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Apuntes (marxistas) sobre la coyuntura actual

Poder Constituyente y política revolucionaria en el Chile de hoy

Fuentes: Rebelión

Los marxistas interpretamos la política del pasado como la historia de un fracaso, generalmente: fracaso que exige más aún la concentración en los problemas futuros. Tal como intuyó Walter Benjamin, el marxismo es una filosofía que guarda con el pasado una relación redentora y no una visión referencial. Tomar como referencia el pasado significa, implícitamente, […]

Los marxistas interpretamos la política del pasado como la historia de un fracaso, generalmente: fracaso que exige más aún la concentración en los problemas futuros. Tal como intuyó Walter Benjamin, el marxismo es una filosofía que guarda con el pasado una relación redentora y no una visión referencial. Tomar como referencia el pasado significa, implícitamente, darles la razón a los vencedores, siempre y cuando no hayamos vencido. «Su misión – decía Marx respecto de los obreros de la Comuna, no es repetir el pasado, sino construir el futuro». Del pasado sólo podemos esperar las limosnas teóricas del historicismo, enemigo número uno del materialismo histórico. 

Hoy día, si queremos ser serios, debemos tener en cuenta al menos dos cosas. Primero, que la justificación de lo que se hizo o se deshizo en torno a la candidatura presidencial de Bachelet es un análisis a destiempo y al mismo tiempo inútil, toda vez que las consecuencias reales del paso dado no se dejan sentir todavía en una coyuntura compleja y sobredeterminada, pero sobretodo inmadura. El atardecer todavía no ha llegado para el famoso Búho de Minerva, y por tanto las justificaciones teóricas vulgares o los argumentos apresurados, son absolutamente inservibles. Segundo, que las llamadas «justificaciones históricas», tan de moda, deben ser censuradas por el espíritu crítico del marxismo-leninismo, para dar paso a un estudio concreto del presente histórico, del «momento» que condensa una serie de problemas, relaciones de fuerza y posiciones: el análisis concreto de la situación concreta, como decía Lenin. Queremos contribuir a esclarecer algunas cuestiones que para la actual coyuntura son absolutamente determinantes: La cuestión de la relación entre «sociedad política» y «sociedad civil», la cuestión de la Asamblea Constituyente, el Poder Constituyente y la política de los comunistas, y la relación general entre «Acuerdos Programáticos» y movimiento de masas. 
Las cosas no pueden ser planteadas de otra manera. El análisis profundo debe contemplar la práctica teórica como una cuestión de primera índole: sólo de esta manera podremos salir del «atolladero real» que nos impone la actual situación, y no con silogismos antimarxistas del tipo: Si El Mercurio dice que somos un peligro para el modelo, entonces lo somos. Es el proceso de conjunto, la «vida material», lo que explica realmente la posición que ocupamos, y no las afirmaciones que la burguesía hace sobre sí misma o sobre los demás. Así al menos pensaba Marx en su famoso Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política
Sociedad política y sociedad civil, economía y política
Aparentemente, la actual situación se explica por la saturación política en la que nos encontramos.  De todos lados surge, como un vendaval, la cuestión «política» como dotada de un sentido propio. Sin embargo, en estricto rigor, lo político no se encuentra, de ninguna manera, separado de lo económico. El patrón neoliberal de acumulación, de hecho, surge de una necesidad político-económica de las clases dominantes, y no de una necesidad puramente «económica» o «financiera». David Harvey, en su exposición sobre la historia del neoliberalismo[1], explica consistentemente que el neoliberalismo es un proyecto «político» de reconstrucción del poder económico de las clases dominantes. La serie de reformas estructurales emprendidas por los gobiernos neoliberales en América Latina dependieron en altísimo grado del Estado: lejos de un debilitamiento de los «Estados-naciones» (como creyó el filósofo italiano Antonio Negri), el neoliberalismo fue altamente dependiente del papel que cumplían o debían cumplir los gobiernos: abrir mercados (procesos de acumulación por desposición, dice Harvey) en donde no los había, transformando derechos en mercados. Del mismo modo, creemos que el tipo de respuesta anti-neoliberal y anti-capitalista de la izquierda en Chile y el mundo, no puede ser ni meramente económica, concentrándose en la «renacionalización» de recursos naturales y en la destrucción de mercados, ni meramente política, concentrándose en la «ampliación de derechos».
Es el tipo de debate que sostuvieron, al interior del Partido Comunista Italiano (PCI), Giorgio Amendola y Pietro Ingrao en los años 70′. Lo que termina con la destrucción del PCI es la postura eurocomunista de derecha de Amendola, para quien lo fundamental es la garantía de ciertos derechos «básicos» en el orden de la superestructura política. Ingrao, muy cercano a las posiciones eurocomunistas de izquierda de Nikos Poulantzas, tenía claro que una «sociedad de derechos» es incompatible con el objetivo central de la lucha política comunista, la superación del capitalismo. «El derecho – dice Marx en la Crítica del programa de Gotha, no puede ser nunca superior a la estructura económica»: lo que no quiere decir que haya una «determinación vulgar» e inmediata de la «superestructura jurídica burguesa» por la «estructura de base». Para Poulantzas, el verdadero maestro de la izquierda europea de los años 70′, lo que existe es más bien una situación al mismo nivel. En varias ocasiones Poulantzas insiste en este problema de la relación entre economía y estado, develando que «poseyendo una realidad objetiva, el Estado está constituido a partir del mismo lugar en que están situadas la lucha de clases y las relaciones de explotación y dominación», pulverizando la teoría socialdemócrata de Norberto Bobbio, por solo poner un nombre, que desvinculaba lo político-estatal de lo estructural-económico: el Estado no es un «ente autónomo» que se baste a sí mismo, ni está «atravesado» por el conflicto de clases. Es una expresión particular de la lucha de clases, compleja y mediada por la ideología. En otro lugar, Poulantzas explica que «lo político (el Estado) siempre estuvo, aunque bajo diferentes formas, constitutivamente «presente» en las relaciones de producción y en su reproducción»[2]. Esta concepción de lo estatal ya era compartida por el Gramsci de la cárcel, para quien la distinción entre «sociedad política y sociedad civil» (estado y economía) corresponde a una «distinción de método» y no a una separación orgánica[3]
¿Qué implica, en el orden de la lucha política y social de la izquierda, esta redefinición de lo estatal como «campo de fuerzas» de la lucha de clases y las relaciones de producción? Al menos cuatro cuestiones básicas: (1) El Estado no es la expresión directa de la «voluntad» de las clases dominantes, sino la expresión de la hegemonía de una facción de la clase burguesa – hoy, la burguesía financiera, en el seno de un conflicto entre clases y facciones de clase diversas. (2) El llamado «interés general» es la forma «universal» que adquiere la hegemonía de la burguesía, no una realidad jurídica autónoma, y menos aún el verdadero «interés general». (3) La distinción sumaria entre «práctica social» y «práctica política», entre «movimiento social» y «movimiento político» es incompatible con la concepción marxista (y gramsciana) de Estado: el movimiento social está engarzado al movimiento político por medio del Estado. Y por último, (4) el Estado no es el gobierno, sino una serie de dispositivos que se sitúan en diversos niveles de la lucha de clases para asegurar «la reproducción de la fuerza de trabajo» y amortiguar el efecto de las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista. 
Asamblea Constituyente, Poder Constituyente y política revolucionaria
A nivel general, se puede decir que la consecuencia más «pesada» de las reflexiones de Poulantzas es que ya no podemos pensar la estrategia revolucionaria al nivel de una «guerra de posiciones» por fuera del aparato estatal. En un intenso debate con el trotskista Henri Weber sostenido hacia 1977, Poulantzas explica que la estrategia revolucionaria ya no se puede situar en los alrededores del estado iniciando una guerra de cerco y aniquilamiento del poder estatal mediante «órganos de doble poder». La diversificación del aparato estatal en el capitalismo monopolista y el surgimiento de una burocracia estatal altamente ligada con la burguesía financiera hoy, hace que esta tesis cobre absoluta vigencia. Es en el seno del aparato estatal, y fundamentalmente de sus dispositivos de control ideológico y mantención de la hegemonía en la base (municipios, departamentos de ayuda, servicios, universidades, «redes capilares del poder de clase») que la lucha política puede adquirir exitosamente el carácter de un «contrapoder» al interior del propio estado. Sin embargo, es esta misma tesis la que nos llama a prevenirnos sobre el aparato de gobierno y sus alcances reales: en un estado altamente concentrado en el aparato gubernamental como el chileno, la ocupación de cargos ministeriales o incluso el «acceso al poder» gubernamental, no garantiza nada. Puede terminar, a lo más, como dice Poulantzas, en una nueva estrategia socialdemócrata fracasada (equivocadamente, Poulantzas incluye el fracaso de la UP en este tipo de experiencias). Por otra parte, esta lucha está condenada a la derrota si no es acompañada de la emergencia de una serie de órganos de poder popular o de «democracia directa» en la base social. 
Puede ser que, en el actual contexto, sea central el papel que otorguemos en esta lucha por el cambio de la correlación de fuerzas en el aparato estatal, a la consigna de «Asamblea Constituyente». El llamado «poder constituyente» chileno está alojado básicamente en el soberano. Como nuestra república es presidencialista, la soberanía reside propiamente en el ejecutivo, que «decide sobre el estado de excepción», como quería el jurista nazi Carl Schmitt, admirado y seguido por Jaime Guzmán, autor intelectual de nuestra constitución. Entiéndase: estado de excepción quiere decir, en este contexto, suspensión de la norma jurídica «constitucional» para garantizar el poder absoluto o la soberanía. ¿No es acaso este tipo de soberanía «excepcional» la norma del tiempo en que vivimos, como diría Benjamin? El presidente de la República, como señor absoluto, tiene la potestad para deshacer la propia norma instaurada por ley para garantizar la continuidad del «pacto neoliberal». El problema constitucional es de fondo, pensamos, y no se resuelve con tres o cuatro maquillajes, sino con una Asamblea Constituyente que inaugure un nuevo pacto soberano cuyo centro sea el pueblo y la base social en disputa: es decir, para decirlo en lenguaje marxista, un nuevo aparato de estado que permita el deslizamiento de la lucha de clases y la emergencia del poder popular. Guerra de posiciones, si, pero hay que inaugurar esas posiciones en una nueva estructura estatal de abajo hacia arriba. 

El viejo sueño de un poder constituyente «desde abajo» que tome el poder reventando el aparato institucional burgués no nos sirve en la actual coyuntura. Por esto es que la Asamblea Constituyente representa una oportunidad, repetimos, en el contexto de un estado altamente burocrático (en sentido marxista: es decir, separado de la llamada «sociedad civil» y vuelto en su autonomía relativa). Ha sido la capacidad de traducir estos espacios de condensación política en oportunidades revolucionarias lo que ha desatado los grandes «procesos de rupturas» con el sistema capitalista y las grandes revoluciones: la Comuna francesa en 1871 era una institución contra-estatal compleja y con un alto contenido geo-político local, el Soviet un órgano de poder popular cuyo grado de hegemonía posibilitó la pulverización del viejo aparato monárquico-burgués, los consejos de fábrica de Turín, etc. Hasta Mao, un autor casi absolutamente sobredeterminado por la cuestión militar, concebía la revolución como un proceso de reconstrucción democrática; la «Nueva Democracia» maoísta es un cambio en la correlación de fuerzas mediante un nuevo estado, un «nuevo pacto», para decirlo en el lenguaje republicano. Sin embargo, todas estas experiencias políticas tenían un correlato económico, se situaban al mismo nivel que la problemática económica, e incluían en sí esta problemática como un «tema político». Asamblea Constituyente, si, ¿pero para qué? Los constitucionalistas de la izquierda liberal (Atria, Ruiz-Tagle) han propuesto tres cosas, en términos generales: fin al binominal, revisión del Tribunal Constitucional y término de los quórums calificados. Pese a la importancia de estos debates, nuestra propuesta debe ser mucho más radical, incluyendo el problema general del Poder y la refundición del estado chileno, otorgando poder a la democracia de base y restándole hegemonía (y control sobre los dispositivos del «poder capilar» de clase) a la burguesía financiera. 
La «guerra de posiciones», dice Gramsci, «requiere sacrificios enormes y masas inmensas de población; por eso hace falta en ella una concentración inaudita de la hegemonía y, por tanto, una forma de gobierno más interventista»[4]. Definitivamente, en Chile tenemos un Estado neoliberal que al menos incluye tres elementos; presidencialismo soberano – en todos los niveles, fijémonos como el alcalde es una figura del presidencialismo local, militarización de la policía y el aparato de estado en general, y burocratización máxima del aparato gubernamental (inaccesible a las masas). El tipo de estado económico-corporativo del que Gramsci habla todavía no existe en Chile, por más que seamos una «sociedad occidental» (SIC). Por tanto, para emprender una verdadera «guerra de posiciones» hace falta primero fundar posiciones en un primer «movimiento destructivo», la Asamblea Constituyente, descentralizando e inclusive «trastornando» las rendijas del poder estatal. Hablar de guerra de posiciones puede sonar muy bonito, pero a Gramsci no se le hubiera ocurrido hacerlo sin tener una clara consciencia respecto a cuáles serían las posiciones a ocupar y, más aun, el alcance real de dichas posiciones. En todo caso, sin un estudio profundo sobre el estado neoliberal, sin un «mapa del aparato de Estado neoliberal», como el que hizo Poulantzas respecto al estado corporativo europeo en los años 60′, no tendremos jamás claridad de cuáles deben ser nuestros objetivos políticos en la llamada «guerra de posiciones» que, una vez victoriosa «es definitivamente decisiva», como dice Gramsci. 
Acuerdos programáticos y Movimiento de masas
El problema general que estamos tratando, en definitiva, es el del Estado de transición hacia el socialismo. ¿Cuál es el tipo de Estado que posibilitará tal transición? Definitivamente, en la definición del problema práctico (incluyendo la posibilidad de transformar la Asamblea Constituyente en una trampa para la burguesía) juegan un papel central las masas. Lenin dice que el concepto de «masas» varía de acuerdo a la situación política en la que se encuentra el partido. En una primera etapa de construcción de la organización partidaria, masas son unos cuantos miles de obreros dispuestos a hacerse comunistas. En un período de reflujo político «masas» son una serie de organizaciones populares que pueden tantear sus fuerzas en el terreno de la movilización. Y en los períodos álgidos las masas no se miden en gente, sino en capacidad cualitativa de producir «acontecimientos» o «hitos», que desborden geográfica, material y políticamente a la facción hegemónica de la burguesía. 
Si lo que necesitamos del «nuevo gobierno» es una ruptura democrática revolucionaria de la superestructura, es evidente que tal ruptura no se producirá sin la irrupción de un amplio movimiento de masas. Sin embargo, este movimiento de masas no puede estar desprovisto de vanguardia. La relativización del concepto de vanguardia por parte del post-marxismo ha posibilitado la irrupción de un nuevo espontaneísmo socialdemócrata «de base», un nuevo «tradeunionismo», como diría Lenin. Es esta espontaneidad de demandas sin una articulación política socialista, lo que ha permitido que el neoliberalismo, por medio de un aparato estatal complejo construido a su medida, «internalice» el conflicto de clases ante la ineficacia de las demandas locales para desbordar efectivamente el modelo económico. En efecto, si bien la articulación «vanguardia-consigna general-masas» no es mecánica y responde a un proceso complejo e intrincado de constitución de hegemonía de la fuerza partidaria, el olvido de este aparente esquema utilizado muy a menudo por Lenin, Stalin y Trotsky (tres referentes del bolchevismo en tres formas distintas), puede conducir al aprovechamiento político de la atomización del movimiento por parte del Estado neoliberal. Así ha sido, al menos, los últimos 20 años, incluyendo al movimiento estudiantil del 2011. Hoy nos encontramos ante una nueva internalización de las contradicciones por parte de un sector importante de la burguesía que teme por la continuidad del neoliberalismo en un contexto de crisis económica en curso. Esta coyuntura es la que exige el reordenamiento de nuestra fuerza partidaria en torno a una «consigna general» que articule la diversidad efectiva y atomizada de los movimientos de masas. ¿Será la exigencia de un nuevo estado el contenido real de la consigna formal que emprendamos?, pensamos que si. 
Por último, dos cuestiones de primer orden. La fuerza real del movimiento de masas no puede reducirse a «hitos» que interrumpan la gloriosa vida republicana. Esto quiere decir, ante todo, que por más que el paro convocado por la CUT el 11 de Julio pueda resultar exitoso (cuestión difícil en un contexto de recaída del movimiento «por la educación», sustento de masas de las movilizaciones del 2011), no cambiará las correlaciones de fuerzas si no se traduce en una política de construcción real de la hegemonía socialista, de izquierda, incluyendo la difusión de un programa de transformaciones radicales de la izquierda, independiente del programa de la candidata, y la elaboración de una consigna «de articulación», de un «point de capiton» programático[5], como diría Lacan. Esto implica, urgentemente, recomponer relaciones con la izquierda extraparlamentaria que, querámoslo o no, seguirá afianzando su presencia en sectores importantes del movimiento estudiantil. También implica pensar bien el involucramiento en un futuro gobierno de Bachelet. Esto podría resultar más en una intentona gubernamental que nos haga perder posiciones estratégicas, que en una ganancia política. Inclusión en el aparato de estado, sí, en gran medida, pero no a nivel de «gobierno», menos aún en el estado neoliberal burocrático imperante. Por último, cuando Poulantzas se refería a la imposibilidad de destruir el estado de un golpe mediante un poder obrero «centralizado», no lo hacía sólo pensando en la estructura de los dispositivos estatales modernos. Es más, esta cuestión era de segundo orden frente a un tema más importante y más determinante en la destrucción del estado burgués y la transición al socialismo: el problema militar. No debemos olvidar que el Estado tiene, inevitablemente, un «pie militar» que disminuye potentemente nuestra fuerza de acción.
La radicalidad de nuestro acierto, o desacierto, al apoyar a Bachelet está por verse, pero depende fuertemente de cuestiones como estas: transformación-destrucción del Estado neoliberal (Asamblea Constituyente), programa de contenido altamente revolucionario independiente del programa esbozado por los técnicos liberales-progresistas o neoliberales (seamos claros: no ofrecimientos limitados o insolventes para la «totalidad» del problema como una ‘AFP estatal’, o el programa ‘sonrisa de mujer’), movilización de masas amplia y provista de una inteligencia política partidaria, e inclusión del problema militar (democratización de las FF.AA. y las policías) en el futuro programa de gobierno. El Estado, tal como está, no nos sirve: su capacidad de destruirnos a nosotros es mayor que nuestra capacidad de cambiar algo, aunque sea «algo».



[1] Harvey, David, Pequeña historia del neoliberalismo, disponible en la web

[2] Poulantzas, Nikos, Para un análisis marxista del Estado, Editorial Pre-textos, 1978

[3] Gramsci, A. Antología, Siglo XXI editores, 2010

[4] Ibid.

[5] Lacan se refería con este concepto al «punto de acolchamiento», en el que reposaba el conjunto simbólico. Para ser más claros, podemos decir que el «point de capiton» corresponde a un concepto que articula un discurso completo, y que tiene una alta resonancia ideológica, y una fuerte capacidad de atracción.