En la piratería se manifiesta el conflicto entre sedentarios y nómadas. No solo el ser humano, también el dinero circula como pirata en el mercado mundial.
Donde hay comercio, hay bandoleros, y donde hay comercio marítimo, hay bandoleros de agua salada. Los piratas acompañan la historia del capitalismo marítimo. Y se presentan de dos maneras: como realidad sórdida, terca y violenta; y como mito romántico de libertad y aventuras. Los jóvenes quieren ser piratas, aunque, a decir verdad, en las más bellas películas de piratas lo que se ven son bandoleras marinas. Son las hermanas menos vengativas de Jenny, la pirata [el personaje de la Ópera de tres centavos, de Bertolt Brecht y Kurt Weil; T.]. La piratería es también rebelde en materia de género. Y en lo tocante al sexo, lo mismo. Puesto que los piratas no aceptan la propiedad, tampoco aceptan que la masculinidad sea propiedad de varones y la feminidad, de mujeres. Así se asoma la piratería en los sueños eróticos. Ese pirata libre, aventurero y sonriente, mitad niño y mitad mujer, y con todo y con eso, hombre hecho y derecho, no es -se calla por sabido- sino sueño de bravos burguesitos, melancólicos hijos de los comerciantes a los que los piratas robaban oro y mercancías.
La realidad de los bandoleros de agua salada fue siempre miserable, a veces ligada a la política, a veces desarrollada por gentes sin nada que perder y, por lo mismo, de corto honor y orgullo corto. Piratas los ha habido por doquiera, pero la plaga más grandiosa la propagaron los intrépidos piratas caribeños de los siglos XVII y XVIII. Y de ahí viene un segundo sueño: los piratas eran los perfectos «criollos»: unían en sí lo europeo, lo americano, lo africano y lo asiático. O mejor aún: se mofaban de las fronteras culturales. Son deshechos de las más variadas culturas; algo les une. Se enfrentan a la globalización fetichista del comercio con verdadero placer criollo. Y al armamento tecnológico, con agilidad y astucia.
Los piratas son precursores y productos laterales de las guerras
Los piratas actúan sobre el más hondo azul de alta mar, es decir, sobre territorio propiamente sin dueño. Por eso desde la antigüedad griega fueron combatidos con dos medios. Con el poder armado naval y con acuerdos entre Estados dedicados al comercio marítimo. Desde esos tempranos tiempos, pues, los piratas fueron ambas cosas: síntoma de crisis comercial (demasiada plusvalía comprimida en un cargamento) y fermento de nuevos compromisos (los tratados internacionales siempre son mejores para el comercio que los eventuales placeres causados por el daño infligido al competidor). Los piratas son al mismo tiempo precursores y productos laterales de la guerra. En el derecho romano quedaba aún sin determinar cómo había que tratar a los piratas: si como «criminales» o como «enemigos». En el año 2008, la piratería fue definida por la Naciones Unidas como un «acto de guerra». El fundamento del meta-tratado marítimo es éste: el pirata es un «enemigo de la humanidad».
Al propio tiempo, ha de considerarse bajo otros dos aspectos: puede ascender a la categoría de héroe popular (un tipo que sólo roba a los que se lo tienen merecido y que entrega el botín a los pobres), y aun a la de revolucionario que, para sostener la lucha emancipadora, ataca al enemigo imperial. Y las tripulaciones de piratas se reclutan coherentemente con eso: entre disidentes y ciudadanos transterrados, entre los famélicos y los condenados de esta Tierra, entre esclavos evadidos y delincuentes prófugos. Un material superlativamente contradictorio.
La piratería aparece en el trasfondo allí donde el comercio comienza a diferenciarse y los verdaderos artículos de lujo se arrellanan antes en los libros de contabilidad que en los cofres de tesorería. Reaparece cíclica y regionalmente en situaciones en las que comercio, política y fuerzas armadas se desarrollan contradictoriamente entre sí, y el comercio marítimo, él mismo asincrónico, se ve obligado a deambular en pos de beneficios por las zonas desguarnecidas y sin ley de los mares del mundo.
En la medida en que los océanos fueron haciéndose más seguros y aburridos, la piratería buscó nuevas formas de manifestación. Hay emisoras piratas, productos piratas, datos piratas o, en general, un tipo de piratería social y cultural: travesías corsarias por el copyright, ladrones de marcas de pie ligero, Pirate Bay en busca de bienes que nadan por las inseguras corrientes de la Red. Lo que anda aquí siempre en juego es la desfachatez de los pocos contra el poder de los muchos, y el placer de navegar bajo falsa bandera. El verdadero crimen se hizo sedentario: no está ya en los márgenes del capital, ni acechante en los caminos más precarios de éste; ahora se ha desplazado a su centro y a sus fuentes. ¿Qué es un botín corsario frente a la distribución de pedidos de construcción naval?
Piratería miserable sin pátina criolla
En los altos y bajos de la piratería se reflejan las idas y venidas entre lo sedentario y lo nómada del hombre y del capital. El final de la piratería no está en el final de los piratas, sino en el de la piratización del capital. El dinero mismo viaja por el mercado global como pirata. En las acciones financieras virtuales no se pueden distinguir ya los procesos de especulación, piratería y falsificación de los de intercambio, comercio y depósito. En cambio, los verdaderos piratas son gentes chapadas a la antigua: todavía creen en la economía real. ¿Y en qué, si no?
Quien no quiere adentrarse en el azul del océano, quien sigue ligado a tierra firme, se convierte en uno de los «piratas de arrecife» de la Posada de Jamaica (1939), a los que no sólo conocemos por las películas del primer Hitchcock. Esos piratas no persiguen a los barcos cargueros por océanos sin dueño, sino que, en sus golpes, se aprovechan de los peligros de la navegación de cabotaje por entre bajíos de aguas costeras, para volver a desaparecer rápidamente en tierra. Es este un tipo de piratería miserable, carente de la pátina criolla porque fiada a la eficiencia de la celada.
El éxito de los piratas y su cristalización en una «plaga de piratería» tuvo ya en las formas cíclicas de su propagación, desde el mar mediterráneo antiguo hasta la época de esplendor de los piratas caribeños dieciochescos, consecuencias superlativamente divergentes. Pues, por un lado, los piratas trajeron consigo tres formas de militarización del comercio: el armamento de los buques comerciales, la escolta de los buques de guerra y la represalia militar contra los puntos de apoyo de los bandoleros marinos. Por consecuencia, los piratas ya no pudieron conservar ningún tipo de independencia: de anarquistas y héroes populares, pasaron a ser aliados de Estados o de movimientos beneficiarios de la desestabilización de las rutas marítimas comerciales enemigas. La politización de la piratería trajo consigo un sistema de gravámenes, el cual llevó, a su vez, a la financiación de una militarización nueva y, luego, y a menudo, territorial. Con dinero, sinecuras y canonjías se preparó el fin de la politizada piratería de alianzas. Eso era la definitiva corrupción de una piratería de alianzas, según nos enseña la fantasía cinematográfica: el pirata se convierte en gobernador o en terrateniente, y se dedica a lo que antes le repugnaba, a explotar el trabajo ajeno. La subsistente actividad corsaria anarquista fue perseguida implacablemente -como gusta decirse- por las potencias marítimas ahora aliadas, y su final fue sellado con castigos públicamente ejecutados.
También esto nos enseñan nuestros sueños cinematográficos del pirata demediado: que sólo puede terminar o trágicamente o en un sueño kitsch que jamás podríamos tener por real: degollado, colgado, o corrompido, «vuelto del revés».
Georg Seeßlen es el más reconocido crítico cinematográfico de Alemania. Publica sus críticas en diarios como Frankfurter Runschau y en diversas revistas de izquierda como Feitag o konkret.
Traducción para www.sinpermiso.info : María Julia Bertomeu