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Piñera y la desmesura del poder

Fuentes: Punto Final

En muchos aspectos se va viendo de manera preocupante que a Chile no le va nada bien cuando es gobernado por la derecha. El gobierno sigue sin reconocerlo, pero ya es hora que admita la responsabilidad de su mala conducción política y de su pésima gestión. Podríamos sentarnos pasivamente a ver cómo se desmorona el […]

En muchos aspectos se va viendo de manera preocupante que a Chile no le va nada bien cuando es gobernado por la derecha. El gobierno sigue sin reconocerlo, pero ya es hora que admita la responsabilidad de su mala conducción política y de su pésima gestión. Podríamos sentarnos pasivamente a ver cómo se desmorona el proyecto piñerista, envuelto en sus contradicciones y desastres. El problema es que en su desplome, Piñera se está llevando por delante algunas seguridades mínimas que como sociedad habíamos alcanzado en las últimas décadas. La causa es la arrogancia de unos cuantos ineptos que se han venido resistiendo, reiteradamente, a admitir el impresionante conflicto que nos invade hace meses y que va en aumento. Chile ha caído en una gravísima crisis de confianza en sus gobernantes, lo que constituye un problema para quienes gobiernan pero también para quienes somos gobernados. Es un problema de convivencia básica, que instala una sensación de inseguridad, miedo e incertidumbre. Se asemeja a la ruptura de ese contrato social, invisible pero omnipresente, que nos sacó del «estado de naturaleza» hobbsiano. De improviso estamos en un escenario donde la fuerza bruta y el capricho son nuevamente los únicos criterios de verdad y validez.

Pensemos en Carabineros: durante los últimos diez años había recuperado una parte de la confianza de la sociedad, a pesar de los abusos que seguía cometiendo en territorio indígena y en los barrios populares. Pero la dinámica represiva parecía, al menos, acotada y en la vida cotidiana respondía al papel que cualquier policía debe cumplir, en circunstancias normales. Esa confianza mínima se quebró. De nuevo los ciudadanos sienten que deben cuidarse tanto de los delincuentes como de los policías. Recordemos los montajes judiciales (el caso bombas, el caso del joven pakistaní), el escándalo del general Gordon, las imágenes de carabineros infiltrados en manifestaciones y destrozando el mobiliario público, la extrema violencia en contra de menores de edad, la arbitrariedad de los criterios con que se opera, el cuasi «estado de sitio» que se decreta ante un partido de fútbol. Y ahora la nueva figura de los «cazadores», que van a salir a «capturar» manifestantes. Sálvese quién pueda en semejante cacería.

Junto con destruir la legitimidad social de la policía, se viene ahora un intento grosero de intimidar y hostilizar al Poder Judicial, bajo la excusa de arrogarse la competencia de «evaluar los fallos de los magistrados». Y como remache, el anuncio de la UDI de promover un proyecto de ley que permita acusar constitucionalmente a los jueces de garantía. ¿En qué país se ha visto tamaño disparate? Sólo la Italia de Berlusconi se le compara. Sumemos a lo anterior la cuestionada renovación del directorio del Consejo para la Transparencia. Esta institución es una de las pocas innovaciones democráticas que se logró institucionalizar durante los veinte años de la Concertación. Se logró porque a la derecha le interesó mientras fue oposición. Pero llegada al poder, ha demostrado reiteradamente que le incomoda y que le agradaría un directorio que no la cuestione. Prefiere destruir el Consejo a que ejerza como institución autónoma, como contrapoder ante la corrupción y los abusos de autoridad.

Pero la raíz última de esta crisis radica en la incapacidad dialógica del gobierno, que desde el primer día de su gestión ha pensado que el Estado posee la legitimidad del monopolio de la violencia sólo por ser el Estado. Se ha olvidado que la legitimidad política en democracia no se logra sólo por el acceso al poder por la vía electoral, sino que se debe mantener día a día mediante procedimientos igualmente cívicos y democráticos. Su incompetencia negociadora y comunicativa le ha arrojado al marasmo del autismo político. No es extraño que la ciudadanía perciba que este gobierno es irresponsable, ya que la responsabilidad tiene relación con la capacidad de respuesta que tiene una autoridad frente a los diferentes grupos de interés. Una administración es responsable cuando es capaz de responder de aquello que se espera de ella, cuando es capaz de integrar intereses contrapuestos. No cuando los reprime, caricaturiza y acalla.

Piñera es un gobernante que ha logrado monopolizar un poder inmenso en todas las áreas de la sociedad. Posee la fuerza del dinero, la fuerza de las balas, la fuerza de las instituciones políticas y la fuerza del aparato mediático comunicacional. Sin contrapeso. Ese inmenso poder sólo se podría gestionar con extrema prudencia, en el sentido aristotélico del término: comprendiendo el contexto social en el que se encuentra, mostrando criterios impecables de justicia procedimental, discerniendo participativamente los medios adecuados, en la búsqueda de fines altamente compartidos. En definitiva, mostrando moderación y buen juicio. Nada de ello ha ocurrido. Envanecido por lo que en Grecia llamaban hybris, la desmesura, se ha dejado llevar por su codicia y ambición. Por eso Piñera no será recordado como el presidente que mejoró la calidad de la educación, sino como el gobernante más repudiado del que se tenga memoria, desde su ilustre predecesor Augusto Pinochet. Ha hecho mucho mérito para merecer semejante recompensa.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 745, 28 de octubre, 2011

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