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Pico Turquino

Fuentes: Rebelión

«Escasos como los montes son los hombres que saben mirar desde ellos y siente con entraña de nación o de humanidad». José Martí Mis piernas flaqueaban, no encontraba el aire suficiente para oxigenar los pulmones y la espalda parecía rendirse ante el peso del equipaje. Había bebido tres litros de agua y el sudor frío […]

«Escasos como los montes son los hombres que saben mirar desde ellos

y siente con entraña de nación o de humanidad».

José Martí

Mis piernas flaqueaban, no encontraba el aire suficiente para oxigenar los pulmones y la espalda parecía rendirse ante el peso del equipaje. Había bebido tres litros de agua y el sudor frío que me empapaba toda la ropa también calada en los huesos. A la dureza de la subida se había unido un problema gastrointestinal que complicaba aún más el objetivo de alcanzar la cima del punto más alto de la Isla de Cuba. Beber agua de lluvia me había sentado fatal, soy un señorito delicado de la ciudad, pero ante la falta de agua embotellada no hubo más opciones. Mi alivio fue la belleza del paisaje deslumbrante. El sun sun veloz posándose en el curujeye a cámara lenta. Los musgos multicolores abrazando los troncos. El lagarto fosforito trepando la roca. La culebra negra huyendo a mi paso y la araña peluda inmutable esperando su presa. Los hongos blancos como burbujas flotando en la tierra. La maravilla rodeándome con el aletear de inmensas mariposas y la calma lejana del mar.

Jorge, el guía, abrió una verja y a lo lejos apareció como un oasis el primer campamento. Saludé al custodio que se encontraba sentado en un banquito de madera escuchando la radio. Solté el peso y me descalcé. Abrí una lata de atún y Jorge me trajo un par de mangos. Mientras engullía lo dulce y lo salado casi al mismo tiempo escuché la noticia. Fidel reaparecería, después de cuatro años, esa misma tarde ante las cámaras de la Televisión Cubana, en el programa Mesa Redonda guiado por el periodista Randy Alonso. Durante este tiempo de ausencia televisiva le pudimos ver retratado en alguna instantánea y continuamos disfrutando de sus reflexiones. Pero lo que sin duda necesitaba el pueblo cubano, y los millones de personas que apoyamos a la Revolución, era verlo en vivo. Jorge miró a su compañero y le dijo:

– ¡Comay, como el tipo no hay otro!

Su compañero le miró sonriéndole, a la misma vez que asentía y se inclinaba para echar la comida a los puercos. Sentí una emoción extraña invadiéndome el pecho que me dio ánimos para calzarme y colgarme la mochila. Atrás quedaba la casita de madera entre palmas reales y helechos arborescentes. Y adelante, en la cumbre del Pico Turquino, la esperanza junto al busto de Martí para guiarme. El tramo hasta el segundo campamento se me hizo más liviano, a pesar de la dureza de la pendiente que cubría los kilómetros finales, gracias a Jorge, que se mostró más animado con la noticia y distrajo mi cansancio explicándome las anécdotas y detalles de la lucha del Ejercito Revolucionario contra la tiranía. Me pidió cargar la mochila insistentemente. Mí orgullo no me lo permitía, pero entendí que rechazar su ayuda tampoco habría sido cortes por mi parte y que subir montañas, como reza el dicho, hermana hombres. Me sentí bastante aliviado y por un instante casi ligero. Pero la realidad era bien distinta, mis músculos se encalambraban y la fatiga física era incapaz de acompañar a mi conciencia. Tenía que detenerme a cada rato, cualquier excusa era buena. Cuerpo y mente estaban descoordinados. Y la fe justo en medio, inclinándose por otro esfuerzo para reanudar el camino.

El busto de Frank País me ofreció tregua con una emocionante bienvenida. Llegamos al segundo campamento, donde pude cumplir con mis malestares en un agujero rodeado de tablones y situado en una lomita desde donde divisaba la inmensidad de la Sierra Maestra. Ya nada podría detenerme. Descendimos el Pico Cuba y después de unos kilómetros interminables las nubes nos cubrieron por completo y tras ellas apareció Martí reinando, como ejemplo humano, los cielos de Cuba. Posé mi mano sobre la roca. Leí detenidamente, aún con aliento entrecortado, la frase del Apóstol incrustada en el cemento y a sus pies invisibles dejé un poema:

«Marti, amigo,

de Cuba no es esta la cumbre más alta

por estar más cerca de los cielos

sino por la infinita altura de tu alma»

Fidel regresaba. No podía demorarme en la bajada. Quedaban tan solo tres horas para la emisión del programa.

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