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Pinochet vive en Wáshington

Fuentes: Altermundo

Cuándo comenzaba a escribir esto todo indicaba que Augusto Pinochet estaba en fase terminal. Cuando pretendía enviarlo el tiempo hacía justicia. Pinochet acaba de morir, lo que, seamos claros, no es una mala noticia para la humanidad. Pero de alguna manera sí lo es para los individuos que la conforman. Pinochet muere haciéndole un nuevo […]


Cuándo comenzaba a escribir esto todo indicaba que Augusto Pinochet estaba en fase terminal. Cuando pretendía enviarlo el tiempo hacía justicia. Pinochet acaba de morir, lo que, seamos claros, no es una mala noticia para la humanidad. Pero de alguna manera sí lo es para los individuos que la conforman. Pinochet muere haciéndole un nuevo regate a la justicia, intocable en su lujoso arresto domiciliario. Como dicen los yanquies, maestros en la materia: «la justicia existe pero, ¿cuánta justicia puedes pagar?» Ningún malnacido así debiera morir de viejo. Hasta la naturaleza, en forma de metástasis y bloqueo coronario, llegó demasiado tarde. Lástima.

En algún sitio leí estos días -creo que aquí mismo, en Rebelión, a Andrés Bianque- que cuándo el dictadorsaurio muera todas las carnicerías cerrarán por día de duelo. Deberían nombrarlo patrón del despiece. Sin embargo, no lo harán así los desagradecidos mercados financieros ni las sedes de las transnacionales. Y deberían, pues la él le deben sus triunfos cimentados en la injusticia social mundial. A él y a ese río de sangre con nombre de Cóndor, de Colombo, de Caravana de la Muerte, de Villa Grimaldi…, a él y a quien con su bendición limpió el camino a la dictadura del capital, llevando por delante a Letelier, a Carlos Prats, a Víctor Jara y millares de personas a las que la historia ya nunca les hará justicia.

Una buena parte de la salvaje expansión del neoliberalismo en el mundo fue gracias al moribundo. El primer experimento del Consenso de Wáshington se hizo en Chile por los «Chicago Boys», discípulos del oscuro Milton Friedman, después del asesinato de Allende aquel 11-S del 1973. Lo de Consenso de Wáshington se debía a John Williamson en 1989, cuándo trabajaba para el Banco Interamericano de Desarrollo, y se refería, y aún refiere, a todas las instituciones que tienen sede en la capital imperial y que, al fin y a la postre, dominan a globalización neoliberal: FMI y Banco Mundial, pero también la Reserva Federal, el Congreso de los EEUU, altos cargos de la administración, institutos de expertos económicos (think tanks).

Dicho experimento nunca se podría llevar adelante sin el golpe de Pinochet y el apoyo estadounidense, sin el hermanamiento de la CIA y la DINA. Solidaridad internacional. Su coste social requiría la represión y la instauración del miedo, pues para su éxito era precisa la imposición de la hegemonía absoluta de la economía sobre el resto de dominios sociales.Por primera vez la macroeconomía era coronada como ley mundial sin cortapisas, por encima de los derechos humanos y de la dignidad planetaria, una experiencia que hoy defienden -por sus actos los conocereis- casi todos los gobiernos del norte del planeta, sin pensar en quién dejan detrás. El fin justifica los medios, y los miedos. De alguna manera todos son cómplices.

Sí, la verdadera herencia de Pinochet, más allá de la personalización de la muerte, es su inestimable contribución a la mundialización, al librecambio sin límites, a la disciplina fiscal, a la liberalización de las tasas de interés, a la privatización de las empresas públicas, a las desregulaciones de los mercados de trabajo… Su indecente espíritu seguirá, por tanto, viviendo comodamente en Wáshington, en una negra casita blanca.

* Manoel Santos es biólogo y escritor. Director del portal alternativo en lengua gallega altermundo.org http://altermundo.org.