Hagamos memoria. ¿Quién se acuerda de la Guerra Fría, o del Mundo Bipolar? Por supuesto, a primera vista todo el mundo, o al menos los que tienen edad para ello.
Guerra Fría es un concepto que, por oposición a guerra (sin más), es la guerra que no se produjo, al menos en el sentido convencional, o no se produjo directamente entre los principales actores del conflicto bipolar. Con altibajos, es una palabra que según las circunstancias solíamos utilizar para definir un cierto funcionamiento del sistema mundial entre los años que van de 1945 a 1989, desde el estallido de la Guerra Fría a la caída del Muro de Berlín.
Por un lado, las líneas divisorias tradicionales durante la Guerra Fría: izquierda-derecha, conservadurismo-progresismo, imperialismo-antiimperialismo, etc., todo ello hace referencia a conceptos que se explican en clave ideológica, a partir de fracturas simples de describir. Ello no quiere decir, por supuesto, que todas las fuerzas de izquierda europeas fueran prosoviéticas, ni mucho menos, ya que desde el fracaso de la Primavera de Praga de 1968, incluso los principales partidos comunistas de Europa occidental (con el italiano y el español a la cabeza) fueron adoptando posiciones cada vez más críticas, hasta llegar a la formulación del eurocomunismo (concepto que dominó la escena durante varios años, y hoy hemos de buscar en las hemerotecas de la prehistoria). En cualquier caso, este tipo de líneas de fractura se situaban en lo que conoce como línea ideológica izquierda-derecha. Los marxismos (en plural) dominaban, más en apariencia que en apoyo social real, el paisaje intelectual, en Francia, Italia, Alemania, incluso España. En cambio, en los años noventa, en la confusión de la mutación del sistema internacional, todo se complicó. Los nacionalismos, la revitalización de las versiones más integristas de las grandes religiones, en particular el auge del islamismo, todo ello vino a abonar el terreno para que un libro como el de Huntington sobre el Choque de Civilizaciones dominase el debate durante unos diez años.
Otra sorpresa fue, inmediatamente después de la caída del Muro (toda una metáfora visual), constatar la incapacidad colectiva desde un punto de vista político pero también teórico de prever un cataclismo de tal envergadura. La convicción de que el comunismo soviético no iba a desaparecer así como así estaba muy enraizada, y muy democráticamente repartida a izquierda y derecha. Al fin y al cabo, el fin de la Guerra Fría fue un cambio sistémico, es decir una mutación de un sistema internacional a otro, de proporciones enormes. Esto debería llevar a los analistas, a los políticos, a los expertos, a plantearnos unos cuantos interrogantes. Y en este sentido el balance de los últimos 30 años es desigual, por no decir poco brillante. Confusión y perplejidad parecen haber sido los signos de identidad de los años noventa y los 2000. Algunos afirman haber salido de la perplejidad, pero no es nada seguro que sea cierto. Pero acontecimientos como la extinción de la Unión Soviética (en teoría el más totalitario y menos reformable de los regímenes autoritarios del siglo XX), la explosión de Yugoslavia, las masacres de Ruanda y la región de los Lagos, la Guerra del Golfo de 1991, o la guerra de Irak iniciada en marzo de 2003, han contribuido a desorientarnos a todos. El error de una cierta tradición conservadora, en política y en economía, fue darse por satisfecha con una lectura superficial de la crisis y desaparición de la URSS, y por extensión de todo aquello que denominábamos bloque del Este, sin esforzarnos en inclinarnos sobre el enfermo –terminal—para ver si las razones profundas de su agonía no eran más complejas de lo que parecían, y todavía más, si era cierto que aquella defunción soviética anunciaba realmente la solución de todos nuestros problemas a escala mundial. Es cierto que, si nos quedamos en una lectura superficial de la crisis de la URSS, la izquierda europea tampoco entendió bien su sentido, ya sea porque una parte lo vivió como un trauma difuso o explícito (esto último sólo unos pocos), ya sea porque la mayoría lo vivió como un malestar difícil de procesar. Algo así como: Así que al final ¿la derecha tenía razón? ¿ahora sólo queda Estados Unidos?.
Un mal debate, o un debate mal planteado, éste era el problema. Un mal debate, si el enfoque consiste en partir de la premisa de que la caída de la URSS presupone el triunfo definitivo del capitalismo, o que el mercado habría triunfado. Un mal debate del que la tesis sobre el fin de la historia sería su expresión más absurda, porque contrapone de manera simplista (y reduciendo las variables a dos) los parámetros de un problema mucho más complejo. Por otro lado, corremos el riesgo de perder de vista la realidad esencialmente dinámica de la política como fenómeno social. La Historia es dinámica, no es una foto fija. Las sociedades están, por definición, en un proceso de cambio permanente, en mutación estructural, y en el centro de esta dinámica hay un motor que se llama conflicto. No hay sociedad sin conflictos, no hay sociedad quieta, homogénea, compacta: una sociedad en la que los problemas habrían tenido una solución definitiva, gracias a la aplicación de una determinada fórmula ideológica. Los ritmos de estas mutaciones pueden variar mucho –acelerarse, ralentizarse, detenerse momentáneamente—y los conflictos pueden ser muy variados y adoptar formas muy distintas. Precisamente, ha habido sistemas políticos que, partiendo de la pretensión de que con su recetario ideológico y sobre todo de la rigidez de sus instituciones y sus normas (es decir, los sistemas totalitarios), han topado con la imposibilidad total de adaptarse a los cambios inherentes a su dinámica social: esto es, en síntesis, lo que le sucedió al régimen de la Unión Soviética. Si el marco institucional, normativo, cultural, social, no es adaptable (por demasiado rígido), al final estalla. El fracaso de los regímenes totalitarios tiene su raíz en aquella sencilla ecuación.
Esta rigidez del régimen soviético engañó a todo el mundo, pero las formulaciones críticas fueron insuficientes o llegaron tarde. El escritor francés Jean François Revel, por ejemplo, en un tono ciertamente arrogante, afirmaba en los años ochenta que el triunfo del comunismo soviético era inevitable y que “las democracias quedarían como pequeños y ridículos paréntesis en la Historia”, simplemente porque partía de la afirmación (ampliamente compartida) de que la URSS no era reformable desde fuera, por una guerra (como la Alemania nazi o la Italia fascista), ya que su estatuto de superpotencia mundial la protegía de tal eventualidad. Ni reformable desde dentro, por su naturaleza totalitaria. Y al final la URSS sufrió una implosión, que es el término que los técnicos usan, por ejemplo, para designar la explosión de un televisor de los antiguos por causas estrictamente internas. No, al final la rigidez totalitaria sin precedentes de la URSS fue la principal causa de su desaparición.
Por esta razón, el análisis del caso soviético es muy importante, más allá de que ahora nos parezca un problema de historia antigua, y en el terreno de las ideologías, un problema casi de arqueología. La importancia se deriva de que su existencia dominó buena parte del siglo XX, desde la revolución de octubre de 1917 hasta su extinción en 1991. Dominó completamente la estructura del mundo bipolar (con Estados Unidos), mundo en el que casi todo lo que sucedía entraba en esta lógica bipolar. Aún no hemos terminado de explorar las consecuencias de esta lógica bipolar, y las de su desaparición. Pero el fin de aquella superpotencia, la URSS, nos da mucha información sobre lo que fue como experimento político y social. En primer lugar, el bloque del Este, encabezado por la Unión Soviética, era considerado por todo el mundo como parte integrante del norte (en el eje norte-sur, que define la escala desarrollo-subdesarrollo en el sistema internacional), es decir, se trataba de un conjunto de países industrializados, con un elevado nivel de prestaciones sociales, etc., aunque con estructuras políticas ciertamente autoritarias.
En segundo lugar, ello nos permitió descubrir que el sur no siempre esta en el sur geográfico, sino que estaba más al norte, hacia el este, pero también entre nosotros, en nuestras propias sociedades (el cuarto mundo, la exclusión social). Los temas de debate se van así sucediendo unos a otros. Pero no hay que olvidar que el asunto de la URSS lo cerró Gorbachev, que hizo en cinco o seis años dos cosas que la teoría vigente consideraba imposibles: acabar con la Guerra Fría, y acabar con el comunismo soviético. La primera razón que llevó a Gorbachev a iniciar la perestroika y la glasnost(palabras estrella durante años, y hoy casi ininteligibles para nuestros estudiantes universitarios) no fue ciertamente acabar con el sistema soviético. Al contrario, pretendía reformarlo, para hacerlo competitivo en la escena mundial. El punto de partida, meritorio en sí mismo, era que aquello no podía durar. La razón última, o en última instancia lo que convenció a Gorbachev, primer dirigente soviético en seguir este razonamiento hasta el final, era que toda eventual reforma de la URSS se situaba en un contexto de sistema mundial único, unidad de la que no se podía escapar, que lo sobredeterminada todo, y portadora de una dinámica y unos constreñimientos objetivamente irresistibles. De modo que la reforma estructural, no sólo se situaba inevitablemente en este marco, sino que sólo podía tener como objetivo la integración de una URSS reformada en este mundo global. En todo caso, se trató de una dinámica que, una vez puesta en marcha, encadenaba una secuencia lógica que terminaba en una conclusión fatal (para la URSS): el mundo de finales del siglo XX ya no era el escenario de una competición antagónica entre dos modelos distintos e incompatibles, el comunismo y el capitalismo. Pero tampoco era el escenario armónico del triunfo de la segunda opción, sin más problemas ni más competidores. Era otro escenario mucho más complicado y conflictivo.
La hipótesis interesante era ver cómo el fin de la URSS contribuía a abrir un debate en profundidad -sobre todo en el seno de la izquierda- sobre las necesarias reformas teóricas globales que habían servido para interpretar el mundo de la posguerra. En particular, en relación a la hipótesis del modelo único emergente: democracia representativa + economía capitalista, para simplificar, así como la posibilidad o no, la pertinencia o no de modelos alternativos globales, más o menos radicales, más o menos totales (de alcance mundial, y de contenidos absolutos: economía, cultura, ideología, instituciones, normas, etc.). Se entiende modelos globales en el sentido que pretendió ser portador de una alternativa total el modelo soviético en su origen revolucionario.
Es difícil demostrar determinadas correlaciones, pero las décadas de los noventa y los 2000 empiezan con la desaparición de la URSS, pero también con un impulso sin precedentes a la generalización de la democracia política (la democracia social es un problema más amplio), por ejemplo en Latinoamérica. Elecciones abiertas y competitivas, declive del militarismo como forma de supuesta gobernanza, legitimidad de la alternancia política por vía electoral. Pero como se vio poco después, siempre bajo la sombra de la hipoteca de la cuestión social (por resolver o corregir de modo significativo), la corrupción de la democracia bajo formas populistas o demagógicas) y otras formas de degradación civil. Con todo, sin retorno a los golpes de Estado como fenómeno recurrente.
De todo ello, en suma, no se deducía automáticamente un triunfo de la democracia entendida a la manera de un Ronald Reagan, que en su día afirmó: “¿Democracia? Es exactamente elecciones más economía de mercado”. No exactamente, o no tan sólo. Con otras palabras, la desaparición de la URSS, fuesen cuales fueran las expectativas que levantó, y el potencial de cambio que introdujo en un sistema internacional congelado y osificado, no ha comportado ni el final de la conflictividad a escala mundial, ni ha resuelto (o disminuido sustancialmente) las tensiones inherentes al eje norte-sur y sus problemáticas específicas.
En este contexto, la crisis de los paradigmas teóricos tradicionales, es decir, los parámetros del pensamiento clásico en las relaciones internacionales vigentes durante la Guerra Fría, debiera habernos llevado durante los años noventa (y precisamente bajo el estímulo sin precedentes de la extinción de la URSS) a repensar los fundamentos del sistema mundial como sistema unificado, a repensar la manera de pensar esta realidad. Por ello hablo de crisis de paradigmas de pensamiento, crisis de instrumental teórico, de herramientas. Cómo pensar el mundo como un sistema global, en plena mutación estructural (no se trata de cambios puntuales, parciales o coyunturales), con muchos problemas a la vista, algunos viejos, otros nuevos y desconocidos, y necesitado de un debate en profundidad sobre síntomas, y soluciones más democráticas, más abiertas e integradoras, tanto en lo político como en lo económico y social.
Económicamente, por ejemplo (y no hace falta ser un experto en economía mundial para tener una opinión al respecto), el sistema sigue funcionando por la vía de hecho, de modo vertical, en el sentido de una jerarquía de poder fáctico, ni consentida ni legitimada por procedimiento ninguno, y con pocos (o ninguno) mecanismos de corrección de las desigualdades que esta dinámica genera. Es el laissez faire, laissez passer del primer capitalismo liberal, pero a escala planetaria y con dinámicas mucho más aceleradas via Internet. La lógica del interés material, entendido como interés particular (ya sea de individuos o de corporaciones), o como interés de estados o gobiernos, es decir, de predominio del criterio de beneficio sin contrapesos o mecanismos correctores, no digamos ya con medios de control de legalidad o democráticos sobre la redistribución del excedente, es la tónica general del sistema económico global. Y por ello es inevitable sacar algunas conclusiones de la volatilidad del en su día (principios de los años noventa) novedoso concepto de nuevo orden económico internacional.
Políticamente, como se ha podido constatar a lo largo de estos años, los actores estatales y las organizaciones internacionales, con el trasfondo de las insuficiencias crónicas del derecho internacional vigente, coexisten difícilmente con actores transnacionales emergentes, algunos de ellos poco susceptibles de control de ningún tipo. Y que tienen perfiles tan diferentes como las ongs, las empresas multinacionales, los terrorismos, las ideologías globales, los flujos comunicacionales basados en nuevas tecnologías, los efectos web o cnn, o los neofundamentalismos religiosos.
En este contexto, la admisión de la hipótesis de que después del mundo bipolar se iba inevitablemente a un sistema mundial unificado, no podía equivaler a un mundo pacificado, sin conflictos, armónico, ni tampoco –la verificación ha sido obvia—al triunfo por aclamación del modelo liberal, o neoliberal, denominaciones simplistas que distorsionan una realidad más complicada y contradictoria. Simplemente, se puede empezar por admitir una cosa más sencilla de formular pero más difícil de resolver: en los últimos quince años hemos ido hacia un sistema más desordenado, más desestructurado, y sobre todo menos visualmente comprensible que el sistema bipolar. Ya que las componentes conflictivas del sistema no han desaparecido (sino que han mutado sus modos de expresión), la competición entre formas de interpretación de la realidad, y entre posibles fórmulas de solución de los problemas de nuestro tiempo queda por definición abierta. En esta perspectiva, efectivamente, no es tarde para reabrir el debate sobre las consecuencias a largo plazo, estructurales, pero también en el campo de la teoría (que es el instrumento que necesitamos para explicar y dar sentido a la realidad), de la desaparición de la URSS y del mundo bipolar. De hecho, en esta perspectiva el estallido del movimiento antiglobalización en la segunda mitad de los años noventa, rebautizado poco después (en el Forum Social Europeo) como movimiento altermundialización, debe considerarse al menos como un síntoma de que el debate abierto en 1989 no se ha cerrado. Cupo la posibilidad de que se cerrase en falso, pero sigue abierto.
Pero, ¿y el fin de la historia?
Volvamos pues nuestra atención, hoy, quince años después, a lo que fue el primer intento de reflexión teórica sobre el colapso estructural. El punto de partida era correcto, pues de las pocas que estaban claras a partir de la caída del Muro, es que algo había terminado para siempre: el mundo bipolar. Pero si la estación de partida del mundo postbipolar estaba claro, el punto de llegada o incluso el mapa de su viaje no lo estaba de ninguna manera. Las razones son muchas.
Es cosa sabida que los grandes cambios históricos no siempre pueden ser bien percibidos con claridad por los contemporáneos que los viven, mientras los viven. O bien, la percepción de los mismos tiene distorsiones diversas. Es normal, falta distancia, y únicamente el paso del tiempo llegará a dar aquello que designamos como perspectiva histórica.
Para volver al encabezado de este apartado, el mero hecho de titularlo “El fin de la historia” es una manera de aceptar la legitimidad del debate internacional abierto en su día, en 1989, por Francis Fukuyama, en las páginas de una pequeña revista de política internacional (de reducida tirada, cinco mil ejemplares, lo que en Estados Unidos es poca cosa), “The National Interest”. Y no se trata ahora de cuestionar la legitimidad que el intento tuvo en su época, a pesar de las críticas que el artículo tuvo en su día, ni en el olvido en que ha quedado relegado al cabo de treinta años. Cierto, todavía se le cita aquí y allá, pero en general es para subrayar la escasez de intentos creíbles de explicación teórica del momento actual de las relaciones internacionales. Vale la pena reflexionar sobre la importancia y el eco que tuvo, al coincidir prácticamente con la caída del Muro de Berlín. Fukuyama pasó de ser un simple comentarista político, a formar parte en la nómina de los teóricos que pasan a hacer de practicantes (en inglés practitioners, los que aplican en la práctica sus propuestas intelectuales) en la toma de decisiones en política internacional. Ello no es infrecuente en la tradición de la política exterior de Estados Unidos, como lo muestran los casos de Kennan, Kissinger, Brzezinski o Rice, bajo las presidencias de Truman, Nixon, Carter o George W Bush respectivamente. Antes de ello, se había distinguido con una tesis sobre la URSS y Oriente Medio, y había trabajado como analista en la Rand Corporation, prestigioso think tank (centro de estudios) de California que trabaja mucho para la Administración de Washington. Es decir, que no era un analista ni totalmente neutral, ni ajeno a un contexto muy preciso, el del poder político de Washington. Otro aspecto digno de mención es que todo parece que el artículo fue escrito en el verano de 1989, la perestroika ya era una palabra clave, sus efectos sobre la política mundial era espectaculares, estábamos en plena gorbimania (de nuevo, término de gran éxito acuñado a finales de 1987, con motivo de la visita oficial de Gorbachev a Washington para firmar el tratado de reducción de armas nucleares intermedias conocido por sus siglas INF), pero el artículo pasó desapercibido. Hasta la caída del Muro el 9 de noviembre, y entonces, con el derrumbe del símbolo y metáfora de la Guerra Fría y sus paradigmas, Fukuyama saltó a la fama. ¿Acaso su artículo, escrito antes, no era profético? El debate quedó servido: la caída del Muro ¿confirmaba o no las tesis de Fukuyama? Cabe reconocer que la inmediata intensidad del debate era ya una señal de la relativa pobreza intelectual en curso desde mediados de los ochenta, así como de la mezcla de pretensión y de confusión con la que asistíamos a la delicuescencia de la Guerra Fría. Confusión muy ampliamente repartida, y en relación a la acusación de pretenciosidad, algunos de los críticos también cayeron en ella, sobre todo por el simplismo y la sobrecarga ideológica de algunas de las réplicas. Al menos, hubo que reconocerle a Fukuyama la prudencia de haber puesto el título de su artículo entre puntos de interrogación, precaución elemental cuando se intuye algo pero no se está seguro del todo al respecto.
Pero volvamos al primer artículo, de 1989, cuya tesis central se puede resumir así:
“Puede que seamos testigos no sólo del fin de la Guerra Fría, o del transcurso de un período particular de la historia de la posguerra, sino de la conclusión de la Historia como tal. Es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como a única forma de gobierno humano. Ello no quiere decir que no vayan a haber acontecimientos para seguir llenando las páginas de Foreign Affaire (u otras publicaciones especializadas) sobre las relaciones internacionales, pues la victoria del liberalismo se ha producido sobre todo en el terreno de las ideas y de la conciencia, y todavía no es completa en el mundo real o material. Pero existen poderosas razones para creer que será el ideal que gobernará el mundo material en el futuro”.
Y añadía:
“¿Hemos llegado realmente al fin de la historia? Con otras palabras ¿existen contradicciones fundamentales en la vida humana que no se puedan resolver en el contexto del liberalismo moderno, y que podrían resolverse en una estructura político-administrativa alternativa?”.
Observe el lector que Fukuyama va puntuando su argumentación de interrogantes, de modo que la precaución tomada en el mismo título del artículo, no le abandona a lo largo de todo el texto. Las réplicas no se hicieron esperar, cayeron como granizo, pero debemos volvernos a situar en el contexto de la época, en el impacto de la perestroika, no digamos ya el terremoto de la caída del Muro y su retransmisión en directo, en tiempo real, y a escala mundial. Pierre Hassner entraba en cambio en el núcleo de la propuesta interpretativa de Fukuyama. Según Hassner, el polémico autor no ignora la existencia del Tercer Mundo y sus problemas, ni tampoco ignora que las guerras y la pobreza siguen siendo en aquel territorio los paradigmas dominantes, lo cual situaría a los países y pueblos de la periferia “todavía en la Historia”. Pero hace una cosa más grave: los considera excepciones filosóficamente irrelevantes en relación al núcleo central de su tesis. La razón es sencilla, dice Hassner, porque según Fukuyama su situación material y su conflictividad no comportan elementos significativos, portadores de alternativas globales, ni el campo del pensamiento ni en el de las propuestas políticas, institucionales o normativas. Los márgenes del sistema mundial son dignos de compasión, pero no son portadores de modelos alternativos. Para Fukuyama, después de la caída del Muro no quedaría nadie capaz de jugar el rol de desafío global al liberalismo, al modo como en el siglo XX lo han sido el comunismo soviético o en su día el nazismo y el fascismo.
Para concluir, se acaban así los grandes enfrentamientos históricos, el triunfo definitivo de la democracia liberal queda asegurado y nos esperan tiempos de aburrimiento. El propio autor lo dejó escrito:
“El fin de la historia será triste. La lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida en nombre de finalidades puramente abstractas, la lucha ideológica universal que daba prioridad a la osadía, al atrevimiento y al idealismo, todo ello será sustituido por el cálculo económico, por la solución técnica de los problemas, por la solución de los retos ecologistas y de la satisfacción de las necesidades sofisticadas de los consumidores… No habrá ni arte ni filosofía, sólo el mantenimiento perpetuo del museo de la Historia de la Humanidad. Personalmente siento nostalgia por los tiempos en los que existía la Historia…”
Y un párrafo antes nos había prevenido:
“Esto implica en ningún caso el fin de los conflictos internacionales como tales. Efectivamente, a este nivel el presente trabajo debería dividirse entre la parte histórica y la parte poshistórica. Podrán seguir existiendo conflictos entre estados que ‘aún están en la Historia’ y estados que ‘ya han llegado al fin de la historia’”.
Fukuyama, en suma, incurre en el lugar común de universalizar las categorías en las que se basa un determinado discurso construido desde percepciones muy personales, muy parciales, para erigirlas en categorías universales. Es cierto, por ejemplo, que desde el punto de vista de la confrontación entre grandes modelos políticos históricos, los fascismos históricos (alemán e italiano) fueron derrotados militarmente por la segunda guerra mundial. Lo fueron como regímenes políticos empíricos, como formas de gobierno. Pero el fascismo como ideología y como fenómeno social (el racismo, el antisemitismo, la xenofobia) no ha muerto, ni tampoco puede darse por descontado que no esté en condiciones de causar mucho daño, incluso a escala global en sus diversas acepciones.
Paradójicamente, o quizá involuntariamente, Fukuyama revitalizó un tema de gran importancia, aunque no hizo del mismo una formulación prudente o convincente. La crisis del modelo soviético ayudó a reabrir el debate sobre el futuro de la importancia social, institucional y política del modelo que genéricamente denominamos Estado Social y Democrático de Derecho, sus perspectivas de cambio, de adaptación, de superación de la famosa crisis del Estado del bienestar (acuñada con motivo de la crisis internacional de 1973 y el primer choque petrolero), y de su indispensable supervivencia. ¿Por qué? Precisamente por su mejorabilidad, su propia capacidad de adaptación a cambios sucesivos. La crisis y la desaparición de la URSS había de tener, como ya se ha dicho, un impacto considerable en el Tercer Mundo, en el horizonte inmediato de diversos movimientos de liberación nacional, de perfil anticolonialista y por tanto antioccidental, de matriz laica, tuvieran en mayor o menor grado algún de vinculación con la URSS. Cuándo y cómo, prefiere no entrar en ello, porque se trata de un camino potencialmente subversivo, en la medida que lleva al análisis causal de las razones (causas y efectos) de los desajustes del mundo actual. Pero no se puede ignorar –y Fukuyama lo intuyó acertadamente—que el fin de la Guerra Fría indujo una fuerte revalorización de las expectativas de la democracia política, del pluralismo, de los derechos humanos como valores universalmente exigibles, y que ello ha tenido un impacto considerable a escala global, incluido el Tercer Mundo, impacto durante cierto tiempo relegado y subestimado, con el apoyo innegable de una cierta izquierda europea, sobre todo durante los años de la Guerra Fría.
Volvamos sin embargo al debate provocado en sus inicios por el famoso artículo, y las controversias subsiguientes. Además del ya citado Pierre Hassner, hay que mencionar la severa réplica de Andre Fontaine, entonces director del prestigioso diario francés Le Monde y posteriormente columnista de renombre, centrada en la crítica al modo como Fukuyama utiliza, desde la ignorancia o la superficialidad, la categoría Historia en el devenir de la Humanidad. Fukuyama replicó, en particular desde el mencionado libro de 1992, insistiendo en que la democracia sigue creciendo y se ha quedado sin adversarios dignos de tal nombre. Pero insiste en no tomar nunca en consideración una variable de fondo que los años noventa y dos mil han confirmado sin duda alguna: la fragilidad y la condicionalidad de la democracia política en relación a situaciones económicas y sociales injustas, desequilibradas, y si tales tendencias, en diversos países de la periferia no tienden a disminuir, sino a aumentar, entonces aquélla (la democracia política como forma de gobierno) tenderá a ser un privilegio de pocos, no un bien universal en expansión irresistible e irreversible.
[Este artículo se publicó en castellano gracias a la autorización del autor. En su versión en italiano salió publicado por primera vez en la revista Micromega, nº 6/2019 a la que «Pasos a la izquierda» agradeció el permiso de publicación]
Pere Vilanova Trias. De 2008 a agosto 2010 fue Director de la División de Asuntos Estratégicos y de Seguridad (DAES) del Ministerio de Defensa. Ha sido miembro de misiones institucionales exploratorias o de observación electoral en lugares como Bosnia y Herzegovina, Palestina, Indonesia, Asia Central y Haiti. Autor entre otras publicaciones de Orden y desorden a escala global (Síntesis 2006).