Puede que la palabra Cuba haya sido la llave, la que me abrió la puerta y me sentó junto al filósofo español Santiago Alba Rico (computadora mediante). La hondura, la vastedad, el verbo contundente vinieron después, por segunda vez, en una especie de redescubrimiento de lo leído: «La ciudad intangible», «Las reglas del caos», «El […]
Puede que la palabra Cuba haya sido la llave, la que me abrió la puerta y me sentó junto al filósofo español Santiago Alba Rico (computadora mediante). La hondura, la vastedad, el verbo contundente vinieron después, por segunda vez, en una especie de redescubrimiento de lo leído: «La ciudad intangible», «Las reglas del caos», «El Islam jacobino» y tantas reflexiones publicadas en medios digitales.
«Apoyar la Revolución es tan fácil, tan arrogante, tan inmodesto, como condenarla. Confieso que no la apoyo sino que me apoyo en ella», escribió el investigador en un texto que formó parte de la obra colectiva Cuba 2005.
Sin embargo, Cuba, a donde Alba volverá para participar en el Congreso Cultura y Desarrollo, del 11 al 14 de junio próximo, y de la que ha escrito con amplitud, estuvo prácticamente ausente del diálogo. ¿Sí? No puedo asegurarlo.
Para el pensador español, «cualquier forma de cultura que imaginemos es estructuralmente incompatible» con la sociedad capitalista.
¿Cómo asocia usted la frase «noli me tangere» con el mercado?
La propaganda dice que el capitalismo es un sistema de producción e intercambio generalizado cuando en realidad funciona de hecho como un régimen de guerra y tabú generalizado. Lo que caracteriza al mercado no es la abundancia de cosas sino su desaparición en el circuito de la renovación ininterrumpida, acelerada a golpes de obsolescencia programada y publicitaria. Lo que llamamos mercancía no es la cosa disfrazada sino la cosa literalmente suprimida: es la imposibilidad al mismo tiempo de los «fungibles» y las «maravillas», de las «cosas de usar» y de las «cosas de mirar». Ya no hay propiamente «objetos» sino sólo «comestibles». El mercado consume por igual y a la misma velocidad una manzana y una casa, una barra de pan y una lavadora, un yogurt y una novela. Ni tocar ni mirar, sólo digerir: por eso la sociedad capitalista es en realidad la más primitiva de la historia, la más «natural» de la historia, en el sentido de que es la primera sociedad de pura subsistencia que existe, la única que destina todos sus recursos -y recursos sin precedentes- a su pura reproducción biológica.
¿A qué se refiere con el término «culturicidad vacía»?
A ese peligrosísimo «entontecimiento del hombre por el hombre» del que hablaba Levi-Strauss y en virtud del cual, como decía antes, una cultura auto-referencial -ilusoriamente liberada de todos los límites- se olvida hasta tal punto de la naturaleza y de su dependencia de ella, se ensoberbece de tal manera en su dominio total sobre el exterior que acaba por encerrarse en una existencia puramente biológica, como la de cualquier otra especie zoológica.
¿Qué estela dejó Walt Disney y todo lo que él representa, en el mundo de hoy?
Más allá del contenido ideológico de sus películas -largamente analizado y denunciado- Walt Disney ha convertido el culto a la infancia en la industria pornográfica más rentable y corruptora del planeta. No sólo convierte a los niños en consumidores de falsa cultura y falsa naturaleza sino que transforma a los niños mismos en objetos de consumo; produce y vende falsa infancia (estandarizada y globalizada a partir del modelo puritano anglosajón) en un mundo en el que ser niño es crecientemente peligroso. Walt Disney manufactura y empaqueta «infancia» y se la vende tanto a las víctimas de las bombas como a los que las lanzan; satisface todas las demandas de sentimentalismo, cursilería y bondad inútil en una sociedad capitalista que, gracias también a eso, puede regirse libremente por los principios contrarios.
¿Qué puede esperarse de un rosario de generaciones de todo el planeta alimentadas frente a las imágenes de Walt Disney?
Se puede esperar lo que ya tenemos: mafiosos que adoran a sus canarios, marines torturadores que miman a sus mascotas, violadores que compran osos de peluche y, en general, consumidores nihilistas que lloran ante el destino de Bambi o Dumbo. Los millones de submuniciones sin estallar que las bombas de racimo estadounidenses han sembrado por todo el planeta tienen colores y formas muy atractivos para los niños que las recogen del suelo. El Pentágono debería encargar a la casa Disney su diseño, de manera que al menos quedase clara su funcionalidad recíproca. La lógica de este mundo reclama que los niños de Iraq mueran al estallarles una figurita de Mickey Mouse entre las manos.
Usted escribió: «A principios del siglo XXI los hombres sienten más asegurada su supervivencia individual en una «etnia» que en un sindicato y mejor garantizada la intervención política por la religión que por el Parlamento». ¿Pudiera argumentar esa idea?
La agresión económica brutal del capitalismo y la derrota criminal de todas las formas de resistencia colectiva «ilustradas» (las de la izquierda clásica) han determinado unos niveles de vulnerabilidad individual sin precedentes. Que la globalización se acompañe de fenómenos de contracción identitaria no revela una reacción psicológica o metafísica sino la búsqueda de nuevos vehículos de seguridad material y colectiva. Desgraciadamente desprestigiadas o inhabilitadas las vías políticas, estos nuevos vehículos son en realidad muy antiguos. Podemos lamentar que la religión o la «etnia» recuperen su autoridad organizativa, pero no puede extrañarnos. A la espera de que Latinoamérica ilumine la senda del retorno del socialismo, las víctimas del capitalismo encuentran protección social y material -la única protección que existe- en sujetos colectivos pre-modernos que se creían superados.
¿Cuál es la amenaza que se yergue sobre la humanidad si no se «degrada» el ordenador a la condición de martillo?
La diferencia que existe entre un martillo y un ordenador es la que existe entre una herramienta y un órgano. Incluso si un martillo no es completamente neutral -impone un abanico de usos no ilimitado y también cierta disposición de los músculos- puede decirse que somos nosotros quienes lo usamos con una cierta discrecionalidad. Por el contrario, lo que caracteriza a un órgano -el riñón o el corazón- es que funciona al margen del uso que nosotros queramos hacer de él; nos usa él a nosotros, si queremos decirlo así, y lo que llamamos salud es en realidad una forma de tiranía. En el contexto mercantil capitalista, la dependencia subjetiva de los órganos tecnológicos acelera el proceso de destrucción de recursos a través del consumo y de la subsunción de los espacios de resistencia en solitarias duraciones mentales sincronizadas. La única posibilidad de «degradar» el ordenador a la condición de martillo, de pasar de la función orgánica al uso instrumental, del tiempo estándar al espacio compartido, es la de emancipar la tecnología del orden capitalista para someterla al orden de las decisiones políticas. Hasta donde sé, el único lugar del mundo donde se tiene clara esta necesidad es Cuba.
¿Por qué es más peligroso un tecnópata progresista que un integrista reaccionario?
La creencia en un progreso ininterrumpido e ilimitado compuesto de puros beneficios y al que además tendríamos derecho por encima de cualquier consideración moral es la ilusión religiosa occidental por excelencia y entraña muchos más peligros que cualquier otra clase de integrismo. Es, por así decirlo, el motor subjetivo de una maquinaria de destrucción -el capitalismo- que no reconoce límites ni en el hombre ni en la naturaleza y que puede permitírselo todo, salvo pararse.
¿Cómo interpreta la obsesión del Hombre por producir «virtualidad»?
Yo no hablaría del Hombre con mayúsculas y en abstracto sino más bien de ese orden económico que, en su íntima, insostenible y desmedida necesidad de crecimiento, ha abierto a la explotación, a través de la tecnología, un -digamos- «mercado de inmateriales», privatizando al mismo tiempo las conciencias (hacia dentro) y los «dobles corporales» (hacia fuera): la rentabilidad de lo virtual, que se manifiesta en la compra-venta de «derechos de imagen», tiene su referente explícitamente económico, en el marco del capitalismo financiero, en el llamado «mercado de futuros».
¿Trae algún mensaje específico al Congreso Cultura y Desarrollo?
Confío más bien en aprender. Mi modesta contribución se limitará a explorar algunos de esos temas sobre los que vengo reflexionando en los últimos años y que tienen que ver con el vínculo necesariamente orgánico entre el capitalismo y el nihilismo. No es una casualidad que este Congreso se celebre en el único país que está prácticamente libre de ambas cosas.