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¡Piedad para la novela!

Fuentes: Rebelión

Miguel García Posada, el crítico más acomodaticio y uno de los que más daño está haciendo en España al género narrativo, hace tiempo que ha encontró el papel que le toca representar en la comedia bufa que, entre todos los suplementos literarios y sedicentes revistas culturales, han montado al dictado de los portavoces del holding […]

Miguel García Posada, el crítico más acomodaticio y uno de los que más daño está haciendo en España al género narrativo, hace tiempo que ha encontró el papel que le toca representar en la comedia bufa que, entre todos los suplementos literarios y sedicentes revistas culturales, han montado al dictado de los portavoces del holding mediático del señor Polanco, en este aspecto representado por esa hoja de propaganda y desinformación que se llama Babelia: el de pregonero de todas las imbecilidades que se le ocurren a Javier Marías, el flamante académico.

En su babeliana columna del 24 de junio del año pasado, el vocero se refería de esta guisa a la última ocurrencia del genio, quien, no repuesto aún de alguno de sus partos filosóficos, había logrado deponer una voluminosa tontería estética: <sic) Javier Marías mostraba su escepticismo respecto al futuro de la novela, tanto que él, como cultivador del género, se consideraba «un anacronismo» (nació anacrónico, ¿que nos vas a decir, Posadas?). La clave de su actitud reside en «la saturación de ficciones» que padecemos.>> (El lector interesado por el tema puede buscar mi artículo «La muerte de la novela«, publicado también en Rebelión.) «Algo parecido, añadía, a lo que, en 1925, sostuvo Ortega y Gasset en su ensayo Ideas sobre la novela, el cual, por cierto, en los primeros tiempos del Centro de Documentación de la Novela Española, últimos cincuenta y primeros sesenta, Juan Luis Alborg prefería llamar «¡Ni idea sobre la novela!» Sería por otras razones por lo que Alborg se expresaba así, no por lo que dice Posada, que no es cierto, como veremos después.

 Reducir la fuente del valor de la novela a lo ficcional es tan disparatado, que sólo puede ocurrírsele a quien no haya reflexionado seriamente sobre el género narrativo ni, en consecuencia, haya asumido la idea -rechazada tercamente en este país incluso por muchos novelistas- de que la novela es una manifestación de la bella arte de la Literatura.

Lo patético en el caso presente es que plantee el tema un personaje como Javier Marías, que en su vida ha pergeñado una sola ficción, porque nació sin imaginación para poder hacerlo. Si el mundo terminara donde él cree, esto es, a un dedo y medio de la punta de su nariz, y fuera como él lo ve o cree verlo, se podría hablar hasta de la muerte del olor. Lo peor del caso es que la mentada nariz sirve también para los paseos espaciales de Juan Cruz, García Posada, Ignacio Echevarría, Goñi, Ayala Dip, la ristra de colu­m­nis­­­tas/moralistas de El País, los novelistas de Alfaguara y otros/as que en diversas «geografías», como llaman ellos a los territorios, les hacen coro. Que Marías dijese -V. El País, 8-6-00- que «es muy difícil encontrar historias que no estén contadas ya o sobre las que no haya una referencia en el cine o la televisión» y que de ello deduzca el ocaso de la novela indica, 1º, que no es novelista (porque) 2º, ignora que el arte es el cómo, no el qué.

 

¿Qué habrá hecho la pobre novela para que -lo que no le ocurre a ningún otro género literario-, de vez en cuando, como cuento en el artículo antes citado, algún necrófilo pronostique su muerte, con cara, además, de deseársela? Ortega fue quizá el primero en aludir -sólo aludir; su ensayo caminaba por otros derroteros- al tema, pero es seguro que no ha sido el último. En mi archivo obran varios certificados lúgubremente festoneados de un rancio luto, debidos generalmente a personas que, como Javier Marías, nunca han destacado por su gracia en el contar.

Antes de matarla, esta gente se empeña en sostener que no es posible definirla -cuando no hay nada más perfectamente definible que la novela- y esgrimen coartadas falsamente ingeniosas como la de decir, citando a Camilo José Cela, al que han seguido con alborozo todos los impotentes del Reino, que así han querido ver legitimados sus abortos- que novela es todo libro debajo de cuyo título se puede escribir la palabra novela, sin darse cuenta de que, lo que es poder, la palabra novela se puede escribir debajo del título de un libro de cocina, de uno de registro o del Breviario.

Mi idea es que tanto la pretensión de indefinición de la novela como la reducción de su ser a lo ficcional parten de la ignorancia de lo que es una composición novelística, destinada a crear valores estético-literarios, por medio de una serie de elementos que resaltan con nitidez, que aquí todos ignoran cuáles son y que voy a dejar para otro trabajo. El establecimiento de una teoría de la novela, esto es, su definición, así como la descripción del acto de componerla, primero, de escribirla, después, y el análisis de todos sus elementos culminará en él, donde llevaré a cabo también una labor de desenmascaramiento de los ineptos pseudonovelistas, los todavía más ineptos críticos y los bastante ineptos profesores de literatura. Si no todo el país, que es demasiado inculto para ello, al menos un grupo con vocación de levadura profética, en sentido denunciador, se tiene que formar. Querido lector: Javier Marías, César Vidal, Juan Manuel de Pradas, sus corifeos, los casos perdidos como Antonio Gala y Juan Luis Cebrián, Lucía Etxebarría, recientemente «pescada» en su tercer plagio, Almudena Grandes, Muñoz Molina, Maruja Torres, etc.; todos los, en general, promocionados por el marketing de Prisa son puro vacío, menos que nada. Aunque Babelia y sus seguidores El Cultural, ABC Cultural y demás papeles se los tomen en serio, no valen absolutamente nada, puesto que se han estancado en la «estética» de los entreguistas del siglo XIX. Al público español, bastante disminuido ya en sus potencias por su condición hispana y medieval, se le está dando auténtica basura, envuelta en papel de celofán.

Insisto: lo que defienden los García Posada, los Conte, los Sanz Villanueva, los Darío Villanueva, Echevarría, Basanta, Goñi, etc. es basura. Como la mayor parte de lo que aceptan los presuntos serios, los honestos, los que no se desmelenan a favor, pero tampoco denuncian. En este terreno, no solamente son malos los malos. Se puede pecar por omisión y, de hecho, se está haciendo. O por conformista aceptación de lo menos malo. Todo lo que no sea empeñarse en la defensa de la literatura verdadera, grande, heroica, es perverso. Como es perverso consentir sin denunciar o ignorar por falta de esfuerzo o, lo que es peor, hacerle el caldo a los mafiosos «porque hay que hablar de lo que hay», porque hay que llenar las páginas de los suplementos literarios, porque hay que estar al día -¿de qué?-, porque hay que figurar, estar siempre en primera fila, para tener un nombre, para tener autoridad, para tener peso, para tener oportunidad, para tener un tener…Pero ¿no es peor quedarse fuera de juego en la historia grande? ¡Queridos lectores! ¿Quién sabe aquí que La revuelta es la mejor novela española del siglo XX, si se tiene como referencia, como hay que tener, la novela como obra-de-arte-literario? ¿Quién ha leído El escorpión y La ternura del hombre invisible?¿El círculo vicioso, Un espacio heroico, El borrador? De cualquier forma, no lo hagan hasta que hayan llegado a la conclusión de que el lugar de las obras del Benítez, el Pradas, el Marías, el César Vidal, el Muñoz Molina, el Millás, las féminas machistas, los castizos, los consejeros delegados y hasta los premios Nobel es el cubo de la basura. Y ahora volvamos al tema para tratar el cual inicié la redacción de este artículo.

 

Aristóteles no se equivocó al dejar la novela fuera de su Poética. Como tampoco se equivocaron los neoclásicos en el siglo XVIII, al seguir empeñados en no alinearla junto a los géneros literarios -epopeya, tragedia- más nobles. Y las razones por las que Paul Valéry rechazaba la novela como forma del arte literario por su prosaismo antiartístico, son plausibles. La novela, para el autor de El cementerio marino, estaba al margen de la magia de lo poético. Ahora bien, ¿quién sostendría que La metamorfosis, Santuario, La celosía, Moderato cantábile, Los acantilados de mármol, Planetarium, El cazador de piedras… no entran dentro del ámbito mágico de lo poético, especialmente de lo poético entendido en el sentido esencial en que lo entendió Emil Steiger? Entran, ciertamente. Entre otras razones, por implicar altas dosis de extrañamiento, siendo el extrañamiento uno de los principales manantiales de valores estéticos. En ese sentido, el de Steiger, digo que la novela-novela, la gran novela del siglo XX, se basa precisamente en eso, en una poética (superior, quizá habría que añadir), como la del XIX se apoyó en una novelística, que no tiene por qué ser estética. Espero se me entienda. Y no se reduzca lo estético-novelístico, lo poético-novelístico, a la belleza del lenguaje. ¡No! El lenguaje en la novela tiene que tender más a ser funcional que bello y/o lírico y/o musical. El elemento decisivo en estética narrativa es la composición, la forma-de-presentación-de-la-realidad -realidad novelística, claro, que nada tiene que ver con el realismo- delante del lector, con los precisos bulto consistencia y expresividad.

 

A veces pienso que hubo que vivir los acontecimientos espirituales que rodearon la Segunda Guerra Mundial para entender el pesimismo de Vladimir Weidlé, por ejemplo, respecto al futuro de la creación artística en general y de la novela en particular -lo de Ortega, que se apoyó en exceso en preferencias personales, es otra cosa-, y hasta que llegase a considerar que las mejores piezas narrativas del periodo de entreguerras, pero, sobre todo, de posguerra -las que debían precisamente sus mayores valores al hecho de encarnar y manifestar la crisis, según el autor de Les abeilles d’Aristée– representaban la decadencia respecto al esplendor del siglo XIX. Decadencia ¿de qué? Para nosotros, es evidente que quienes así pensaban se situaban en un mirador que no era el de la estética, sino el de la filosofía de la historia, la sociología e incluso la ética. Las novelas del siglo XIX, si insuperables en cuanto creaciones de un segundo mundo, no real, pero sí realista, no alcanzan -perdidas en un cúmulo de valores sociales, religiosos, políticos, económicos y todo lo que se quiera; en definitiva, y si se quiere, metafísicos- las dimensiones estéticas de las novelas que vinieron después, hasta culminar -a una culminación lógica me refiero- en El ruido y la furia, Las abejas de cristal, El empleo del tiempo, La ruta de Flandes, El juego de los abalorios, Hacedor de estrellas, La ternura del hombre invisible, La revuelta, El escorpión o Una mujer para el Apocalipsis. Y he dicho lógica -y hago reparar en ello- porque, fuera ya de toda lógica -tal vez no tanto, pero sin asideros perceptibles en lo anterior, como sí los tienen las nombradas-, como puras creaciones quasi ex nihilo, aparecen El proceso (o El castillo), En el laberinto y Un nudo en la eclíptica. Y no puedo abandonar este contexto sin decir que, inmersas en el clima que sólo la mención de los títulos de estas novelas, a las que probablemente, por algunos aspectos, se podrían añadir No soy Stiller, La conciencia de Zeno, El tambor de hojalata, Los acantilados de mármol, Las olas y El hombre sin atributos… Inmersas en el clima estético que sólo la mención de esos títulos evoca, leer la expresión «obra maestra» con referencia a una de De Pradas, Javier Marías, Almudena Grandes o Benítez Reyes etc., como han hecho repetidamente en los últimos tiempos los críticos literarios españoles y, por supuesto, la propaganda editorial, causa, no sólo ganas de vomitar, sino dolorosas arcadas seguidas de un torrente de insultos sobre los editores, los críticos, los directores y directoras de los suplementos literarios de los periódicos y el público aborregado en general.

Inmenso error fue hablar, como se ha hecho -por ejemplo, por Darío Villanueva, ¡profesor universitario!-, de crisis e inminente defunción de la novela, «por el aburrimiento a que dio lugar el nouveau roman». Significaba, una vez más, salirse de la literatura y colocarse, ¡qué sabemos!, en una iglesia o en un bar de alterne. Quien se aburriese con una nueva novela, en el sentido puro que le dio a esta expresión l’école du regard, es que no estaba facultado para captar los valores estético-literarios y necesitaba de las impurezas -que no son malas siempre, ni muchísimo menos- para acoplarse al mundo de la creación. Cualquier cosa vale -no soy purista- con tal de encontrar los medios para expresar un mensaje que lleve a alcanzar la dimensión soteriológica; cualquier cosa, menos reducir la obra narrativa a lo ficcional y, puestos a degenerarse, empezar por tratar a los lectores de imbéciles -para luego imbecilizarlos realmente- y terminar por darles por buenos estos talegos que producen los Cebrián, los Muñoz Molina, Rosa Montero, Benítez Reyes, Gala, Umbral, Terenci Moix, Almudena, De Pradas, Marías, etc., que, por comparación, convierten las tiras de cordel en diálogos platónicos.

 

No deja de ser sintomático que el sistema en general, y la mafia babeliana en particular, pretenda imponer lo que es básicamente apolíneo, mesurado -si bien malo como tal, como sería malo desde cualquier otro punto de vista-, frente a lo dionisíaco y revolucionario. Lo dócil y bien acomodado en la Monarquía de las Letras, antes que lo periférico y marginal en la República Literaria. No deja de ser sintomático que pretendan eso y que, en consecuencia, impulsen la fabricación de un tipo de relatos que intente ser simple ficción -por supuesto, realista-, frente a los frutos de la imaginación que conducen, por los caminos de la libertad, a las afueras del sistema y el poder. Esto, lógicamente, tiene que empujar a la exhumación, como hacen Muñoz Molina, Gala, De Pradas, Almudena Grandes, Rosa Montero, Umbral, Muñoz Molina, Clara Sánchez, en fin, todas las Polanco’s girls y todos los Polanco’s boys o aspirantes a serlo- que la emplean mal, pero la emplean- de la estética decimonónica, para modosamente oponerla al torbellino experimental y hasta estéticamente caótico que revelan las grandes creaciones novelísticas de la primera mitad y un poco más de nuestro siglo. Suponemos que no hay que decir -aunque tal vez sí, para algunas de las nombradas y algunos de los nombrados- que una cosa no deja de ser modosita literariamente, porque contenga personajes maleducados, muchos tacos y abundante sexo costumbrista y casposo.

De hecho, hablar, al respecto de determinados engendros, de «estética decimonónica» constituye un abuso de lenguaje. Respecto a estos escribanos, escribientes o escribidores -no escritores, por supuesto- no se puede hablar de estética. Puede decirse, sí, que sus modos imitan los modos que en la novela del XIX derivaban de una estética. En este sentido, hablar de realismo sería igualmente abusivo, porque el de realismo, en este contexto, es un término estético. Más bien cabría hablar de verismo. Algo que por principio excluye el que antes citábamos como uno de los principales manantiales de valores estéticos y que quizá sea el principal: el extrañamiento. Un elemento que Faulkner, por ejemplo, hacía derivar de un decir ocultando, un aludir veladamente, como muy bien señalara Mariano Baquero Goyanes; que Kafka conseguía mediante el contenido del relato y Stapledon o Hesse, a través de la estructura misma del pensamiento.

Mi postura, en el principalísimo aspecto de la composición, está más cerca de Ortega que de su oponente de 1925, Baroja, quien pensaba que «todos los géneros literarios tienen una arquitectura más definida que la novela». Las suyas, desde luego -y yo no las rechazo, no soy purista-, por su riqueza de contenido, su gracia, son más que aceptables, pero, ciertamente, carecen de arquitectura. Pero, en un nivel de pureza teórica, es decir, cuando se trata de la novela-obra-de-arte-literario, a las obras les es exigible la más estricta composición, para lo que hay que propugnar el rigor matemático, la solidez arquitectónica, como punto de partida hacia la creación total. Porque lo que está claro para mí es que la creación pura, la que antes he llamado creación quasi ex nihilo, no hubiese podido salir nunca, no saldrá jamás, de la estética demimonónica, y menos si es epigonal. En el caso de bastantes de los bestsellerados españoles, como Cela, Umbral, Muñoz Molina, hay que decir que no han escrito en su vida una novela. Ni siquiera una mala novela. En rigor, lo mismo se podría decir de los otros: que no han escrito nunca una verdadera novela. Pero, en el caso de éstos -las Clara Sánchez y las Montero, los Muñoz Molina, los Millás y los De Pradas-, al menos, se puede admitir que sus libros tienen apariencia de novelas; decimonónicas y malas, pero novelas en apariencia. Delibes, más aún y más honestamente que los nombrados. En cuanto al niño mimado de «El País», Javier Marías, es difícil saber qué es lo que hace; si los suyos son balbuceos, gruñidos o simples gracias de ésas que orgasman a los críticos de Babelia.