Tupí, or not tupí, that is the question (Manifiesto antropofago). Oswald de Andrade Desde la antigüedad griega la ética designa una parte de la filosofía que versa sobre la buena o más correcta manera de conceptuarse y de ser uno en sociedad. Un accionar ético equivalía así a lograr una buena manera del hacer algo […]
Tupí, or not tupí, that is the question
(Manifiesto antropofago).
Oswald de Andrade
Desde la antigüedad griega la ética designa una parte de la filosofía que versa sobre la buena o más correcta manera de conceptuarse y de ser uno en sociedad. Un accionar ético equivalía así a lograr una buena manera del hacer algo práctico en el mundo. Todo conforme a un conjunto de preceptos fundados en la justicia social, esto es, en los derechos del otro. Dicho de otro modo, la ética remitía a una suerte de sapiencia en el hacer, en el relacionarse y, por extensión, en el ser uno mismo.
Por ejemplo, para los estoicos, la ética requería desarrollar la capacidad para deslindar entre lo que podía cambiarse de aquello que no. Recomendaban por ello los estoicos, esforzarnos resueltamente en trabajar por comprender y actuar sobre lo primero, mientras se debía resistir con integridad y pudor todo aquello que, en virtud de diversos condicionamientos, resultaría imposible o quimérico modificar.
Para el pensamiento moderno, desde Descartes para acá, el concepto de ética fue descargándose paulatinamente del espesor de razón pura inicial -o razón teórica- para sobrevenir más propiamente en lo que hoy entendemos como razón práctica, o moralidad. Ser ético y ser moral pasaron así a ser, de un modo u otro, voces más o menos sinónimas.
Pero ¿qué tienen que ver la reflexión y la práctica de la ética con la conceptualización e ilustración propiamente estética?
Ética y estética precisamente engranan en la medida en que todo arte genuino es, por definición, expresión profunda de la sociedad cuyo magma civilizatorio y cuyo sustrato de conflictos simboliza. El campo estético es un espacio en que afloran, se tocan y dialogan sin solución de continuidad, elementos del pasado, centelleos del presente y hasta visiones del futuro. La textualidad artística sería entonces, según pensadores como Gadamer o Cassirer un espacio singular: aquél en que se dan cita, se realizan y resignifican actividades simbólicas y luchas políticas; reminiscencias y discontinuidades identitarias; relatos de infidencias personales e iconografías del imaginario colectivo; dicciones de lo litúrgico y lo luctuoso y hasta continuidades de lo lúdico y lo celebratorio.
El arte, como la vida misma, sería, a un tiempo, juego y gravedad, liviandad y trance; orfandad y celebración; entremezcla, juntura, soldadura de tiempos y, a un mismo tiempo, apuesta por abolirlo, por revocarlo. Envite a celebrarlo y reto a proscribirlo como firmeza. Gustaba decir a Aristóteles: «La historia describe las cosas tal como sucedieron, y la poesía, como debieron de haber sucedido». Refraseando al adusto filósofo griego diríamos que si bien casi nunca ha sido verdad que la historia haya descrito a la realidad tal como sucedió, sí es cierto que la poesía, al igual que toda expresión artística genuina ha contribuido desde siempre a brindarnos una versión no sólo más amable y utópica de lo real, sino, además, más completa y fehaciente de la experiencia humana. De allí, tal vez, la importancia, y la centralidad ética de la producción estética.
Ahora, como sabemos, toda noción, concepto o régimen categorial significa y refiere a significados distintos dependiendo de los diferentes contextos históricos de aparición. Y es en ese sentido que tanto las nociones de ética como las de estética -por ceñirnos por ahora sólo a estas dos- son necesariamente herederas del conjunto de profundas mutaciones y encarnadas luchas de clase, etnia, género y condición periférica que hemos vivido en tiempos recientes.
Pero, veamos un ejemplo. Tomemos la globalización. Este proceso/ fenómeno hasta ahora ha supuesto para los centros metropolitanos de Occidente una oportunidad única para el vertiginoso reflote de su economía, instituciones, y su proyecto hegemónico mundial. Mientras, para América Latina y para el resto del denominado «Tercer Mundo» la globalización sólo ha arrojado hasta ahora un saldo claramente desolador. Esta globalización, o mundialización, como le gusta llamarla a los franceses, ha ido de la mano en todo el «Tercer Mundo» de las célebres políticas neoliberales, responsables directas de que tres de cada cuatro personas en el planeta hoy estén privadas de los medios elementales para su supervivencia.
Cada año mueren de hambre en el denominado «Tercer Mundo» 40 millones de personas, la mayoría de ellos, niños. Así, el costo diario de este «diseño globalizado de política» hace que cada día mueren (seria menos eufemístico decir que son exterminadas) 110 mil personas por esta causa, 35 mil de las cuales son niños. Esto es, 4.567 por minuto; y 76, por segundo. Única razón de estas muertes: no disponer de los medios de producción o de ayuda humanitaria elementales como para alimentarse, aunque sea mínimamente, cuando menos una vez al día.
Ahora, ¿sería posible evitar -o al menos disminuir- la multitud de personas que anualmente muere por hambre en el «Tercer Mundo», cifra que, según Atilio Borón suma cada dos días el total de muertos producidos por las dos bombas nucleares lanzadas por el gobierno de EEUU sobre Nagasaki e Hiroshima en 1945? La genética de alimentos tiene la respuesta. Según los nuevos desarrollos genéticos para la producción de granos y leguminosas, hoy el mundo está tecnológicamente preparado para alimentar a una población mundial diez veces mayor a la existente. Bastaría con crear un humilde fondo entre las principales economías del planeta y articular con las mega-cadenas agroalimentarias para apagar el hambre del planeta en dos o tres años. La limitante entonces no es geofísica ni científico-tecnológica. Es meramente política. Y ética, por supuesto.
Así, estas cifras pavorosas demuestran -a quien no quiera cubrir sus ojos, por su puesto- que la globalización no fue ni es un fenómeno forzoso, natural, neutro o irrevocable, producto de la «mano invisible del mercado» o de la abstracta dinámica de la modernización tardía. La globalización fue -y es- un proceso producto de una nueva política de dominación/ eliminación de poblaciones «remanentes», ideada, promovida y patrocinada por sectores muy concretos del poder mundial, representantes de intereses geo-económicos y geo-estratégicos muy claros, en connivencia con socios locales (nacionales) de estas mega-corporaciones planetarias.
¿Y cuántos son estos socios locales en América Latina? Ascienden apenas a 38 familias, como lo documenta el investigador James Petras:
«La riqueza de 38 familias e individuos radicados en América Latina excede (para 1997) a la de 250 millones de latinoamericanos. 0.000001% de la población excede la (riqueza) del 50% más humilde. En México los ingresos del 0.000001% de la población superan el conjunto de los ingresos de 40 millones de mexicanos. El ascenso de los mil-millonarios latinoamericanos coincide con la caída real de los salarios mínimos, de los gastos públicos en servicios sociales, de la legislación laboral y con un aumento de la represión estatal, que debilita la organización trabajadora y campesina, y las negociaciones colectivas. La implementación de impuestos regresivos que cargan a los trabajadores y campesinos, y las exenciones de impuestos y subsidios a los exportadores del agro-mineral contribuyeron a crear mil-millonarios. El resultado ha sido una movilidad descendente para los empleados públicos y los trabajadores, el desplazamiento del trabajo urbano al sector informal, la bancarrota masiva de los pequeños granjeros, campesinos y del trabajo rural, y la migración del campo a suburbios urbanos y la emigración fuera del país».
Resulta obvio así que, desde un punto de vista estrictamente político (de gobernabilidad) pero también desde un ángulo mínimamente ético, este estado globalizado de desvarío en la distribución del ingreso, resulta indefendible. ¿Qué tiene o qué puede decir el arte ante todo esto? Resonamos a Antonin Artaud, un perspicaz poeta francés quien luego de no pocos años de confinamiento en diversos establecimientos psiquiátricos de Paris, concluyó que los realmente dementes no son quienes suelen ser recluidos en de estos centros, sino la sociedad toda que está fuera. Según Artaud: «Aquí el problema de la locura está planteado de la manera más humana. De manera que cada cual se pregunte: ¿Por qué no yo? ¿Qué he hecho yo para que el destino me preserve? y, en el fondo ¿qué vale realmente mi vida?»
La pregunta que nos hace Artaud tiene la virtud de ser, a la vez, personalísima y colectiva, íntima y socio-política, ética y estética. Artaud se pregunta ¿Qué es lo que hace que en una sociedad de locos pueda alguien sobrevivir, resistir, salvarse y conservar cierta dosis de cordura, de lucidez, de higiene mental, corporal y espiritual? Y llegado a este al punto, el dramaturgo francés concluye con esta pregunta: ¿qué he hecho – o qué podría hacer yo-para merecer estar medianamente a salvo de esta epidemia? Artaud aquí se ubica muy lejos de definir el arte en tanto que una condición esencialista. Artaud invita a poner en juego las complejas y exigentes mecánicas que deben activarse para salvar al hombre, vía el arte, de su previsible desvío capitalista de simple mercancía, momia decorativa, desvinculada de todo cuanto es -y cuanto hace falta trabajar para alcanzar una real, digna, desafiante y creativa condición humana.
Cabe preguntase así ¿qué es, en qué deviene, qué estatuto asume el hombre en tanto que autor y condición de su propia realización – individual pero, sobre todo, colectiva- en momentos en que un grupúsculo de privilegiados mil-millonarios toma para así las riendas del planeta para reducir a cientos de millones de hombres, mujeres y niños a la condición de consumidores o desechables y, en un extremo, a la muerte, al holocausto planificado? Una condición muy por debajo del de unas mercancías que, por el contrario, deberían estar destinadas para la subsistencia y realización de esa misma sociedad?
«El mal -recordaba Hanna Arendt- no es nunca `radical´, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un `desafío al pensamiento, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la `banalidad´. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical.»
Volviendo entonces a la correspondencia entre ética y estética, creo que una misión propia, imperiosa, indeclinable del arte hoy día es precisamente esta: abordar, escudriñar y poner al microscopio hermenéutico la médula misma de esta «banalidad del mal», abordando además la profundidad y radicalidad del bien. Pues como decía Antonin Artaud: «nadie ha escrito, pintado, esculpido o construido por otra razón que escabullirse del infierno».