Tras los atentados de París, y en medio de la alarma antiterrorista y el debate sobre la violencia, la conocida multinacional de juegos infantiles, Toys’ R’ Us, decidió hace unos días retirar de sus 48 tiendas en Francia todas las pistolas y metralletas de juguete; es decir, todas las «representaciones» de armas que podían evocar […]
Tras los atentados de París, y en medio de la alarma antiterrorista y el debate sobre la violencia, la conocida multinacional de juegos infantiles, Toys’ R’ Us, decidió hace unos días retirar de sus 48 tiendas en Francia todas las pistolas y metralletas de juguete; es decir, todas las «representaciones» de armas que podían evocar o hacer deseable la violencia. El director de otra conocida franquicia, JoueClub, ha asegurado por su parte que ha reducido esta gama de productos y que en sus próximos catálogos «habrá menos ofertas de armas de combate». En la misma dirección, Auchan, el grupo francés de distribución y finanzas, ha dado órdenes a sus empleados para que destierren de su lenguaje cualquier expresión «bélica» asociada al comercio: «guerra de precios» o «productos bomba» o el «inapropiado Black friday», tomado de los EEUU para referirse a la jornada mundial de saldos meteóricos y exaltación del consumo.
Todas estas medidas constituyen una respuesta «populista» a la sensibilidad de los consumidores, horrorizados por las escenas de violencia terrorista vividas en Francia el 13 de noviembre, pero plantean asimismo dos cuestiones que no deberíamos orillar si queremos afrontar bien la cuestión de la guerra y de las armas. La primera tiene que ver con la relación entre símbolos y cosas o, si se prefiere, entre ficción y realidad; y, en consecuencia, entre el juego y la educación. No quiero ser provocador, pero a menudo desde la izquierda -frente a una derecha patriarcal, imperialista y belicista- hemos creído que la solución se encontraba en el único terreno al alcance de nuestra intervención: como no podemos ni gestionar ni prohibir el armamento real, como no tenemos ni ejércitos ni poder, nos convencemos de que la solución está en la educación de los niños, donde aún podemos hacer algo. Mucho cuidado. No quiero decir que la educación no sea determinante ni, por supuesto, que los modelos heteronormativos vigentes no alimenten la violencia guerrera. Lo hacen y con eficacia casi industrial. Pero hay que evitar las falsas asociaciones y los atajos. En 1922, el gran escritor inglés G. K. Chesterton afrontaba ya una polémica parecida en un artículo titulado «El terror de un juguete», donde se burlaba de los que pretendían prohibir «los arcos de juguete», defendiendo contra ellos un principio, a mi juicio, bastante sensato: «si se puede enseñar a un niño a no arrojar una piedra, se le puede enseñar cuándo disparar un arco; y, si no se le puede enseñar nada, siempre tendrá algo que pueda arrojar».
No se trata, pues, de prohibir los símbolos sino de desconectarlos de la red conductual que podría eventualmente conectarlos con la realidad. Es seguro que, en un utópico mundo sin guerras, donde ni las piedras ni los juguetes harían ya daño, las pistolas de plástico dejarían de venderse, pero es mucho más incierto que, al revés, haya alguna relación entre la venta de pistolas de plástico y la compra-venta y uso de misiles reales por parte de los gobiernos -o de los grupos terroristas. Los que pretenden que hay una pendiente inexorable entre el juego y la violencia, entre la pistola de plástico y la pistola asesina, olvidan que ese paso sólo se da allí donde no se reconoce la diferencia entre ficción y realidad o, si se prefiere, entre fantasía y deseo. Es en esa frontera donde debe intervenir la educación, no para prohibir la ficción sino para separarla, como terreno consciente de experimentación y formación, del mundo real. En un libro reciente la inglesa Emily Dubberley recoge decenas de «fantasías sexuales» de mujeres de distintas edades. Es, como puede deducirse, un espectro muy rico y variado que refleja, al mismo tiempo, el orden heteronormativo y patriarcal de la imaginación sexual (del exhibicionismo a la sumisión). Pero lo interesante es que la mayor parte de las mujeres entrevistadas reconocen que no les gustaría hacer en la realidad aquello que, en cambio, les gusta imaginar. Distinguen claramente entre dos espacios paralelos -el del juego y el de la sexualidad real- y saben muy bien que no deben confundir la fantasía con el deseo: se puede ser feminista, negarse a ser maltratada por un hombre y fantasear al mismo tiempo con una escena de humillación y masoquismo. A la espera de un mundo sin patriarcado, esta diferencia proporciona algunos inocentes placeres y evita muchos abyectos dolores. La fantasía, de hecho, sirve para eso: como defensa autogestionada y paralela frente a una realidad en general mal hecha.
Se dirá que las mujeres son en su mayoría más razonables que los hombres, los cuales encuentran más dificultades a la hora de distinguir entre la realidad y la ficción y suelen conectar a través del deseo los dos campos. Es verdad, pero creo también que cualquier niño mínimamente educado por su madre distingue entre una pistola de juguete y una pistola real. La prueba es que, cuando un adolescente estadounidense decide matar a sus profesores y compañeros de colegio, no busca entre sus juguetes sino en la armería de su padre. Conviene no olvidar, en este sentido, que EEUU, con el 5% de la población mundial, ha puesto en manos privadas 270 millones de armas (entre el 36% y el 50% del total mundial) y registra asimismo el mayor número de víctimas por armas de fuego del planeta. Esas víctimas no lo son de las pistolas de plástico ni tampoco del terrorismo yihadista sino de una «in-diferencia» que acaba fabricando por igual terroristas, asesinos en serie y marines del ejército estadounidense. Me refiero a la incapacidad para distinguir, no entre una pistola de plástico y una pistola de verdad, sino entre un cuerpo de mentira y un cuerpo de verdad. Mataríamos mucho menos si valorásemos la vida humana y reconociésemos realidad real a los cuerpos de los desconocidos. Contra esta «indiferencia» una madre normal puede hacer algo, pero no mucho. Y si malas leyes, malas escuelas, malas películas y malas prácticas coloniales imponen esa indiferencia, de nada servirán ni las madres ni las prohibiciones: para evitar la violencia habría que prohibir las piedras y hasta las piernas y los dientes.
Distinguimos muy bien entre una pistola de plástico y una de verdad y la única conexión que hay entre ambas es la de esa «mala educación» que no permite distinguir entre un cuerpo ficticio y un cuerpo real porque casi todos -y especialmente los de los extranjeros- nos parecen «de juguete». Si no se establece esa distinción, cualquier conexión violenta es posible, como lo demuestran el racismo y el machismo, que pueden «matar» no ya con una pistola de plástico: pueden matar con una simple palabra.
Si arremetemos contra los juguetes, pues, estamos errando el tiro (valga la metáfora bélica). Ahora bien, hay una segunda razón, asociada a la primera, para cuestionar el «populismo» de las jugueterías francesas: es hipócrita, cínico y finalmente contraproducente llamar la atención sobre los símbolos (y sobre la educación y sobre las madres) mientras se fabrican y venden bombas y misiles reales que matan a gente que unas veces nos parece real (como los franceses) y otras mucho menos (como los palestinos o los sirios). Si debemos educar a los ciudadanos para que reconozcan una equivalente realidad a todos los cuerpos del mundo, con independencia de su origen, los ciudadanos europeos debemos exigir además a nuestros gobiernos que no vendan armas, por ejemplo, a Arabia Saudí, matriz de terroristas, y en general que no las utilicen para bombardear y ocupar países, alimentar el resentimiento anticolonial y desacreditar esos grandes valores que ellos proclaman y desmienten y que casi siempre encarnan mejor sus víctimas: democracia, humanidad, justicia. Dejemos que los niños «se maten» con sus pistolas de plástico, se levanten luego del suelo, se sacudan la ropa y compartan la merienda; enseñemos a reconocer la realidad de los cuerpos humanos, en París y en Mali; y dejemos de fabricar, vender y usar armas reales que vuelven peligrosos los símbolos, inútiles a los maestros y trágicas a las madres.
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