Dicen sus profesores que Paul Wolfowitz fue un estudiante modélico, de ejemplar comportamiento, en las universidades en que cursó Matemáticas, Historia y Ciencias Políticas. Dicen sus biógrafos que es un brillante intelectual, discípulo de Leo Strauss, capaz y trabajador. Dicen sus compañeros del Pentágono que es el más hábil estratega en materia de defensa que […]
Dicen sus profesores que Paul Wolfowitz fue un estudiante modélico, de ejemplar comportamiento, en las universidades en que cursó Matemáticas, Historia y Ciencias Políticas.
Dicen sus biógrafos que es un brillante intelectual, discípulo de Leo Strauss, capaz y trabajador.
Dicen sus compañeros del Pentágono que es el más hábil estratega en materia de defensa que ha pasado por el polígono, artífice, entre otras ideas, de las «guerras preventivas» y de la necesidad de aniquilar a los «competidores emergentes». Todo un teórico de la supremacía militar «en cualquier circunstancia», experto en «crear» amenazas y paranoias.
Dicen los periodistas que es el más diestro y sagaz funcionario con que ha contado la Casa Blanca, el único sobreviviente a todas las administraciones que se han sucedido en Estados Unidos en los últimos 30 años.
Dicen sus amigos que es un hombre sencillo, patriota americano, ferviente demócrata y honesto.
Dice su presidente que es un hombre leal que ha servido con pulcritud y fidelidad tanto a él como a sus antecesores en el cargo, y que por sus tantas virtudes y doctos saberes fue nombrado por unanimidad presidente del Banco Mundial.
Y ahí anda el modélico estudiante, el brillante intelectual, el hábil estratega, el diestro funcionario, el patriota americano, el pulcro y virtuoso Paul Wolfowitz, enredado en
una vulgar telenovela americana, en un barato folletín en el que no falta una amante, una amiga celosa, una secretaria a la que recompensar con otro cargo, un amoroso aumento de salario y un beso en el motel.
Y el noble y pulcro Paul Wolfowitz con agujeros en los calcetines… ¿o será en los calzoncillos?