Paul Theroux (Medford, Massachusetts, 1941) es uno de los escritores de viajes más reconocidos del mundo, así como autor de galardonadas novelas, algunas de ellas llevadas al cine. Antes de volcarse en la escritura, formó parte de los Peace Corps en África, dando clases en Malawi y Uganda, y también ejerció de profesor en la […]
Paul Theroux (Medford, Massachusetts, 1941) es uno de los escritores de viajes más reconocidos del mundo, así como autor de galardonadas novelas, algunas de ellas llevadas al cine. Antes de volcarse en la escritura, formó parte de los Peace Corps en África, dando clases en Malawi y Uganda, y también ejerció de profesor en la Universidad de Singapur. Su épico viaje entre Gran Bretaña y Japón, El gran bazar del ferrocarril, publicado en 1972, lo catapultó a la fama y constituye un clásico del género. En 1981 recibió el James Tait Black Memorial Prize por La Costa de los Mosquitos, posteriormente objeto de una adaptación cinematográfica a cargo de Peter Weir. Entre el resto de su prolífica obra, destacan títulos como los recuentos viajeros El viejo expreso de la Patagonia, El gallo de hierro, Las columnas de Hércules y El safari de la estrella negra, y libros de ficción como La calle de la media luna (base del film homónimo), Millroy, el mago, Mi historia secreta, Kowloon tong (origen de la película La caja china) y Hotel Honolulu. Despertó controversia la crónica de su truncada amistad de tres décadas con el Premio Nobel V.S. Naipaul, publicada con el título Sir Vidias Shadow. Sus relatos aparecen de forma periódica en prestigiosas revistas como The New Yorker y colabora frecuentemente en Talk y Mens Journal.
En la actualidad reparte su tiempo entre Cape Cod y Hawai, donde se dedica profesionalmente a la apicultura. Ha publicado innumerables artículos y decenas de libros de crónica y de ficción inspirados en sus travesías. Este año llega al mercado en lengua española su más reciente obra, The Elephanta Suite, en que desnuda el alma de la India convertido, como siempre, en un viajero invisible. Los críticos han alabado su última obra: «Elefanta suite es un tríptico exquisito en el que figuras de cada panel consiguen cambiar nuestro punto de vista sobre el resto de la composición. El conjunto, todo y su sutilidad, está realizado con fuertes colores. Theroux trata todos sus personajes con pródiga franqueza, ya sean hindúes o americanos.», The Daily Telegraph; «Elefanta suite supone el intento de Theroux por mostrar y explicar la India contemporánea en todo su bullicioso, seductor, anacrónico y desorientador dinamismo.», The New York Times Book Review; «Theroux tiene un ojo clínico para las paradojas y los complejos efectos culturales del reciente resurgir económico de la India. Cuando más entretiene Elefanta suite es al revisitar los viejos temas postcoloniales a la luz del rápido pero desigual desarrollo del país. Quizás Theroux este pisando terreno conocido, pero no ha perdido un ápice de su perspicacia y poder para cautivar.», The Telegraph; «Un conjunto de novelas cortas brillantemente evocadoras y a propulsión. La fuerza de Theroux como escritor y viajero siempre ha provenido de su disposición a decir y hacer lo que pocos de nosotros podríamos, y es una apuesta segura que estas historias jubilosamente impenitentes no serán promocionadas por la Cámara Americana de Comercio o el Ministerio de Turismo de la India. El bestiario humano raramente ha encontrado a un observador más vívido.», Time; «Las novelas cortas que conforman Elefanta suite son reflexivas pero, al mismo tiempo, avanzan de forma encandiladora, resultando por momentos conmovedoras, sexys y perturbadoras.», The Washington Post. Le ofrecemos a nuestros lectores un artículo sobre su obra y un adelanto del primer capítulo, «Monkey Hill», en el cual un matrimonio de norteamericanos ricos ve cómo el deseo por lo desconocido y exótico puede lindar con la pesadilla. Como en todos sus libros anteriores el mundo nos parece muy pequeño y muy viejo. La versión española ha sido editada por Alfaguara en febrero de 2008 con el título Elefanta Suite. ( Nicolás González Varela )
Un Maestro de los Viajes
Por Sergio Paz
Ahí está Paul Theroux; en su finca apícola en Oahu, Hawai, el lugar que eligió para retirarse cual Sherlock Holmes, el célebre detective que pasó sus últimos días recolectando miel y más miel.
A los 65 años, el autor de Costa Mosquito -su novela más célebre, protagonizada en el cine por Harrison Ford- amén de una decenas de libros de viaje que lo convirtieron en una autoridad en el tema, ahora cría abejas e impulsa Oceania Ranch Pure Hawaiian Honey; un emprendimiento paradojal, considerando que el escritor siempre se ufanó de no haber vivido «más de un año en el mismo lugar».
Claro que, en rigor, eso no ha cambiado: Theroux vive la mitad del año en Hawai. Y, cada verano, parte a su casa en Cape Cod, Massachusetts, muy cerca del lugar donde se crió yendo a los scouts de un colegio católico. Probablemente fue ése el origen de su pulsión viajera; la misma que le reportó gonorrea, disentería, dengue, malaria y parásitos intestinales, pero además le permitió escribir monumentales obras como El caballo de hierro; el resumen de sus andanzas en tren por Siberia, Mongolia y China, quizás su libro de viajes más emblemático.
Ahí está Theroux: un domingo como hoy limpia panales y, de tanto en tanto, se conecta a la web para contestar mails que le envían fans de todo el mundo. Incluyendo, tiempo atrás, el de Michel Shapiro, un cronista de viajes que ha seguido su huella y que, tras el intercambio de correspondencia, escribió el perfil más iluminador que existe hoy de Theroux; un misterioso viajero del cual no pocos biógrafos han dicho que es imposible saber quién es en verdad. «Nunca -le dijo entonces Theroux a Shapiro– he escrito un grandioso best seller ni he escrito la gran novela americana. Sí el reflejo de donde he estado y lo que vi».
Y eso no es poco. Es más, es la identidad de Theroux; un confuso alter ego de ficción forjado en un fantasmagórico tránsito por andenes, aeropuertos y carreteras. Los que admiran su obra lo saben muy bien: Theroux siempre viaja solo, jamás toma fotos ni registra entrevistas con grabadora. Theroux sólo redacta notas que, cada cincuenta páginas, fotocopia y mete a un sobre que dice «Penélope». Penélope es como él llama a su segunda mujer. «Un buen viajero -dice él- no tiene poder, no tiene influencia ni identidad. Es por eso que un viajero necesita optimismo y un corazón fuerte. Sin seguridad en sí mismo todo viajero es una miseria».
Ahí esta Theroux: tras egresar de la Universidad de Massachusetts parte a Urbino, Italia y un año después a Malawi, África, como miembro de los Cuerpos de Paz. Poco duró: acusado de participar en un golpe de Estado contra el dictador, es expulsado. Consigue trabajo en la Universidad de Kampala, Kenia, tiempo en que no sólo cosecha una profunda amistad con V. S. Naipaul, luego premio Nobel de literatura, sino que además aprovecha de viajar y escribir sabrosos relatos para Esquire y Playboy. Eso sin abandonar su ideario político, sensible a los agobios de África, tras lo cual el auto en el que viajaba con su esposa, recién embarazada, es víctima de un atentado. Theroux sobrevive pero huye de África decidido a trasformarse en escritor-nómada profesional. Décadas tardaría en volver: eso para hacer Dark Star Safari, el agobiante relato de un viaje -cargado de horror y humor- que parte en El Cairo y termina en Cape Town, siempre en búsqueda de un África que el escritor terminaría catalogando no de lugar sino de trasero.
Theroux, deben saberlo quien aún no lo han leído, no es nice. A Naipaul lo retrató como un egótico en un libro y ya no se hablan. En sus viajes Theroux evita museos, iglesias, tumbas y monumentos. Si se da cuenta de que poca gente va a un lugar, le parece una gran razón para ir. De los sitios que visita dice lo que piensa. Si va al Pacífico puede decir, por ejemplo, que los samoanos son adorablemente hospitalarios mientras hayas pagado la cuenta. Incluso recomienda: ¿Quieres convertirte en escritor de viajes? Pues ándate de casa. Solo. Ya. La universidad no importa. Sí leer. Sé independiente.
Eso fue, al menos, lo que hizo Theroux quien, desde 1967, no ha parado de publicar libros año tras año. Primero fue Waldo; una novela nada especial. Luego una y otra hasta que, aprovechando su estadía en Singapur, publicó Saint Jack; el vívido relato de la vida de los ingleses en Indonesia que, años después, se convertiría en una película protagonizada por Ben Gazzara y dirigida por Peter Bogdanovich. Luego el escritor se lanza a viajar como enfermo. Publicando, entre destino y destino, monumentales relatos de viaje que no son otra cosa que una personalísima historia de la geografía humana mundial.
«¿Qué leo? Algunas guías como Lonely Planet, novelas ambientadas en los lugares que voy a visitar, pero especialmente leo mapas».
Una fría mañana de 1978, Theroux viaja en tren desde Boston a Argentina. En el camino se queja de los hinchas del fútbol de El Salvador y, ya en Buenos Aires, del encuentro con un aburrido Jorge Luis Borges. Puede, claro, que Theroux haya estado terriblemente cansado. Para llegar, en plena era Carter, ha debido cruzar toda América abordo de trenes que ya ni siquiera existen, entre ellos el Lone Star, el viejo Amtrax que iba desde Chicago a Houston; o el Águila Azteca que conectaba Ciudad de México con Monterrey; más, claro, la destartalada Estrella del Norte que unía Tucumán con Buenos Aires; sin olvidar el subte argentino. Toda una obsesión los trenes en la vida de Paul Theroux. De ellos ha dicho: «Ir por tierra es la única manera seria de viajar. Y por tren es la manera más fácil de hacerlo». Theroux es un hombre marcado. Él mismo dice que el viaje que más lo impactó fue el primero: de Boston a Hartford en un tren suburbano, cuando aún era un chiquillo.
Quizás fue ahí donde comenzó a planear El gran bazar del ferrocarril, el libro que, dos años antes del viaje a Argentina, escribió tras montar míticos trenes como el Theran y el Mandalay Express: en total cuatro meses uniendo Europa, Medio Oriente, India y el Sudeste asiático.
Se cuentan por decenas los libros de viajes de Paul Theroux. Para hacerlos da la vuelta a Inglaterra, a pie, por la costa. Luego navega por los mares de China. Más tarde viaja en tren desde Peshwar a Chittagong, siguiendo la Ruta Imperial; y, aún no exhausto, el mismo año decide volver a la Patagonia para despejar una discusión que tiene con Bruce Chatwin respecto a la influencia de la mítica región en la historia de la literatura. Theroux no quiere, no puede parar. Una y otra vez llega a la estación Victoria de Londres y desde ahí inicia aventuras a remotos lugares. Siempre con un plan literario muy claro. En una ocasión, buscando las famosas columnas de Hércules, la última frontera del Mediterráneo, inicia un viaje desde Gibraltar a El Cairo.
«¿Viajar? Siempre sueño con eso. Aún hay lugares que no conozco y a los que siempre he querido ir», le dijo Paul Theroux a Saphiro, poco antes de publicar su más reciente libro: The Elephanta Suite, una cruda visión de la India moderna.
Ahí está Paul Theroux: a los 67 años, recién cumplidos, todavía ganoso de seguir patiperreando. Sólo una cosa ha cambiado. Ahora le gusta pasar más tiempo en el mismo lugar; en la finca que, entre otras cosas, le fascina porque jamás ve a sus vecinos. Sí le encanta Hawai: de hecho, de tanto en tanto, toma su auto y recorre la Kamehameha Highway hasta llegar a la bahía Waimea; su lugar favorito. Al regreso, para a veces en la peluquería de Kenny. Luego vuelve donde sus abejas. Las observa. Escribe. Lo mismo que ha hecho siempre.
«El viaje perfecto -dice Paul Theroux– aparte de los lugares casi inaccesibles, no está más lejos de donde encuentras la soledad».
Elefanta Suite
Por Paul Theroux
Estaban plantados con los hombros caídos y cabizbajos como los dolientes en un entierro, criaturas umbrías, de la estatura de un niño, o bien se habían acuclillado a la orilla del camino en cuesta. Todos miraban además en lamisma dirección, como si en silencio venerasen la puesta de sol, con un colorido sucio y un silencio sepulcral, más allá de la ciudad santa. Inmóviles al borde del barranco, estaban a muchos kilómetros de la ciudad y del río que se ensanchaba en el llano y serpeaba hacia el crepúsculo, el sol cada vez más gris, ardiente en una polvareda cada vez más alta, como un banco de nubes. Abajo, las farolas se habían encendido, y en la oscuridad la ciudad distante remedaba una tela aterciopelada que cubriese bultos aquí y allá, y salientes, y aristas de oro. ¿Qué estaban mirando? Menguó la luz, aumentó el frío, aquellas criaturas se estremecieron.-Casi son humanas -dijo Audie Blunden, y miró más a fondo y vio el pelo apelmazado. Con un ladrido como una tos ronca, el mayor de los monos alzó el rabo enroscado, bajó los brazos y se apoyó sobre los nudillos. Echó a andar. Los otros lo siguieron balanceando el rabo como si fuera una señal de asentimiento. La nítida simetría del camino desapareció bajo el temblor de los cuerpos, cuando la tropa de los monos rezagados echó a caminar para ascender la ladera hacia los árboles fibrosos en la linde del bosque.-Me dan miedo -dijo Beth Blunden, y aunque el mono más cercano se encontraba a más de cinco metros, notaba la pelambre astrosa erizarse al contacto con la piel desnuda de su antebrazo.
Recordó con toda claridad los rugidos de aquel babuino en Kenia que había aparecido cerca del catre que ella ocupaba, bajo los árboles del espino, como un demonio, sus dientes perrunos apiñados en una boca abierta de par en par. Aquel mal bicho había atacado al perro del guía, un afable labrador; le había mordido en el anca, dejándole el hueso a la vista, antes de largarse asustado por los estacazos que le propinó el africano enloquecido de ira. Sucedió en otro de los viajes que habían hecho juntos.
-Odio a los simios -dijo Beth.
-Son monos.
-Es lo mismo.
-No. Los simios se parecen más a nosotros -dijo
Audie, y aprovechando la oscuridad se metió sigiloso un dedo en la nariz. ¿Sería por la sequedad del aire?
-Creo que es justo al revés.
Pero Audie no le había oído. Él escudriñaba la penumbra cada vez más negra.
-Increíble -dijo en un susurro-. Creo que están contemplando la puesta de sol, aprovechando el calor
de los últimos rayos.
-Igual que nosotros -dijo ella.
Y Beth se lo quedó mirando, no por lo que había dicho, sino por el modo en que lo dijo. Pareció pomposo y engreído al masticar tan simple observación. Viajaban mucho los dos, y ella había reparado en que los viajes a menudo convertían a aquel hombre normal y corriente en un presuntuoso. Estaban en lo alto de una loma baja, en uno de los montes al pie del Himalaya, desde donde se dominaba la ciudad santa. Más allá, siguiendo la cordillera, desde donde estaban alojados -un balneario llamado Agni- se alcanzaban
a ver, en los días claros, las cumbres cubiertas por la nieve. Habían ido a Agni con la idea de pasar una semana y someterse a tratamientos de salud. La semana pasó rápidamente. Se quedaron otra, y habían empezado a renovar su estancia de semana en semana, diciéndose que ya se marcharían cuando tuvieran ganas de irse. Eran viajeros con mucho mundo, pero nunca habían visto una
cosa así. En hilera, los monos seguían su ascenso por el camino tanto a brincos como a rastras, el mono más grande
y más osado abriendo el paso, ladrando de cuando en cuando como si lo acometiera una tos de consideración.
-Buenas noches.
Salió un hombre del camino que iluminaba el crepúsculo, haciéndose a un lado con agilidad para dejar pasar a los monos. Los Blunden no se sobresaltaron. Las tres semanas que llevaban allí les habían preparado. No es que hubieran visto gran cosa de la India, pero sabían que siempre que habían vacilado sin saber qué hacer, en donde fuera, desconcertados, o pensativos tan sólo, les había salido
al paso un indio para darles explicaciones, por lo común un hombre ya entrado en años, un pedante que cabeceaba sin cesar y les apremiaba con comentarios irrelevantes. Éste vestía camisa blanca, un chaleco grueso y unos pantalones
anchos, y calzaba sandalias. Unas gruesas gafas de concha le distorsionaban los ojos.
-Veo que están en trance de observar a nuestros monos.
Al igual que tantos otros amigos de dar explicaciones, éste resumió a la perfección lo que estaban haciendo.
-No se sientan perplejos -siguió diciendo.
Era cierto: se habían quedado perplejos.
-Se reúnen siempre al atardecer. Asimilan en los cuerpos los últimos rayos del sol -dijo «cuerpos» de un modo voluptuoso y ligeramente hambriento, como si diera carne a la palabra.
-Me lo suponía -dijo Audie-. Es lo que le he dicho a mi mujer. ¿Verdad, Beth?
-También contemplan el humo y las hogueras del templo, en la ciudad.
Ésa era otra cosa que ya habían tenido ocasión de descubrir. Los indios como ése nunca escuchaban. Les endilgaban
un monólogo por lo general informativo, pero curiosamente desprovisto de énfasis, como si fuera un recitado, y nunca parecía que les interesara nada de lo que pudieran decir los Blunden.
-¿Qué templo? ¿Qué ciudad? -preguntaron sobre la marcha.
El indio señalaba con el dedo índice a la oscuridad.
-Cuando se pone el sol, los monos se dan prisa, ¿ven?, para llegar a los árboles en donde pasarán las horas de la noche, lejos de todo peligro. Allí están los leopardos. No uno, ni dos; son abundantes. Los monos son la carne que comen.
«Carne» fue en sus labios otra palabra apetitosa, como «cuerpos», que el hombre pronunció como si le tentara, dándole una densidad nervuda y el deseo de lo prohibido.
Pero no les había contestado.
-¿Hay leopardos aquí, en Monkey Hill? -preguntó Audie.
El viejo pareció torcer el gesto como si manifestara su desaprobación, y Audie dedujo que había sido por su forma de decir «Monkey Hill», pero así era como lo llamaban casi todos, y era más fácil de recordar que por su nombre indio.
-Se cree que Hanuman Giri es lugar exacto en el que Hanuman, el dios mono, recogió hierbas curativas y plantas salutíferas para devolver vida al hermano de Rama, Lakshman. Sí, eso era: Hanuman Giri. Al principio creyeron que estaba él respondiendo a su pregunta sobre los leopardos, pero ¿qué era aquello de las hierbas y las plantas?
-Está todo en el Ramayana -dijo el indio, y señaló con la mano huesuda-. Allí. ¿Ven montaña detrás de pocos árboles? -y no aguardó respuesta-.
Seguro que no. Es espacio desierto donde antaño estuvo montaña. Ahora es ciudad y templo. Santuario, por así decir.
-Nadie ha dicho nada de un templo.
-En su día fue mezquita musulmana, construida cinco siglos ha, en la era Mughal, sobre sitio de templo de Hanuman. Hace diez años, problemas; invasión de mezquita, quema. Los monos observan idas y venidas, aquí y allá.
-Tengo dolor de cabeza -dijo Beth, pensando: ¿invasión? ¿Santuario?
-Hace muchos años… -empezó a decir el indio, como si la señora Blunden no hubiese abierto la boca: ¿estaría sordo? ¿Qué interés podía tener todo aquello?-.
Hace muchos años estuve perdido en la selva, a unos tres o cuatro valles de aquí, por la parte de Balgiri. Se había hecho
tarde y era una tarde de la estación inviernal, pronto iba a anochecer. Vi una tropa de monos que parecieron darse cuenta de que estaba yo perdido. Iba vestido con ropa escasa, mal preparado para los rigores de una noche fría. Uno de los monos pareció llamarme por gestos. Indicó el camino y lo seguí. Parloteaba; es posible que con su cháchara quisiera reconfortarme. Tras subir por un precipicio
casi vertical vi el camino correcto allá abajo. Así me salvé. Hanuman me salvó, y yo venero su imagen.
-El dios mono -dijo Beth.
-Hanuman es la deidad en una imagen de mono, así como Ganesh lo es en una imagen de elefante y Nag lo
es en la de cobra -dijo el indio-. ¿Y ustedes de qué país vienen, si no es molestia?
-Somos norteamericanos -dijo Beth, contenta de que por fin les hubiera preguntado algo.
-Aquí hay muchas maravillas -dijo el indio sin dejarse impresionar por lo que acababa de oír-. Podrían pasar aquí la vida entera y seguir sin verlo todo.
-Estamos alojados arriba, en Agni -dijo Audie-.
En el hotel. Hemos salido a dar un paseo para ver la puesta de sol.
-Igual que los monos.
El indio no escuchaba. Ceñudo, escrutaba el valle que había descrito, donde la montaña según dijo fue arrancada de cuajo.
-¿Qué edad les parece que tengo? -preguntó-.
No lo adivinarían jamás.
-Setenta y tantos.
-Tengo ochenta y tres años. Hago yoga y meditación todas las mañanas durante una hora. Nunca he probado ni la carne ni las bebidas alcohólicas. Ahora me recojo en casa y tomo un poco de dhal y poori y requesón, eso es todo.
-¿Dónde vive usted?
-Aquí mismo, en Hanuman Nagar.
-¿Ésa es su aldea?
El viejo fue un repentino estallido de información.
-La localidad de Hanuman Nagar tiene importancia por su mercado y sus manufacturas de textiles, pero también cuenta con variadas esferas de empresas comerciales, incluyendo ferrerías, fábricas de cerámica, hornos de arcilla para hacer azulejos, hornos de esmaltar…
-Nadie dijo que hubiera una localidad -comentó Audie.
-Tiene también frutales y se cultivan frutos secos diversos. Yo me dedico al comercio de frutos secos. Además, como ya se dijo, está el santuario de Hanuman. Templo antiguo. Les doy las buenas noches.
Dicho lo cual se adentró en lo oscuro. Los Blunden echaron a caminar por la carretera en sentido contrario, comentando de paso el aplomo del viejo, el dominio de sí que exudaba, su punto de pedantería. Qué fácil era mofarse de él, por más que ciertamente les hubiera hablado de varias cosas que desconocían: la localidad, sus industrias, la historia de Hanuman, el asunto del templo. Era un tanto ridículo, pero no era posible mofarse de él. Era de carne y hueso. Todo cuanto para ellos era solamente Monkey Hill tenía una historia, un drama, un nombre en lengua india, y ahora, en aquella ladera baja, tenía también un asentamiento vecino.
-¿Has entendido lo que dijo sobre la mezquita y el templo?
Audie se encogió de hombros.
-Beth, tú deja que esos indios se pongan a hablar, que te trituran un caballo muerto y te lo convierten en comida para perros.