Unos años antes de rodar Bowling for Columbine, Michael Moore dirigió y protagonizó un documental excepcional, Roger and Me, en el que relata lo ocurrido en su ciudad natal (Flint, Michigan) cuando la General Motors decidió trasladar a México las fábricas que tenía en la ciudad para abaratar los costes laborales, dejando a un elevadísimo […]
Unos años antes de rodar Bowling for Columbine, Michael Moore dirigió y protagonizó un documental excepcional, Roger and Me, en el que relata lo ocurrido en su ciudad natal (Flint, Michigan) cuando la General Motors decidió trasladar a México las fábricas que tenía en la ciudad para abaratar los costes laborales, dejando a un elevadísimo porcentaje de la población en el paro. La desolación de los paisajes urbanos que muestra Moore ilustra a la perfección las consecuencias de una transformación tan rápida y tan brutal. Algunas de las escenas más hilarantes de la película muestran las iniciativas que el Ayuntamiento, en íntima connivencia con las elites urbanas, pone en marcha para remediar al deterioro de la ciudad, todas ellas orientadas a convertir Flint en un centro turístico de calidad. Con este objeto, construyen un parque temático del coche, un hotel de proporciones colosales y un nuevo centro comercial gigantesco. Naturalmente, el proyecto fracasa en cuestión de unos pocos meses y la única inversión que parece tener futuro es la de la nueva cárcel. Curiosamente, uno de los principales objetivos de las intervenciones del gobierno de Flint era levantar el ánimo a sus habitantes, devolverles la confianza en sí mismos. De hecho, el Ayuntamiento llega a gastar un dineral en contratar a un afamado predicador que, en un multitudinario mitin, proclama la índole espiritual de los males que aquejan a la ciudad.
Lo peor del caso es que no es, ni mucho menos, tan extravagante como parece[1]. Uno de los logros más indiscutidos de Barcelona 92 parece haber sido, precisamente, la elevación del espíritu ciudadano, el haber devuelto a la gente la confianza en sí misma y haber mejorado la imagen que los habitantes tienen de su propia ciudad[2]. De hecho, esta idea es uno de los ingredientes básicos de la ideología dominante en materia de organización de macroeventos. Y, desde luego, si de lo que se trata es de organizar espectáculos y eventos más o menos festivos para revitalizar ciudades a las que primero se ha destruido a golpe de desindustrialización, cierres, paro y recorte de servicios sociales, España parece ser un magnífico ejemplo: mientras escribo estas líneas, Barcelona celebra el Forum de las Culturas, Valencia se prepara para acoger la 32ª edición de la Copa América de vela y Madrid se afana por conseguir ser sede de las Olimpiadas de 2012, eventos todos ellos que a pesar de transcurrir en unas pocas semanas requieren preparativos que duran años, absorben ingentes cantidades de dinero público y cambian la fisonomía de una ciudad para siempre.
Todos a por todas
Cuando atendemos a las cifras, llama la atención cómo en los últimos veinte años se ha venido intensificando la competencia por albergar unos Juegos Olímpicos. Si las grandes pérdidas a las que se enfrentó Montreal 76 restaron entusiasmo a las ganas de participar de las ciudades, hasta el punto de que en 1984 Los Ángeles fue la única candidata, el inesperado éxito comercial de esta edición -debido en buena parte al auge de una televisión globalizada- supuso un giro importante. Desde entonces, el número de ciudades que opta a la candidatura olímpica ha ido aumentando sin descanso. Y lo mismo sucede con el interés por albergar una Exposición Universal o cualquier otro macroevento, ya sea «de siempre» o recién inventado. ¿A qué se debe esta fiebre por los macroeventos? En primer lugar, es preciso darse cuenta de que este furor competitivo no es sino la forma más conspicua de la competencia generalizada que se ha establecido entre las ciudades a raíz de los cambios políticos y económicos acaecidos en los últimos tiempos. Por usar una de las terminologías al uso, podríamos decir que se ha pasado de un régimen de acumulación fordista a un régimen posfordista marcado por la flexibiliad, en el que la creciente dispersión geográfica de la producción y el auge sin igual del capital financiero han jugado un papel fundamental. Este cambio de régimen ha tenido consecuencias muy importantes para las ciudades capitalistas, que se han visto sumidas en una crisis duradera relacionada con la pérdida de peso de la industria tradicional, el giro hacia el sector terciario y un aumento del paro y las bolsas de pobreza. Las ciudades han comenzado a competir entre sí en una encarnizada lucha por atraer inversiones (ya sea del sector privado o de otros niveles de gobierno) y por obtener dinero del consumo para compensar la desaparición de empleos estables. Los gobiernos urbanos[3] han tomado la iniciativa en lo que se ha calificado de «auge de la ciudad empresarial» tratando en todo momento de fomentar un buen clima para los negocios y tomando medidas para atraer el desarrollo económico que, a su vez, redundan en una intensificación de la flexibilidad y la inseguridad.
Como no podía ser menos, las inversiones destinadas a convertir la ciudad en una empresa dinámica y competitiva, especialmente en un marco de austeridad fiscal como el que se ha generalizado en las últimas décadas, suponen la utilización de los limitados recursos públicos a favor de las empresas y los consumidores más pudientes y a costa de las clases más desfavorecidas[4]. Al margen de la (des)regulación del mercado laboral y de las prestaciones, subvenciones y rebajas de todo tipo que se ofertan a las empresas en busca de sede, buena parte de los esfuerzos para implementar estrategias competitivas se han concentrado en el ámbito de la transformación física del entorno urbano. La ciudad, con la ayuda de las distintas corrientes de la arquitectura posmoderna, tiende por un lado a convertirse en espectáculo, en un espacio de ocio atractivo orientado a captar turistas y dinero del consumo mientras, por otro lado, se vuelca en la construcción de todo tipo de infraestructuras altamente beneficiosas para empresas y clientes de alto nivel como centros de convenciones, mejora de carreteras y aeropuertos o parques empresariales.
En este contexto de competitividad y conversión en espectáculo de la ciudad se enmarca esta fiebre por los macroeventos de la que Barcelona -que ha pasado por unas Olimpiadas, que este verano sufre el Forum y que entre medias ha encadenado una sorprendente proliferación de eventos menores y de publicidad de sus instituciones culturales- constituye un ejemplo perfecto.
Verdades a medias y mentiras descaradas
Centrémonos, pues, en las supuestas ventajas de estas grandes celebraciones. Al margen de su mentada virtud curadora del malestar psicológico de los ciudadanos, la clase política insiste constantemente en cómo la organización de macroeventos constituye una ocasión sin par para dotar a la ciudad de un buen número de infraestructuras e instalaciones largamente necesitadas por todos. Otra supuesta ventaja, posiblemente la más importante, tiene que ver con la reactivación económica y la creación de empleo: al convertir a la ciudad organizadora en un centro de atención mundial, los macroeventos proporcionan un tipo de publicidad y marketing que contribuye a vender la imagen urbana como marca comercial en todo el mundo. Como consecuencia, se supone que la ciudad no sólo cautivará a una ingente cantidad de turistas, sino que también atraerá sedes empresariales y nuevos eventos, con el consiguiente incremento de la actividad económica a largo plazo y la creación de puestos de trabajo.
En un principio, este tipo de aspiraciones y expectativas no parecen muy descabelladas, dada la importancia del sector turístico en la economía. El problema, antes de entrar a calibrar si cabe o no esperar que se cumplan realmente estas previsiones, es el modelo urbano que dibuja esta forma de desarrollo económico. Las intervenciones públicas y privadas en la ciudad turística suelen centrarse en los aspectos más superficiales, remodelando las zonas de centralidad e interés y dejando en el olvido el resto del territorio. Este tipo de operaciones suelen acarrear un creciente aburguesamiento (gentrification) de los espacios urbanos centrales con la consiguiente elevación de precios y la expulsión de los vecinos de bajo poder adquisitivo. La ciudad se vuelve incómoda para el habitante de a diario -cuyas necesidades se supeditan en todo momento al goce del visitante- y se despersonaliza con el desembarco de las grandes cadenas comerciales y de hostelería que, a su vez, contribuyen a deteriorar el comercio y la restauración tradicionales (un proceso de sustitución que, dicho sea de paso, suele acarrear una pérdida neta de empleos).
Pero aún hay desventajas más serias. El trabajo en el sector servicios que favorece la actividad turística tiende a ser un empleo mal pagado, poco cualificado, con fuerte precariedad y estacionalidad, pocos derechos e índices de organización y sindicación prácticamente inexistentes. Desde luego, muy optimista hay que ser para creer que esto son sólo características laborales propias de un sector económico que aún se encuentra en sus fases iniciales[5]. Por el contrario, parece lógico suponer que la incorporación de un número creciente de lugares al elenco de destinos turísticos hará aún más dura la competición y obligará a unos recortes de costes que, como siempre, se cebarán en los salarios. Esta creciente competitividad es, en efecto, uno de los factores que hace del desarrollo turístico un modelo económico de alto riesgo, sin olvidar que los flujos de visitantes son muy sensibles a las variaciones en los gustos y la moda y a todo tipo de cambios de coyuntura (cotizaciones de moneda, seguridad, etc.).
Con todo, si las colosales inversiones de dinero público y las molestias para el ciudadano que conllevan la ciudad turística en general y los macroeventos en particular redundaran de alguna manera en beneficios para la población, aún podrían estar justificadas. Pero, lamentablemente, no es el caso. Pensemos en las instalaciones que la ciudad «gana» a raíz de un macroevento. Resulta sorprendente lo muchísimo que se insiste en los procesos de candidatura olímpica en la idea del «legado olímpico». Una y otra vez se subraya que, tras la ceremonia de clausura, las instalaciones permanecerán en la ciudad y podrán, por tanto, reutilizarse. ¡Como si temiéramos que se las fuera a llevar el viento! Por supuesto que permanecerán, el problema reside, más bien, en la utilidad que puedan tener todos esos nuevos estadios, centros acuáticos y demás instalaciones deportivas o las infraestructuras de carácter general que suele llevar aparejada la organización de un macroevento (ampliaciones de recintos feriales, de aeropuertos y autopistas, remodelación superficial de las zonas de mayor visibilidad durante la celebración del evento, etcétera). Naturalmente, la duda está más que justificada si se compara la utilidad de estos tragaderos de dinero público con otras instalaciones y servicios que podrían haberse financiado con ese dinero (o con mucho menos). Dado que el dinero público es un bien escaso, especialmente hoy día, con el escenario económico restrictivo que imponen las políticas de déficit cero, la financiación de este tipo de eventos e infraestructuras supone un recorte en sectores mucho más necesarios. Desde luego, hay casos en los que basta con tratar de imaginar la posible utilidad de los proyectos previstos para echarse a reír. En Valencia, las obras que ya han comenzado para acomodar la ciudad a los requerimientos de la Copa América incluyen instalaciones tan «necesarias» como un canal de 80 m de ancho por 400 m de largo que conectará la dársena interior del puerto con la zona de regatas en tan sólo 15 minutos, un club de propietarios de grandes yates con su propio helipuerto y una zona de amarre para embarcaciones de más de 40 metros de eslora, que se dice pronto.
Por lo demás, este tipo de construcciones orientadas a la competitividad y el turismo suelen requerir reinversiones constantes para conjurar la amenaza de devaluación que suponen los cambios de la moda o el hecho de que las instalaciones puedan ser rápidamente imitadas en cualquier otro lugar del mundo. Tal como se preguntaba el colectivo de arquitectos Pilar Prim a propósito de la obsolescencia de las inversiones realizadas a raíz de las Olimpiadas del 92, «¿por qué razón envejecen tan rápidamente las gloriosas arquitecturas de estos acontecimientos extraordinarios, tan celebradas por políticos y modernos en la jornada de su inauguración? […] ¿Dónde están, por poner un ejemplo, los usuarios, ayer numerosos, del Moll de la Fusta y de los bares de moda, Gamba de Mariscal incluida? Quince años han bastado para que esas formas quedaran reducidas a materiales de derribo»[6].
Pero detengámonos en Barcelona, un caso enormemente ilustrativo por lo que toca a la verosimilitud de los beneficios que pregonan los voceros de los macroeventos. No cabe duda de que los JJ. OO. del 92 despertaron unas expectativas que en modo alguno se han visto satisfechas, a pesar de lo cual han pasado a la historia como un gran éxito y un ejemplo a seguir. Las inversiones calificadas como olímpicas fueron aproximadamente de un billón de pesetas, del cual el 55,3% era dinero público. Buena parte de este billón, aproximadamente el 80%, iba destinado a infraestructuras generales (construcción y mejora de autopistas y accesos a la ciudad, ampliación del aeropuerto, regeneración del frente marítimo, equipamiento cultural y nuevos centros de comunicaciones, entre otras) que, aunque no formaban parte de la inversión olímpica directa, sí se vieron impulsadas por la celebración. Pues bien, en contra de lo que pudiera pensarse, la actividad económica que representa todo este dinero no parece haber repercutido significativamente en los indicadores del área barcelonesa. Entre 1987 y 1991 el número de puestos de trabajo en la construcción se incrementó en 33.000, una cifra muy inferior a la prevista, sobre todo teniendo en cuenta que el sector de la construcción fue el principal destinatario de los fondos tanto públicos como privados, acaparando unos 775.000 millones del billón total. Por supuesto, ni que decir tiene que se trataba de empleos temporales. En el sector hostelero, el incremento fue sólo de unos 20.000 puestos de trabajo y ¡limitados a las semanas de celebración de los Juegos!, de nuevo mucho menos de lo esperado. En el resto de sectores el impacto laboral fue nulo, «no hay que olvidar sobre este punto que los voluntarios olímpicos cubrieron buena parte de los servicios extra que requiere un acontecimiento como la celebración de las Olimpiadas»[7]. Por lo demás ni el ligerísimo crecimiento de empleo de la fase preolímpica ni la fluidez de las relaciones laborales que, según los expertos, se produjo en esos años se consolidaron en el período posterior. De hecho, ya durante el año 1992 la situación del empleo se había deteriorado en los sectores más importantes. Y en cuanto a los gastos corrientes de la realización de los JJ. OO. (y no de los preparativos preolímpicos), de los que se esperaba un aumento de la demanda y, por tanto, del empleo en el comercio y el turismo, también aquí la realidad quedó muy por debajo de las previsiones. De hecho, el comercio durante el año 1992 registró un descenso de las ventas. Por lo demás, el número de turistas que acudió a la ciudad (un millón y medio de visitantes) fue muy inferior al previsto y se produjo un descenso de la afluencia a otros destinos en la misma región y una disminución del número de convenciones, congresos y certámenes celebrados en Barcelona, ya que las instalaciones de la Feria estaban ocupadas por el comité organizador. Para colmo, los turistas no gastaron tanto como se esperaba[8].
El único indicador económico en el que se apreció una influencia considerable de las Olimpiadas fue el de los precios. A partir de 1988 los precios en la ciudad subieron más que en el resto de la provincia y más de un punto porcentual por encima de la tasa de inflación de toda España y, en el año anterior a los JJ. OO., los precios subieron en Barcelona nada menos que tres puntos porcentuales más que en el resto de España.
En cuanto a los pingües ingresos por venta de derechos televisivos que suelen citarse como una de las principales causas de que las Olimpiadas sean un fenómeno rentable, conviene aclarar que no van a parar a las arcas públicas sino al comité organizador; de hecho, el progresivo incremento de la cantidad que se obtiene por este concepto ha convertido al Comité Olímpico Internacional (COI) en una gran empresa[9].
Para comprender la pobreza de los resultados económicos y la falta de cumplimiento de las expectativas es preciso atender a dos fenómenos. En primer lugar, el optimismo desaforado de quienes realizan los estudios, que no se sabe bien cómo ni porqué suelen prever incluso un incremento de la cualificación de la fuerza de trabajo y un aumento de la productividad general a raíz de la celebración de unas Olimpiadas. En segundo lugar, el marco limitado en el que se producen todas las inversiones. En efecto, si la demanda relacionada con los JJ. OO. (o con cualquier otro macroevento) absorbiera recursos que de otro modo habrían quedado sin utilizar, sería plausible esperar un incremento del empleo y una mejora general de los indicadores económicos. No obstante, como reconoce el estudio de impacto económico de los Juegos de Sydney de 2000, elaborado por el Departamento del Tesoro Australiano, los crecimientos de demanda asociados a las Olimpiadas que suelen interpretarse como beneficio neto son, generalmente, resultado de un cambio de dirección de recursos que se retiran de otros usos, es decir, no suponen un incremento neto de la demanda ni de los beneficios, porque acarrean una disminución en otros ámbitos. Asimismo, también el capital privado suele retraer sus inversiones en otros sectores o en otras zonas de la ciudad o la región. Por lo demás, si atendemos a la recomendación que ofrece este estudio australiano para que la demanda pueda cristalizar efectivamente en beneficio neto -flexibilizar al máximo el mercado laboral-, el objetivo pierde buena parte de su atractivo.
Fracasos que son éxitos
Con todo, lo más curioso de que las expectativas generadas se vean defraudadas es que este fracaso no se vive como tal. En efecto, a nadie parece importarle ni sorprenderle que no se cumpla lo previsto y la sensación que queda es siempre la del éxito y las ganas de repetir. Para comprender esta incongruencia hay que tener en cuenta las increíbles oportunidades para los negocios privados que suponen las transformaciones urbanísticas asociadas con los macroeventos. Incluso la voluntad de atraer turismo y mejorar la posición competitiva de la ciudad constituye un factor secundario si lo comparamos con la importancia del negocio a corto plazo para las elites locales. Por supuesto, no estoy sugiriendo que a los gobiernos urbanos no les interese promocionar la imagen de la ciudad con el objeto de generar empleo, acaparar flujos monetarios y demás. Lamentablemente, uno de nuestros problemas es precisamente que los gobiernos urbanos parecen estar realmente convencidos de que en un mundo globalizado de poco sirve «promover el desarrollo de las empresas locales» y que lo mejor es «convertir el territorio en un espacio atractivo para las inversiones foráneas»[10]. Pero la debilidad de algunas de sus estrategias -como la de los macroeventos- y lo obcecadamente que se afanan en seguir por ese camino hace sospechar que priman otros intereses más concretos y a corto plazo.
En definitiva, lo que no se puede olvidar es que cuando se trata de organizar un macroevento, el dinero que realmente afluye a una ciudad es, en primerísimo lugar, dinero público que pasa a manos de empresas privadas. Por eso resulta tan difícil comprender de dónde proceden realmente los ingresos que la ciudad espera obtener con estas celebraciones y lo poco que parece importarle esta incertidumbre a la clase política. Cuando se le preguntó a Ignacio del Río (ex concejal de urbanismo del Ayuntamiento de Madrid y consejero delegado de la candidatura olímpica) cómo pueden dar beneficios unos JJ. OO., su respuesta se centró en el crecimiento de los derechos de televisión al tiempo que explicaba que, dado que «se invierte en la ciudad, el valor turístico y de comunicación produce beneficios durante muchos años. ¿Cuántas personas han ido a Barcelona después de los Juegos Olímpicos?»[11]. Muchas, en efecto, pero en contra de lo que parece creer Del Río, no ha sido fácil ni barato llevarlas hasta allí. La estrategia no ha funcionado como nos quieren hacer creer (crecimiento sostenido del turismo a raíz de las Olimpiadas) o, al menos, no lo ha hecho sin una continuada y abultadísima inversión pública, acompañada de una intervención pública o semipública orientada a evitar quiebras en sectores privados como el hotelero -sobredimensionado a raíz de las Olimpiadas- en un capítulo más del típico proceso de socialización de pérdidas y privatización de ganancias.
Ahora bien, si tenemos en cuenta que «quienes impulsaron los Juegos de Barcelona y financiaron una parte importante de su presupuesto fueron las inmobiliarias, las constructoras, las instituciones financieras, las empresas de publicidad, la hotelería y la restauración»[12] y que en Barcelona se produjo una frenética actividad constructora acompañada de un incremento de precios escalofriante y de colosales operaciones de recalificación de terrenos (la villa olímpica, por poner un ejemplo, se levantó sobre terreno industrial recalificado perteneciente a importantes empresas), entonces estaremos en condiciones de comprender que, efectivamente, Barcelona 92 fue todo un éxito.
Las remodelaciones urbanas asociadas a un macroevento no son tanto sus efectos secundarios cuanto su principal razón de ser. El fenómeno del Forum de las Culturas de Barcelona lo confirma: cuando se ha decidido organizar otro macroevento capaz de atraer turismo y ahondar en la imagen de marca de la ciudad, no se ha buscado un acontecimiento que permitiera reutilizar las «viejas» infraestructuras creadas hace poco más de diez años con ocasión de las Olimpiadas, sino que se ha montado el Forum cuyo principal objetivo, como reconoce hasta el más ingenuo, es la transformación urbana que lleva consigo. En efecto, la organización de este evento multicultural y de aires progresistas ha proporcionado cobertura a una vastísima operación de apertura al mar del último trecho de litoral que quedaba, la «regeneración» de la zona degradada en torno a la desembocadura del Besòs, la edificación con dinero público de un nuevo puerto deportivo o del centro de convenciones más grande de Europa del Sur (cuya gestión se ha cedido a una empresa privada por veinte años) y la construcción a cargo de la inmobiliaria norteamericana Hines de un conjunto residencial de lujo y un centro comercial (Diagonal Mar). En definitiva, una operación proyectada a medida de los intereses del sector privado, que ha colaborado encantado en la financiación del evento.
En el caso español estas colaboraciones público-privadas de reforma urbana adaptadas a las necesidades del sector privado que se han generalizado en todo el mundo revisten una especial gravedad debido al poder de las empresas constructoras y al hecho de que el negocio inmobiliario lleva ya mucho tiempo siendo el principal sostén de la economía española. En efecto, la construcción representa un 17,7% del PIB y el 59,4% de la inversión en formación de capital fijo y da trabajo a dos millones de personas. Por lo demás, tras un espectacular proceso de fusiones, el panorama ha quedado dominado por seis grandes empresas (FCC, ACS, Acciona, Ferrovial, Sacyr-Vallehermoso y OHL), cinco de las cuales figuran entre las diez constructoras más grandes de Europa por capitalización bursátil[13]. El sector se ha convertido en un valor de inversión seguro gracias al boom de la vivienda y a la aprobación de faraónicos planes de infraestructuras públicas, muchos de ellos centrados en Madrid (piénsese en la ampliación de Barajas, el proyecto de soterramiento de la M-30 y tantas otras maniobras). Como comentaba orgulloso el ex alcalde Álvarez del Manzano, «Madrid es, tras Berlín, la segunda ciudad europea con más operaciones urbanísticas en marcha», buena parte de las cuales están asociadas a las pretensiones olímpicas[14]. Si bien la coyuntura económica que rodeó a la preparación de las Olimpiadas de Barcelona era muy distinta a la que vivimos actualmente, lo cierto es que los efectos previsibles se aproximan bastante. En efecto, si al auge de la construcción y los precios que se produjo en Barcelona en el período 1986-92 contribuyó el que España acabara de ingresar en la Unión Europea -con la consiguiente afluencia de gran cantidad de capital extranjero, buena parte orientado a las inversiones en bienes inmobiliarios-, en estos momentos son más bien los malos tiempos que atraviesan los valores bursátiles los que han convertido el sector inmobiliario en un valor refugio que acapara ya algo más del 40% de la inversión extranjera en España y en el que se ha producido un auténtico desembarco de capital procedente de fondos de inversión, bancos y miles de empresas en busca de altas rentabilidades.
Con esta hipertrofia del sector, que ha llevado a Madrid a tener uno de los índices más bajos de habitante por vivienda (un índice meramente teórico, por supuesto, debido a la gran cantidad de vivienda vacía), resulta difícil ver con buenos ojos el «legado» que constituirá, por ejemplo, la Villa Olímpica. La candidatura de Madrid a los JJ. OO. prevé la construcción de una nueva «centralidad» en la zona Este -entre la M-40, el aeropuerto de Barajas y el barrio de San Blas- que sigue una pauta de recalificación de antiguo suelo industrial muy común en los últimos años[15]. Tanto Ignacio del Río como los impresos de candidatura presentados al COI mencionan la posibilidad de que una buena parte de las 6.600 viviendas de la Villa Olímpica sea en el futuro de protección oficial, pero en ningún momento se ofrecen datos firmes ni nada que los comprometa, como tampoco se proporciona información concreta de la financiación público-privada que se prevé ni de qué tipo de acuerdos llevará consigo. Lo que sí se sabe es que ya se ha dado luz verde al desarrollo urbanístico de los terrenos donde se proyecta la Villa, antes de saber si Madrid va a acoger o no las Olimpiadas. Por lo demás, el nuevo barrio estará compuesto de unifamiliares y bloques bajos -cinco alturas máximo-, con aire acondicionado, cercanos a zonas verdes y a un campo de golf[16], una tipología cuando menos curiosa para viviendas de protección oficial.
En cuanto a la cercanía de un barrio obrero como San Blas, para el que, en palabras de Del Río, no se prevé «ninguna expropiación y sí una gran mejora» ya que «el nombre de San Blas aparecerá en todas las televisiones del mundo», no podemos por menos que temernos lo peor. Kris Olds ha estudiado con detenimiento los casos de expulsiones de vecinos a raíz de la preparación y celebración de macroeventos como la Exposición Universal de Vancouver (1986) o los Juegos de invierno de Calgary (1988) y ha concluido que la expulsión parece un fenómeno inevitable en este tipo de eventos (y eso en un país tan civilizado como Canadá)[17]. En el caso de Barcelona, la remodelación del barrio de Ciutat Vella, una operación de embellecimiento vinculada con las Olimpiadas, supuso numerosos derribos y un alza importante en los precios, con la consiguiente expulsión de un gran número de residentes. En Valencia, los efectos de la Copa América ya se están dejando notar sobre el precio de la vivienda y los expertos calculan un incremento futuro de entre un 25% y un 30%. Los colectivos sociales de la ciudad viven alarmados los preparativos para un acontecimiento deportivo que a prácticamente nadie le importa y que ofrece motivos más que de sobra para sospechar todo tipo de negocios urbanísticos, recalificaciones, derribos y expulsiones asociadas con la subida de precios. Desde luego, resulta alarmante descubrir que la sustitución de vecinos que en otro tiempo fue un objetivo oculto de las remodelaciones urbanas ha pasado a ser un fin declarado. En efecto, según Pío García-Escudero, actual concejal de urbanismo de Madrid, rehabilitar un barrio consiste en «renovar el paisaje urbano y crear dotaciones, lo que atrae a nuevas capas de la población»[18].
Por lo demás, tanto en Valencia como en Madrid, hasta un sector que debería esperar crecimiento como el hotelero mira con cautela el evento ya que se teme una fuerte saturación del sector con la consiguiente amenaza de devaluación. De hecho, el COI ha determinado que a Madrid le hacen falta aún más hoteles, a pesar de que la ciudad cuenta actualmente con 68.000 plazas y contará en 2012 con 100.000, 70.000 de las cuales serán de hoteles de 3, 4 o 5 estrellas.
Si a estas alturas ya parece evidente que los beneficios que la organización de un macroevento proporciona a la ciudadanía son prácticamente inexistentes mientras que los perjuicios son numerosos, queda todavía por mencionar una ventaja fundamental, aunque no para la gente sino para los gobiernos urbanos. Me refiero a la capacidad de estos eventos para fomentar el consenso. Un consenso que sirve de pantalla tras la cual llevar a cabo todo tipo de negocios e intervenciones urbanísticas que, de otro modo, podrían haber suscitado oposición, que hace perder legitimidad a los que se rebelan relegando la conflictividad al ámbito de los problemas de orden público y que otorga al ayuntamiento organizador una elevada rentabilidad política. Desde luego, la importancia de este fenómeno queda de manifiesto en el lema en torno al que gira el Forum de las Culturas. Los organizadores debieron sudar la gota gorda para pergeñar una tríada de conceptos capaz de generar, con un evento de nuevo cuño, una aceptación comparable a la que suscita la larga tradición olímpica: «Paz, diversidad cultural y sostenibilidad» son ideas a las que, desde luego, resulta difícil oponerse. También la ofensiva propagandística en torno a la Copa América, que ha pasado de ser un evento absolutamente desconocido a ser, según El País, «un acontecimiento que en el mundo deportivo equivale a la celebración de unos Juegos Olímpicos (sic)«[19] es buena muestra de la importancia que se otorga a la aceptación de la ciudadanía. Naturalmente, el consenso, unido a la voluntad de ofrecer una imagen positiva de la ciudad, lleva siempre aparejado un alto nivel de represión. En Sydney, bajo el lema «un sueño que todos compartimos», se autorizó la construcción de una carpa de cultura indígena junto al estadio principal, al tiempo que el temor por las posibles protestas de grupos antirracistas llevó al Comité Olímpico Australiano a imponer un contrato por el que se prohibía los discursos políticos, las manifestaciones y las marchas durante los Juegos[20]. En Atlanta se detuvo a 10.000 homeless en el período previo a las Olimpiadas del 96 y a otro buen número se les proporcionó un billete de autobús hacia algún lugar fuera de la ciudad. En Barcelona, desde las okupaciones y los distintos colectivos que se oponen al Forum se ha denunciado un incremento en el nivel de represión, y otro tanto ocurre en Valencia, donde la presencia del delegado del gobierno Juan Cotino (ex director general de la policía y célebre por sus planes de tolerancia cero) ensombrece aún más la situación.
¿Qué hacer? ¿Qué nos cabe esperar?
Paradójicamente, la voluntad general de ofrecer una imagen positiva de la ciudad a ojos de visitantes y espectadores puede ofrecer a los diversos colectivos urbanos una oportunidad para hacer oír sus reivindicaciones. Activistas y colectivos pueden aprovechar para publicitar ciertos problemas que es preciso resolver y forzar al gobierno a tomar cartas en el asunto para evitar una mala imagen. En el caso de la candidatura olímpica de Madrid, qué duda cabe de que es ahora, cuando aún no hay nada decidido, cuando se debe intentar presionar al gobierno[21]. No obstante, lo cierto es que la ausencia de una oposición organizada dibuja un futuro bastante negro. Como resumía el diario El País, la aprobación por parte del Congreso a la candidatura de Madrid se produjo «sin sombra de fisura». El apoyo ha sido unánime y ha venido desde un sinfín de sectores: sindicatos, universidades, partidos, empresas…
Desde luego, al margen de una posible implicación de todos los partidos de la oposición en el negocio urbanístico, en el caso del entusiasta apoyo de Izquierda Unida la situación tiene mucho que ver con la ya tradicional aceptación de la ideología desarrollista por parte de la izquierda institucional, que vive lastrada por la confianza en que unos buenos índices macroeconómicos redundan en beneficios para la población. En efecto, desde posiciones de izquierda se sigue creyendo que el capital privado genera empleo y paga mejor cuando obtiene más ganancias y que hacer concesiones y rebajas a empresas para que creen puestos de trabajo merece la pena, aun cuando la flexibilización que impulsa la legislación necesaria para contentar a las empresas permita que éstas puedan irse al día siguiente de haberse terminado el periodo de exención fiscal, o tras haber vendido los terrenos que el gobierno les cedió a bajo precio. Por supuesto, a estas alturas debería resultar evidente que una ciudad centrada en crear un buen clima para los negocios no es una ciudad buena para la gente o, cuando menos, es incompatible con una clase obrera fuerte y organizada capaz de influir sobre sus condiciones laborales. No estoy tratando de defender ninguna clase de pausa y marcha atrás en el desarrollo económico hacia alguna suerte de paraíso perdido. Tan sólo sugiero que la oposición debería tratar de articular alternativas de desarrollo distintas a las estrategias que defienden los activistas de la ciudad como «máquina de crecimiento»[22], alternativas que presten atención a esa vieja distinción entre valor de uso y valor de cambio que las elites locales sí pueden permitirse pasar por alto, ocupadas como están en proclamar la identidad de crecimiento económico y bienestar general. El caso de los macroeventos no hace sino poner de relieve cómo la izquierda oficial cae una y otra vez -quiero creer que ingenuamente- en las trampas que se ocultan apenas tras las más burdas maniobras propagandísticas. «Un político hábil es el que consigue crecimiento al tiempo que ofrece un buen circo»[23].
NOTAS:
1. Para un ejemplo más cercano, véase el análisis del historiador asturiano Rubén Vega acerca de los intentos de los distintos gobiernos de Asturias de achacar los problemas de la Reconversión y la crisis al desánimo y el pesimismo generalizado (entrevista con Rubén Vega, en Carlos Prieto Fernández (coord.), IKE. Retales de la Reconversión, Madrid, Ladinamo Libros, 2004.
2. Un efecto muy similar a la famosa estetización de la vida política que, según Walter Benjamin, propicia el fascismo y que consiste en proporcionar a las masas ocasión de expresarse sin dejar que en ningún caso puedan hacer valer sus derechos («La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Discursos Interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1987.
3. Con la expresión «gobierno urbano» traduzco la noción de «urban governance» que emplea David Harvey y que incluye, además de la administración pública, a las diversas elites locales: cámaras de comercio, industriales, terratenientes, constructores, etcétera («From managerialism to entrepreneurialism: the transformation of urban governance in late capitalism», Geografiska Annaler, serie B, nº 71, 1989).
4. Es esta una idea recurrente en los libros de David Harvey (cf., por ejemplo, The Urban Experience, Oxford: Basil Blackwell, 1989, cap. 9).
5. «La industria del turismo de masas es un fenómeno relativamente reciente. Aún no ha habido tiempo para que se consolide la identidad industrial del sector, el profesionalismo en la gestión, la cualificación laboral, los empleos estables o el sindicalismo. Pero es razonable esperar que terminarán echando raíces durante las próximas décadas y que la calidad y diversidad de los empleos disponibles en el sector turístico mejorará a medida que éste madure». Maurice Roche, «Mega-events and micro-modernization», British Journal of Sociology, vol. 43, nº 4, diciembre de 1992. Tanto Roche como otros estudiosos parecen suponer que, mientras que ahora sólo hace turismo el 20% de la población mundial, en un futuro no muy lejano todas las personas de todos los países podrán hacer turismo y vivir del turismo en una suerte de rotación de tiempos de trabajo y de vacaciones bien organizada que recuerda poderosamente a la solución que calibraban los protagonistas de Diálogo de refugiados de Brecht cuando discutían el problema que supone la población civil durante la guerra: «¿Evacuación permanente a escala mundial? Hará falta mucha organización» (Madrid, Alianza Editorial, 1994, p. 54).
6. cf. http://www.movimients.net/resistencies2004.
7. Joaquim Verges, prólogo a VV. AA.: Economía, trabajo y empresa. Sobre el impacto económico y laboral de los Juegos Olímpicos de 1992, Madrid, Consejo Económico y Social, 1997, p. 21.
8. Según un estudio particularmente prudente en torno al impacto económico de los JJ. OO. de Sydney 2000, el «turista olímpico» (y el de eventos en general) muestra unas pautas de consumo muy distintas al turista habitual, que suele gastar en la industria del entretenimiento incrementando así el ingreso por impuestos del gobierno. Buena parte de los gastos del visitante olímpico significan, simplemente, un desplazamiento de otras actividades, un fenómeno que se observó, por ejemplo, en los JJ. OO. de Atlanta, donde formas de entretenimiento como el cine, los restaurantes, o los teatros apenas pudieron competir con las Olimpiadas y sufrieron un evidente recorte de demanda. Cf. Economic Impact of the Sydney Olympics Games (http://www.treasury.nsw.gov.au).
9. Al margen de los ingresos por venta de derechos de televisión, Madrid espera conseguir 1.000 millones de dólares para el comité organizador a base de subvenciones, patrocinio, donaciones o venta de entradas. Naturalmente, las sospechas de chanchullos asociados a estos grandes flujos de dinero están servidas. No me detendré, no obstante, a comentar los negocios del COI, sus prácticas autoritarias, las acusaciones de sobornos y otras perversidades olímpicas como el pasado franquista y falangista de Samaranch, el asombroso ocultamiento del dopaje o la mezquindad demostrada por los cabezas de la «familia olímpica» al impedir que el Comité Paraolímpico Internacional usara los cinco anillos como logo. Para estos temas puede consultarse los libros de Andrew Jennings, Los señores de los anillos: poder, dinero y doping en los Juegos Olímpicos, Barcelona: Edicions Transparència, 1992 y Los nuevos señores de los anillos, Barcelona: Ediciones de la Tempestad, 1996.
10. Miren Etxezarreta et al., «Barcelona, una ciudad extrovertida», Barcelona, Fundació Tapies, 1996.
11. Tanto esta como las demás declaraciones de Del Río proceden de un chat de Internet organizado por el diario El Mundo (http://www.el-mundo.es/encuentros/invitados/2003/01/593).
12. «Forum 2004, ¿qué supone?, ¿qué significa?», texto preparado por el Seminario de Economía Crítica OCHUB (http://www.moviments.net/resistencies2004). Cf., también, mi artículo «Forum Barcelona 2004. El gran negocio del multiculturalismo», Ladinamo, 10, mayo-junio de 2004.
13. Joaquín Estefanía, «Construcción: el otro capitalismo español», en El País, 3 de mayo de 2004.
14. Piénsese que la gran mayoría de las obras sufragadas con fondos públicos vinculadas a la candidatura olímpica se llevarán a cabo con independencia de que Madrid sea o no elegida sede de los Juegos.
15. En numerosas ocasiones se ha alertado acerca de las consecuencias indeseables de las facilidades que el Plan General de Madrid otorga a las empresas para que conviertan su suelo industrial en terciario o residencial: en efecto, esta permisividad no sólo contribuye a recalentar aún más el sector inmobiliario, sino que incluso puede propiciar la fuga de industrias aún en marcha.
16. Sorprendentemente, este campo de golf de sesenta hectáreas es una de las infraestructuras que, según Ignacio del Río, lograrán una mejora medioambiental de la zona Este de Madrid.
17. Kris Olds, «Urban Mega-Events, Evictions and Housing Rights: The Candian Case». Tras investigar un gran número de casos (incluidos Atlanta y Barcelona), Olds concluye que «en la medida en que la reestructuración urbana que acarrean los macroeventos está destinada a atraer nueva gente, nuevas instalaciones y nuevo dinero para las ciudades a un ritmo muy veloz, las expulsiones forzosas deben contemplarse como un resultado muy probable de la organización de estos eventos». Para este y otros artículos de interés, véase la página web de la coalición contra los JJ. OO. de Toronto www.breadnotcircus.org.
18. Pío García-Escudero, «Rehabilitar es cosa de todos», El Mundo, suplemento «Su vivienda», 7 de noviembre de 2003.
19. El País, suplemento «Propiedades», 9 de enero de 2000.
20. John Pilger, The New Rulers of the World, Londres: Verso, 2002, p. 200.
21. Las estrategias pueden ir desde la más radical de Berlín, en donde numerosos actos de desobediencia civil contribuyeron a que el COI no seleccionara Berlín como sede de las Olimpiadas de 2000, hasta la más «civilizada» de Toronto, en donde el proceso de candidatura a los Juegos de 1996 se vio afectado por la labor de los colectivos sociales que lograron arrancar al gobierno diversos compromisos en torno a la necesidad de evitar las expulsiones de vecinos o a la reutilización de la villa olímpica como vivienda social.
22. Tomo prestada esta expresión del libro de John R. Logan y Harvey L. Molotch, Urban Fortunes. The Political Economy of Place, Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 1987.
23. Urban Fortunes, cit., p. 68
[1] Para un ejemplo más cercano, véase el análisis del historiador asturiano Rubén Vega acerca de los intentos de los distintos gobiernos de Asturias de achacar los problemas de la Reconversión y la crisis al desánimo y el pesimismo generalizado (entrevista con Rubén Vega, en Carlos Prieto Fernández (coord.), IKE. Retales de la Reconversión, Madrid, Ladinamo Libros, 2004.
[2] Un efecto muy similar a la famosa estetización de la vida política que, según Walter Benjamin, propicia el fascismo y que consiste en proporcionar a las masas ocasión de expresarse sin dejar que en ningún caso puedan hacer valer sus derechos («La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Discursos Interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1987.
[3] Con la expresión «gobierno urbano» traduzco la noción de «urban governance» que emplea David Harvey y que incluye, además de la administración pública, a las diversas elites locales: cámaras de comercio, industriales, terratenientes, constructores, etcétera («>From managerialism to entrepreneurialism: the transformation of urban governance in late capitalism», Geografiska Annaler, serie B, nº 71, 1989).
[4] Es esta una idea recurrente en los libros de David Harvey (cf., por ejemplo, The Urban Experience, Oxford: Basil Blackwell, 1989, cap. 9).
[5] «La industria del turismo de masas es un fenómeno relativamente reciente. Aún no ha habido tiempo para que se consolide la identidad industrial del sector, el profesionalismo en la gestión, la cualificación laboral, los empleos estables o el sindicalismo. Pero es razonable esperar que terminarán echando raíces durante las próximas décadas y que la calidad y diversidad de los empleos disponibles en el sector turístico mejorará a medida que éste madure». Maurice Roche, «Mega-events and micro-modernization», British Journal of Sociology, vol. 43, nº 4, diciembre de 1992. Tanto Roche como otros estudiosos parecen suponer que, mientras que ahora sólo hace turismo el 20% de la población mundial, en un futuro no muy lejano todas las personas de todos los países podrán hacer turismo y vivir del turismo en una suerte de rotación de tiempos de trabajo y de vacaciones bien organizada que recuerda poderosamente a la solución que calibraban los protagonistas de Diálogo de refugiados de Brecht cuando discutían el problema que supone la población civil durante la guerra: «¿Evacuación permanente a escala mundial? Hará falta mucha organización» (Madrid, Alianza Editorial, 1994, p. 54).
[7] Joaquim Verges, prólogo a VV. AA.: Economía, trabajo y empresa. Sobre el impacto económico y laboral de los Juegos Olímpicos de 1992, Madrid, Consejo Económico y Social, 1997, p. 21.
[8] Según un estudio particularmente prudente en torno al impacto económico de los JJ. OO. de Sydney 2000, el «turista olímpico» (y el de eventos en general) muestra unas pautas de consumo muy distintas al turista habitual, que suele gastar en la industria del entretenimiento incrementando así el ingreso por impuestos del gobierno. Buena parte de los gastos del visitante olímpico significan, simplemente, un desplazamiento de otras actividades, un fenómeno que se observó, por ejemplo, en los JJ. OO. de Atlanta, donde formas de entretenimiento como el cine, los restaurantes, o los teatros apenas pudieron competir con las Olimpiadas y sufrieron un evidente recorte de demanda. Cf. Economic Impact of the Sydney Olympics Games (http://www.treasury.nsw.gov.au).
[9] Al margen de los ingresos por venta de derechos de televisión, Madrid espera conseguir 1.000 millones de dólares para el comité organizador a base de subvenciones, patrocinio, donaciones o venta de entradas. Naturalmente, las sospechas de chanchullos asociados a estos grandes flujos de dinero están servidas. No me detendré, no obstante, a comentar los negocios del COI, sus prácticas autoritarias, las acusaciones de sobornos y otras perversidades olímpicas como el pasado franquista y falangista de Samaranch, el asombroso ocultamiento del dopaje o la mezquindad demostrada por los cabezas de la «familia olímpica» al impedir que el Comité Paraolímpico Internacional usara los cinco anillos como logo. Para estos temas puede consultarse los libros de Andrew Jennings, Los señores de los anillos: poder, dinero y doping en los Juegos Olímpicos, Barcelona: Edicions Transparència, 1992 y Los nuevos señores de los anillos, Barcelona: Ediciones de la Tempestad, 1996.
[10] Miren Etxezarreta et al., «Barcelona, una ciudad extrovertida», Barcelona, Fundació Tapies, 1996.
[11] Tanto esta como las demás declaraciones de Del Río proceden de un chat de Internet organizado por el diario El Mundo (http://www.el-mundo.es/encuentros/invitados/2003/01/593).
[12] «Forum 2004, ¿qué supone?, ¿qué significa?», texto preparado por el Seminario de Economía Crítica OCHUB (http://www.moviments.net/resistencies2004). Cf., también, mi artículo «Forum Barcelona 2004. El gran negocio del multiculturalismo», Ladinamo, 10, mayo-junio de 2004.
[13] Joaquín Estefanía, «Construcción: el otro capitalismo español», en El País, 3 de mayo de 2004.
[14] Piénsese que la gran mayoría de las obras sufragadas con fondos públicos vinculadas a la candidatura olímpica se llevarán a cabo con independencia de que Madrid sea o no elegida sede de los Juegos.
[15] En numerosas ocasiones se ha alertado acerca de las consecuencias indeseables de las facilidades que el Plan General de Madrid otorga a las empresas para que conviertan su suelo industrial en terciario o residencial: en efecto, esta permisividad no sólo contribuye a recalentar aún más el sector inmobiliario, sino que incluso puede propiciar la fuga de industrias aún en marcha.
[16] Sorprendentemente, este campo de golf de sesenta hectáreas es una de las infraestructuras que, según Ignacio del Río, lograrán una mejora medioambiental de la zona Este de Madrid.
[17] Kris Olds, «Urban Mega-Events, Evictions and Housing Rights: The Candian Case». Tras investigar un gran número de casos (incluidos Atlanta y Barcelona), Olds concluye que «en la medida en que la reestructuración urbana que acarrean los macroeventos está destinada a atraer nueva gente, nuevas instalaciones y nuevo dinero para las ciudades a un ritmo muy veloz, las expulsiones forzosas deben contemplarse como un resultado muy probable de la organización de estos eventos». Para este y otros artículos de interés, véase la página web de la coalición contra los JJ. OO. de Toronto www.breadnotcircus.org.
[18] Pío García-Escudero, «Rehabilitar es cosa de todos», El Mundo, suplemento «Su vivienda», 7 de noviembre de 2003.
[19] El País, suplemento «Propiedades», 9 de enero de 2000.
[20] John Pilger, The New Rulers of the World, Londres: Verso, 2002, p. 200.
[21] Las estrategias pueden ir desde la más radical de Berlín, en donde numerosos actos de desobediencia civil contribuyeron a que el COI no seleccionara Berlín como sede de las Olimpiadas de 2000, hasta la más «civilizada» de Toronto, en donde el proceso de candidatura a los Juegos de 1996 se vio afectado por la labor de los colectivos sociales que lograron arrancar al gobierno diversos compromisos en torno a la necesidad de evitar las expulsiones de vecinos o a la reutilización de la villa olímpica como vivienda social.
[22] Tomo prestada esta expresión del libro de John R. Logan y Harvey L. Molotch, Urban Fortunes. The Political Economy of Place, Berkeley-Los Ángeles-Londres,University of California Press, 1987.
[23] Urban Fortunes, cit., p. 68