Ante el panorama diverso de la realidad nacional, complejo, maravilloso mil veces y absurdo otras mil, florecen percepciones que muestran que lo que para algunos es una causa para otros apenas una consecuencia. Las elites concentran y controlan el poder y las riquezas y las grandes mayorías son las excluidas y negadas aunque están en la base de la misma realidad. La paz es el proyecto de las mayorías, pero se impone la guerra agitada por las minorías. En la mitad pivota una extensa franja de población que aunque prefiere un país en paz, siente ajena la guerra, es la clase media expuesta a los bombardeos incesantes de la meticulosa estrategia de medios masivos de distorsión que tienen por objeto hacer coincidir los valores familiares e institucionales con los empresariales. Facilitando la labor de impactar con titulares que anuncian las gruesas utilidades mensuales de los bancos y las trasnacionales, que no fortalecen la riqueza social, y dejar al margen los problemas y deficit presupuestales en hospitales, universidades, pensiones y otras mínimas garantías a derechos ya consagrados.
Se impone el imaginario de que es el tiempo de los negocios, de la economía, no de la ética, la política o las ideas. En esa lógica la guerra es necesaria porque es rentable y la alienta el gran capital, que a la vez que controla ideológicamente a la llamada clase media, se apropia de lo público, elimina lo común y resalta con intenso brillo los éxitos de lo privado. Lo común es presentado como lo absurdo de un mundo de declaraciones de derechos y lo privado exaltado como lo grandioso, que ya no solo se refiere a lo individual, si no a colectivos, a grupos de interés privado encargados de propiciar los marcos ideales para hacer buenos negocios, que solo necesitan marcos sociales, políticos, económicos y jurídicos adecuados para la estabilidad de sus pretensiones.
El parque público al que asistía la ciudadanía, no es rentable, tiende a desaparecer y ser reemplazado por el shopping, la gran superficie, al que asisten los clientes, el lugar de mayor realización individual de la clase media cuya meta a conquistar es ser un buen consumidor. La seguridad allí no se produce por efecto de las solidaridades entre visitantes del parque, si no que la provee una empresa de control privado. El shopping ofrece la caricatura de lo que lo público no puede ofrecer: la ilusión, el sueño de tener algo. Pero a la vez trasmite una idea de libertad de mercado, de autonomía. Ser libres para comprar, oler un perfume, observar decenas de vitrinas que llenan de ilusión, y estar en libertad para usar una tarjeta de crédito y no salir con las manos vacías de este lugar de paz y convivencia, en el que todos parecen iguales y todo se puede.
El lugar de lo privado se ha convertido en el lugar privilegiado de las políticas de estado hoy tomadas por el capital, que produce la exclusión, discriminación y desigualdad. Pero el imaginario colectivo encuentra al shopping como el lugar en el que todo fluye sin pausas, sin retrasos, sin alteraciones, allí el ritmo de la circulación del capital y no el del propio corazón es el que moviliza las actuaciones humanas, remueve obstáculos. En el shopping los reflejos de las transacciones entre unos y otros ocurren sin intervenciones aparentes entre clases sociales. La idea de igualdad que domina el ambiente oculta la historia de desigualdad que trae cada mercancía y no deja ver las prácticas aberrantes de los procesos de producción en las que persisten humillaciones, maltratos, esclavitud y tampoco las prácticas de intermediación en que los productores directos son despojados de su creación.
La política y la ética son extraídas del lenguaje y el modelo del shopping impone sus reglas. La política es suplantada por juegos de negocios de empresas electorales que convierten al ser humano en voto y a este en la mercancía que se compra y vende en bolsas electorales. Los partidos se fragmentan para extenderse y obtener mayores beneficios privados, a través de los elegidos -medium- que ya no representan las demandas de las mayorías y de la misma clase media, si no los intereses de sus empresas electorales. Los principios y convicciones políticas quedan reducidas a slogans y propaganda preparadas para seducir, usando referencias que pueden transitar por la moral, las buenas costumbres o los comportamientos de los candidatos para resaltar a alguien o eliminarlo del juego, al que de todas maneras se seguirá llamando legalmente democrático. Como en toda cosa entre humanos, no todo transita por la misma vía, las calles fluyen de otra manera, están llenas con los excluidos del shopping y la entienden como parte esencial de lo público, de lo común, como escenario en el que se construye la democracia, la paz, los derechos, la política y se ponen en riesgo o derrumban modelos e ideologías.
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