se ha convertido en el principio ideológico rector de las relaciones entre humanos: la sociedad menos hipócrita de la historia no rinde ningún homenaje a la virtud, ni siquiera de palabra, como lo demuestra el grado y extensión de la corrupción en un país como España. El viejo adagio clásico según el cual «en el amor y la guerra todo está permitido», al que intentó oponerse la lógica del interés, ha ampliado su dominio al terreno de los «negocios», que el capitalismo ha dignificado como la forma más perversa del amor y la forma más legítima de la guerra. La paradoja del capitalismo es que no sólo ha abolido los «códigos de honor» del viejo y violento régimen feudal sino que ha acabado con los propios «códigos éticos» que regían los mercados pre-capitalistas. El «mercado libre» esclaviza a los hombres, pero además no libera el mercado: lo destruye.
Al mismo tiempo esta «emancipación» neoliberal de todos los códigos éticos en un mundo de sobreproducción y sobreconsumo ha echado gasolina en todas las pasiones. Al privilegiar socialmente el momento del consumo indiscriminado (de objetos, cuerpos e imágenes) sobre el de la producción y el ahorro, el mercado capitalista -junto con su tecnología ancilar- ha asociado el prestigio al protagonismo en un recinto de visibilidades fugaces y competitivas: «me consumen, luego existo». Su átomo y su colofón es el «selfi», la pasión de la autopublicidad en una dinámica de guerra permanente, y de permanente escalada «armamentística», contra todos los que quieren ser consumidos en mi lugar y antes que yo. El que no es consumido no deja ninguna huella, ni en la cultura ni en la política. Esta lógica del selfi -de la pasión autopublicitaria- monopoliza todos los campos y todas las conductas. Algunas veces es sólo esperpéntica, aunque bastante benigna. Pensemos, por ejemplo, en la pasión nacionalista de Marlen Doll, actriz porno chilena que ha tenido su minuto de gloria tras prometer, y mantener, relaciones sexuales durante 12, 16, 18 horas seguidas a medida que la selección de su país iba derrotando rivales en la Copa del Mundo. Pero si vamos un poco más allá debemos admitir que también es un «selfi», un gigantesco y monstruoso «selfi», el atentado de las Torres Gemelas en 2011 o ahora, en Iraq y Siria, las matanzas exhibicionistas de los yihadistas de ISIS, cuyas imágenes son trabajadas en estudio y manipuladas con fotoshop para producir un efecto aún más terrorífico. El «selfi», estadio superior del consumo capitalista, recupera, reactiva, radicaliza las pasiones más antiguas, incluso las nacionalistas y religiosas, en virtud de una lógica des-moralizadora puramente mercantil. Todo está permitido si se trata de vender: un producto, un cuerpo o una causa.
Las pasiones alegres y tranquilas, las razones más serenas, se han vuelto invisibles y por lo tanto completamente inoperantes. El capitalismo no tiene la culpa de todo, desde luego, pero no se puede negar que, del mismo modo que es incapaz de distinguir entre un tanque y un saco de trigo, ha borrado también la diferencia entre pasiones e intereses, esa diferencia que los ilustrados quisieron ingenuamente administrar en beneficio de la humanidad y que hoy, disuelta en el mercado, reivindica lo peor de todas las épocas y de todas las culturas.