Para Santiago Calderón, antiguo conciudadano -aunque ello deba ahora concederse al olvido. What sacrifice, at what price can the city be born? [¿A qué precio, a costa de qué sacrificio, puede nacer la ciudad?] James D. Morrison, The lords, X (i) La ciudad es extensión, posibilidad -de cada uno de nosotros. La ciudad es balance, […]
Para Santiago Calderón, antiguo conciudadano -aunque ello deba ahora concederse al olvido.
What sacrifice, at what price can the city be born? [¿A qué precio, a costa de qué sacrificio, puede nacer la ciudad?]
James D. Morrison, The lords, X
(i) La ciudad es extensión, posibilidad -de cada uno de nosotros. La ciudad es balance, hecho y símbolo consumado -de todos nosotros. La ciudad representa el cuerpo, la piel, los rasgos reconocibles de la esfinge más silenciosa: la Historia. Habitamos la ciudad, y a través de ella, de sus pautas, nos insertamos en la Historia. La Historia nos entiende sólo como partículas de la ciudad: únicamente a través de ella podemos hacerle llegar nuestros deseos, nuestras esperanzas o nuestro desesperar. Sabemos ya, pues, a quién hemos de dirigir nuestra pregunta: a la ciudad que habitamos. Qué puede decirnos ese espacio de la amplitud o estrechez de lo posible, del estancamiento o el progreso de las formas. Quiénes somos para haber levantado precisamente esta, entre las múltiples ciudades posibles.
La cuestión es: ¿qué relación se establece entre la ciudad y nuestra libertad? Pues la ciudad, hecha de una sola materia, se desliza y decanta entre dos formas: la forma de la libertad y la forma de la esclavitud.
Hay, ante nosotros, al plantear esta demanda de saber, dos modelos arquetípicos y antagónicos. Hay una ciudad que se alza majestuosa, ante la sinrazón de la Naturaleza, armada con todo el potencial de la humanitas: es la ciudad de Aristóteles, un campo reflexivo-práxico de liberación en el que las virtudes individuales y colectivas interactúan magnificándose, pues ambas son solidariamente perfectibles. Y hay otra ciudad, la de Agustín de Hipona, que nos apresa aún más en nuestros vicios y perpetúa nuestra servidumbre; siglos después, Hobbes radicaliza la fábula del teólogo y su ciudad santifica nuestro miedo, nuestra carencia y estupidez: en la ciudad canjeamos la materia preciosa de nuestra libertad por otras más groseras -aquellas que, a diferencia de la libertad, son imprescindibles para la supervivencia. Cadena de Carne en Agustín, cadena de Poder en Hobbes, ambas ancladas con fuerza sobre la tierra.
No es necesario indagar mucho para encontrar la herencia de estos arquetipos de ciudad en nuestro presente. De un lado, la ciudad dialogada de Rawls y Habermas, grandes espacios comunicativos ventilados por eficaces herramientas informativas, deliberativas y movilizadoras; del otro, la ciudad panóptica de Foucault y Lyotard, en la que la irisada radiación del poder se infiltra en lo más profundo del cuerpo, el sexo, el habla, el saber y el trabajo. Ambos son modelos que tratan de explicar -y moldear- lo posible. La Historia, en un veredicto inapelable, interpreta y recombina, superpone y neutraliza, los actos de los habitantes de la ciudad. Y a la vez, la Historia se ofrece, como resultado de sí misma, en la forma de la ciudad -la materia somos nosotros. Esa forma, a la que seremos arrojados como ciudadanos, aproximándose a uno o a otro de esos arquetipos, delimitar el ámbito de nuestra experiencia, la trayectoria del esfuerzo guiado por la rebeldía, por la conformidad, por el ansia o el desaliento. «Existe«, escribe Benjamin, «una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra» (1): en la ciudad ha sido convocado ese encuentro.
(ii)
En la ciudad se expresa, de forma simultánea, plenamente interrelacionada, el conjunto de nuestro saber. El espacio urbano es siempre la delimitación de una frontera, intelectual y operativa: «Cuando los urbanistas del siglo XVIII planificaron ciudades que debían operar sobre principios circulatorios«, conforme a los avances de la ciencia natural, «Adam Smith hizo legibles y creíbles las actividades económicas adecuadas para esas ciudades» (2). La ciudad marca la frontera de posibilidades de producción social que puede alcanzarse a partir de nuestros saberes legislativos, científicos, técnicos o morales. El poder, que en el seno de la comunidad urbana se expresa preferentemente mediante la capacidad de edificar o impedir hacerlo, otorgar, negar o condicionar la residencia, opera a través de una figura indispensable en nuestro análisis: el urbanista, el planificador, quien sabe transcribir, mediante la materia y trabajo, la forma que el poder desea dar a la ciudad. Su función es esencial, su capacidad crece con el poder que le financia y otorga autoridad: «La ciudad crece por composición de lo que ellos construyen; y en esa ciudad yacemos encerrados viviendo nuestra experiencia de un modo limpiamente determinado por lo que ellos han sido capaces de imaginar» (3). Esa imaginación actualiza las necesidades del poder: para el barón Haussmann, que en la década de 1850 abordó la reordenación de París al servicio de Napoleón III, crear una ciudad hostil e impermeable a «la movilidad de una multitud sublevada» (4); para los modernos urbanistas norteamericanos en la tradición de Robert Moses, diluir los conflictos identitarios y de clase de la ciudad actual en «la perfección dulce y vacía de las urbanizaciones residenciales que materializan la prosperidad satisfecha del sueño americano« (5).
Los urbanistas son despojados en estas ocasiones de su metarrelato heroico de heraldos de la racionalidad social, de discípulos de Aristóteles volcados a la realidad de la materia urbana, para quedar en su desnudez de «decididores«, capaces de «adecuar esas nubes de sociabilidad» que son las comunidades urbanas, en toda su variedad vital, a «matrices de input/output, según una lógica que implica la conmensurabilidad de los elementos y la determinabilidad del todo«, conduciendo inexorablemente nuestras vidas hacia «el incremento del poder» (6). Con ello atestiguan el profundo vínculo de la ciudad con la servidumbre, cómo la ciudad perpetúa el poder y lo expande, alimentándose de nosotros, que desde la más absoluta nada, hemos sido arrojados a ella.
(iii)
Pero la materia que constituye la ciudad es la materia en que se realiza también la libertad, aun en esos márgenes que el principio de indeterminación y las leyes de la termodinámica preservarían, más allá del valor y la resistencia humanas, en un régimen de plena y omnímoda tiranía. Las masas congregadas en las ciudades, arrojadas a las calles para el sostenimiento del sistema productivo, poseen siempre una capacidad creativa de la que recela el poder: los mismos adoquines con que se pavimenta la existencia urbana bien pueden ser contundentemente dirigidos por la turbamulta contra las fuerzas policiales. «La lucha de clases«, nos dice Benjamin, «es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales» (7). Habla, para nuestro presente, de la lucha de los barrios marginales, de la ociosidad desesperada de las masas desempleadas o subempleadas de las áreas en decadencia, del infraproletariado de las megaciudades, a las que el urbanista y sus patronos no ha concedido la gracia de la vivencia ciudadana más que como parte pasiva del juego de la explotación y el consumo. Habla de las revueltas de la población negra de las ciudades norteamericanas (Los Ángeles, Washington), en las que la traza de los barrios marca el límite también de la validez de las garantías legales y las prerrogativas de las fuerzas del orden; también del abnegado afán de existir de quienes viven los frecuentes estados de sitio que provoca la reordenación geopolítica de un mundo de globalizados y globalizadores (Sarajevo, Kigali, Yakarta, Grozni). La rabia, la animal voluntad de subsistir de estas poblaciones, serán al menor descuido del poder provechosamente reconducidas por la contrafigura del urbanista: el agitador urbano.
Allá donde el urbanista ejecuta un mandato de orden, el agitador promueve uno de desorden, en la dirección de liberar la emancipadora indeterminación social que contienen el cuerpo urbano, el movimiento de las multitudes. El mandato del agitador es sencillo: «tomar la ciudad para la política y tomar al individuo para la poética» (8). Creación y rebeldía, a partir del discurso de lo práctico y lo poético, contra la retórica de hechos consumados de la ordenación urbana y su constructiva rotundidad, que opera alterando la planificación espacio-temporal que el poder vierte sobre el trazado de la experiencia de la ciudad, afrontando una búsqueda minuciosa y una reivindicación anhelante de cuanto el dolor, las pasiones, la imaginación y la reflexión, aportan a los mapas y alzados ciudadanos.
Llegados a este punto, advirtamos: nunca estuvo el urbanismo, ni el resto de los saberes humanos, tan ligado a las exigencias del poder. El agitador lo tiene, esta vez, casi todo en su contra. Antes que las Universidades, antes que las empresas de tecnología punta, el poder es interdisciplinar: «la nueva geografía refuerza los medios de masas. El viajero, como el espectador de televisión, experimenta el mundo en términos narcóticos […], se mueve pasivamente, desensibilizado en el espacio, hacia destinos situados en una geografía urbana fragmentada y discontinua» (9). Los espacios se diseñan en función de las necesidades de la publicidad, la propaganda, la explotación económica: abundan los centros comerciales, los estadios de fútbol, el ocio planificado del consumo de masas, en detrimento de los espacios reflexivos para el individuo y los espacios discursivos para la comunidad. La compra-venta y las emociones dirigidas se convierten en la auténtica pragmática del contrato social: el poder puede entonces prever el uso de los espacios, enviar a las masas a lugares de trabajo, estudio o recreo en los que se prolongan, sin restricción ni refracción alguna, los códigos lógicos y prescriptivos del orden establecido -como las calles de Haussmann, como el panóptico de Bentham, lugares óptimos para la vigilancia, para sofocar rebeliones declaradas o latentes, para almacenar sujetos sumidos en la impotencia, dirigidos como levas al frente indicado en la movilización.
(iv)
La ciudad es el espacio que constata la existencia del poder a la par que la posibilidad de la libertad. La Historia de la ciudad, de Europa, de la civilización occidental entera, se mueve en este arco contradictorio. Por eso existió Atenas, en la que brotó con fuerza el germen del moderno pensar; la ciudad renacentista, donde el cuerpo recobró los placeres de la sensualidad y la estética; la ciudad proletaria, donde millones de hombres conscientes plantaron cara, unos junto a otros, a la ignorancia y el despotismo. Por eso existió la ciudad engalanada para los autos de fe y los tormentos del Santo Oficio, como la ilustró Berruguete; la ciudad totalitaria, donde grandes espacios abiertos glorificaron la autoridad de la muerte en rituales de inseminación de las banderas, como la filmó Leni Riefensthal; y también nuestra ciudad televisiva, acristalada, en la que caminamos como sonámbulos entre escaparates luminosos y fuerte vigilancia policial, en espacios sin emotividad en los que actuamos como meras trayectorias mensurables y predictibles.
Esta es, sin ambages, la ciudad que habitamos, la ciudad del poder y su geómetra y contable de almas, el urbanista -no deseamos generalizar, ni ofender, pero el urbanista con vocación de agitador rara vez se congraciará con el poder y, en consecuencia, rara vez llegará a edificar. En nuestra existencia humana, como emoción primaria que deviene de lo más hondo y verídico, del dolor, de la impaciencia, de la desorientación, «el espacio se hace astillas en los sitios» (10). Pero en la ciudad moderna, o posmoderna, informacional, posindustrial, esto rara vez sucede del todo, nuestra presencia humana se hace indiferente ante el lugar, los objetos se acercan engañosamente a nosotros, los otros quedan desdibujados entre la multitud, el parpadeo del cristal líquido y el universalizado lenguaje de la paralogía publicitaria. En el horizonte de las pantallas, el espacio es falseado: aparece plano, infinito. La vida se observa en la lejanía, tras el saturado espacio radioeléctrico y el espacio magmático de la nueva dimensión virtual. Apretujados unos contra otros, apenas llegamos a percibirnos.
Una última palabra, sobre el agitador urbano. Quizás él aún cree en el «potencial erótico«, en la «secreta energía destructora de lo dado, de lo que es pura banalidad aleatoria» (11), que sobrevive en los intersticios de la planificación urbana, laboral, discursiva. En tiempos como estos, su tarea parece desgraciada, tanto como estéril. Pero no sería piadoso, ni justo, arrebatarle sus esperanzas -tampoco prudente, pues en su efectividad radica el breve resto de las nuestras.
Al contrario, búsquenles: suelen habitar en rincones irregulares de la traza urbana, escasamente funcionales y de diseño incomprensible, posiblemente olvidados u ocultos de la recaudación municipal. En esos agitadores pervive el amor a la ciudad, amor sexual, pasiones que ellos, como los atenienses más honrados, enuncian indistintas. En sus sueños, se preserva intacta la imagen de la ciudad liberada: aquella en que finalmente los muros, las calles, las plazas, las casas, se funden, se abrazan, se comprometen con la vida.
Jónatham F. Moriche
http://jfmoriche.blogspot.com [email protected]
– NOTAS –
[1] Walter BENJAMIN, «Tesis sobre filosofía de la Historia», en Discursos interrumpidos, vol. I, Taurus, Madrid, 1973, p. 178.
[2] Richard SENNET, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza, Madrid, 1997, p. 292.
[3] Félix de AZÚA, «Caen desde alturas inconcebibles», en Ajoblanco, 102, 12/1997, pp. 104-107.
[4] SENNET, op. cit., p. 351.
[5] Luis FERNANDEZ-GALIANO, «Belleza Americana», suplemento Babelia, p. 21, en El País, 15/04/2000.
[6] Jean-François LYOTARD, La condición posmoderna, Cátedra, Madrid, 1998, p. 10.
[7] BENJAMIN, op. cit., 4, p. 179.
[8] Fernando R. DE LA FLOR, «Baudelaire, París y Mayo del 68: la ciudad como teatro político-poético», suplemento Batuecas, pp. X-XI, en Tribuna de Salamanca, 30/05/1998.
[9] SENNET, op. cit., pp. 20-21.
[10] Martin HEIDEGGER, El Ser y el Tiempo, FCE, México, 1971, III, 22, p. 119.
[11] R. De la FLOR, art. cit.
[Publicado originalmente en Factótum: Revista de ensayo y filosofía, #2, Salamanca, 2001, pags. 20-22. Ed. digital en http://www.revistafactotum.com (en construcción)].