Gran parte del discurso ideológico de Podemos se articula en torno al concepto de hegemonía. Para sus principales ideólogos -y en especial para Iñigo Errejón, que, no en vano, elaboró su tesis doctoral sobre la materia- la conquista del poder político no es suficiente, y deberá ir acompañada de un proceso de construcción de hegemonía […]
Gran parte del discurso ideológico de Podemos se articula en torno al concepto de hegemonía. Para sus principales ideólogos -y en especial para Iñigo Errejón, que, no en vano, elaboró su tesis doctoral sobre la materia- la conquista del poder político no es suficiente, y deberá ir acompañada de un proceso de construcción de hegemonía ideológica y cultural que permita sentar las bases para un verdadero cambio político. En otras palabras, de nada sirve conquistar el poder político si todas las instituciones y estructuras en torno a las cuales su ejercicio se articula son heredadas de regímenes anteriores, y si el sentido común de la mayoría social se encuentra aún anclado al orden preexistente. Es necesario, por tanto, llevar a cabo un proceso de construcción de hegemonía ideológico-cultural mediante el cual se modifique el sentido común de la época y se ofrezca a la ciudadanía una construcción discursiva que legitime un nuevo estado de cosas, un nuevo orden que reconfigure el reparto de roles políticos y sociales empoderando a los sectores subalternos.
Pero, ¿en qué consiste realmente este proceso de construcción hegemónica? ¿Qué principios y qué premisas se esconden tras el mismo? Y, sobre todo, ¿es compatible con una concepción verdaderamente democrática de la organización social?
Por momentos, la estrategia de Podemos parece consistir simplemente en aprovechar la estructura informal de dominación ideológica existente en las sociedades capitalistas modernas, sustituyendo las actuales ideas hegemónicas por otras más acordes, en su opinión, a los intereses de la mayoría. El problema, desde este punto de vista, no sería la hegemonía en sí misma, sino su contenido concreto. La actual hegemonía ideológica y cultural es vista como algo negativo, pero no porque así lo sea de manera intrínseca, sino porque las ideas que la constituyen son consideradas contrarias a los intereses de la mayoría.
Y, sin embargo, ¿no es el propio concepto de hegemonía un concepto profundamente antidemocrático? En su versión ideológico-cultural, la hegemonía implica necesariamente la existencia de una serie de ideas dominantes que se imponen sobre el conjunto de la sociedad. Fue Gramsci uno de los primeros en reconocer la importancia de la hegemonía cultural como elemento esencial dentro de la dominación de clase ejercida por parte de la burguesía. La hegemonía, por tanto, se encuentra irremisiblemente ligada a un contexto de dominación que, al menos en el plano teórico, la hace incompatible con el ideal democrático. La mera noción de una condición hegemónica nos remite a la existencia de una pluralidad de ideas, algunas de las cuales se imponen al resto. Tras la hegemonía cultural subyace siempre una tensión latente entre ideas dominantes e ideas dominadas, entre dominadores y dominados. La construcción de hegemonía consiste así en un esfuerzo activo por otorgar a un determinado conjunto de ideas el papel de ideas dominantes.
La tesis de la construcción hegemónica es, en el fondo, una tesis sumamente realista -en el sentido del realismo político-, a la par que escasamente transformadora, que interpreta la hegemonía como un hecho dado y propone presentar batalla para apoderarse del sentido común. En otras palabras: que sean nuestras ideas y no las del enemigo político las que se conviertan en hegemónicas; pero siempre aceptando implícitamente que existirá una situación en la que ciertas ideas serán dominantes con respecto al resto. No se atacan las estructuras y los dispositivos de dominación ideológica y cultural, sino sólo su contenido concreto; y menos aún se cuestiona el propio concepto de dominación en sí mismo. Por el contrario, parece tratarse simplemente de ganar una contienda que determinará quién dominará a quién. Algo curioso, teniendo en cuenta que hablamos de una teoría que presume de impugnar las propias reglas del juego político liberal, de la «parapolítica», que diría Zizek; y, sin embargo, la misma termina interiorizando las lógicas de dominación del enemigo. Tras su pretendida radicalidad constructivista, la teoría de la construcción hegemónica se limita a proponer una pugna superficial por el sentido común de la época, y no tanto su transformación radical en algo ontológicamente distinto.
Por otra parte, resulta complicado entrever de qué modo podría compatibilizarse la búsqueda de la conformación de una hegemonía ideológica con dos de los conceptos que, en principio, deberían formar parte de cualquier programa político de izquierdas que se precie: el pensamiento crítico y la libertad de expresión; toda vez que la disidencia, el disenso y la discrepancia pueden llegar a resultar fenómenos profundamente disfuncionales con respecto al proceso de construcción hegemónica. «¿Libertad para qué?», que preguntara Lenin; respondiendo que desde luego no para expresar opiniones o críticas que puedan erosionar el movimiento revolucionario, encarnado en este caso en el propio proceso de construcción hegemónica.
En última instancia, la idea de que es necesario construir una hegemonía ideológica y cultural expresa un profundo miedo hacia la democracia como sistema político, así como una desconfianza manifiesta frente a los impredecibles designios de la voluntad popular. Tras la retórica democratista se esconden serias reticencias a dejar elegir a la gente acerca de su propio destino, ya que el resultado puede no ser siempre el esperado. Pareciera como si la democracia sólo fuera aplicable en un contexto de total homogeneidad ideológica, en el que todos pensásemos igual y por tanto ya se supiera de antemano qué vamos a decidir y cómo vamos a actuar. Así, primero sería necesario construir hegemonía para, sólo posteriormente, introducir el componente democrático sin que éste pusiera en riesgo el dominio de las ideas hegemónicas. De ahí que fuera la famosa dictadura del proletariado, y no la democracia, el sistema político elegido por los socialistas soviéticos para realizar la transición hacia el verdadero comunismo. En su opinión, la sociedad aún no estaba preparada para la democracia, y primero era necesario llevar a cabo un proceso de homogeneización ideológica y cultural que culminase con la creación del «hombre nuevo».
Con el tiempo la izquierda renunció a la toma violenta del poder, pero la idea de que el sentido común del pueblo ha de ser modificado y homogeneizado para que la democracia pueda ser aplicada sigue estando vigente en algunos de los postulados de partidos como Podemos. El pueblo ha de elegir libremente, siempre y cuando elija lo que el líder y los cuadros dirigentes del partido hayan dictaminado previamente. Lejos de representarse la voluntad popular, la misma se configura ex novo, y el proceso de representación se invierte: no se trata ya de una minoría que representa los intereses de la mayoría, sino que son las ideas de una minoría las que, mediante el proceso de construcción hegemónica, terminan siendo abrazadas por la mayoría.
La pretensión de hegemonizar una determinada concepción del mundo entra así en claro conflicto con la posibilidad de crear un clima adecuado para que cada individuo pueda desarrollar su propia opinión y sus propias ideas, desincentivando aquel «atreverse a pensar críticamente» que, según Kant, era la principal exigencia de la edad moderna. La ciudadanía queda reducida a una masa informe a la que es necesario aglutinar y movilizar a base de consignas simplistas y maniqueas, mientras que el propio discurso se inmuniza a sí mismo frente a la crítica, definiendo sus postulados como «de sentido común», y sugiriendo de este modo que todo aquel que con ellos discrepe es un loco o un tonto.
En definitiva, la estrategia de construcción de hegemonía enarbolada por Podemos parece estar bastante más centrada en sustituir a unos dominadores por otros que en eliminar la dominación, en que el miedo cambie de bando en lugar de en que desaparezca y no haya nada que temer. Sin embargo, en nuestra opinión, la izquierda no puede permitirse volver a discurrir por ciertos derroteros que, en el pasado, le granjearon el descrédito de la opinión pública y terminaron por servirle en bandeja de plata a la derecha la victoria sobre la batalla de las ideas. Que ciertas estrategias funcionan para hacerse con el poder eso ya lo sabemos; pero también sabemos lo que ocurre después y en qué han desembocado todas aquellas tentativas de cambio que han asimilado, exacerbándolas, las lógicas contra las que decían luchar. La izquierda ha de ser, por definición, progresista y transformadora, no conservadora y pragmática; y por tanto debe explorar nuevas vías y nuevos caminos que expandan las fronteras de lo posible, en lugar de recurrir a lo viejo, a lo antiguo, a lo seguro. Del mismo modo, la izquierda ha de ser la abanderada del pensamiento crítico, y por ello no debe caer en dogmatismos ni en el adoctrinamiento ideológico. Porque la crítica siempre es positiva y es una de las bases de la democracia, y porque, en última instancia, de nuevo en palabras de Kant, la razón sólo concede respeto a aquello que es capaz de resistir su examen libre y público.
Decía el situacionista Raoul Vaneigem en su célebre «Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones», que el tirano muere siempre sonriente porque sabe que tras su muerte la tiranía sólo cambiará de manos, y que por tanto la verdadera lucha había de combatirse contra la dominación y el principio de jerarquía; de lo contrario, todas las revoluciones estaban destinadas a «girar sobre sí mismas negándose a sí mismas a la velocidad de su rotación». De momento, y por desgracia, no parece que la revolución que pretende liderar Podemos vaya a ser capaz de escapar a ese destino fatal y rotatorio.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.